sábado, 6 de diciembre de 2008

¿Una despedida?

En el Ave de vuelta a Barcelona, estuve pensando en todo lo que me había pasado a partir de la muerte de Clara Ochoa. Me sentía traicionada. Había dado voz a una mentira. Y eso martilleaba en mi cabeza ¿Cuáles debieron ser los sentimientos de Clara Ochoa en realidad? ¿Qué escribió en las páginas arrancadas del diario que encontramos junto al cadáver Encarna y yo? Ahora ya no estoy segura de que las cartas que me fueron enviadas las transcribieran.
¿Por qué me necesitaban a mí? No, eso sí lo sé, para mantener la ilusión de una Clara Ochoa viva. Yo estaba esperando su secreto, ese gran secreto que prometió revelarme al final. Ya nunca lo sabré, mejor dicho, lo sabremos. Es evidente que no existía, que solo era el anzuelo donde engancharme. Y me enganchó.
La realidad es mucho más hermosa, esa historia de amor entre Cristóbal Zaro y Juana Aguilar ¡cuanta generosidad en esas dos vidas!
En fin, sobre el caso Ochoa no puedo hablar porque está bajo secreto de sumario, así que me he quedado sin nada. Había pensado cerrar el blog, porque estoy ya muy metida en mi nuevo libro y necesito toda mi cabeza, todo mi tiempo, pero no lo haré. Dejaré la historia colgada en la red y cuando se levante el secreto de sumario o yo conozca alguna novedad que pueda transmitiros, lo haré, venidme a visitar de vez en cuando.
Siento este final, que nada tiene que ver con el que imaginé y os trasladé a vosotros el primer día, pero mi poder solo funciona en mis novelas, yo domino ese mundo, pero la realidad no admite dominios y se desarrolla según el libre albedrío.
Lo cierto es que ha sido una experiencia insólita que he disfrutado más de lo que nunca pensé hacerlo. Una pequeña comunidad de personas unidas alrededor de una historia.
Gracias por vuestra compañía. Aprovecho para desearos un 2009 donde puedan llenarse de amor los corazones y ahuyentar la violencia de nuestra vida.

viernes, 28 de noviembre de 2008

En Alas del Ave

Tenía sueño, los ojos enrojecidos. Mi hija me acababa de gritar por el móvil toda clase de cariñosos insultos por mi, por lo visto, irresponsable ocurrencia de aprovechar dos billetes de tren. Era noche cerrada cuando salí de mi casa esta madrugada y eso es algo extraño en mí, me atrevería a calificarlo de inaudito. Pero a veces “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” y pasas, de estar ante tu ordenador sometiendo a las más descabelladas aventuras a tus personajes, a sufrirlas en carne viva (a veces mi hija tiene razón al opinar que arrastro un 20% de locura y va subiendo, las cosas raras de mamá, las califica).
Pero vamos a lo que vamos.
Llegué a Madrid a las nueve de la mañana aproximadamente y lo primero que hice fue meterme en una de las cafeterías que se encuentran en la estación para tomarme dos croisants a la plancha a los que unté con mantequilla y acompañé con un café con leche corto de café y muy caliente. Es un placer que solo puedo darme cuando voy a Madrid, porque por alguna extraña razón, que aun no he logrado desentrañar, en Barcelona no los encuentras.
Ya estoy despierta, saciada y a punto para comenzar la aventura.
Paro un taxi y le doy la dirección que tengo anotada. Pero justo en el momento que acabo de pronunciarla me entra como un estado premonitorio que está intentando avisarme de algo, aunque no logro definir qué.
–¡Espere un momento! ¡espere un momento! –le digo al taxista mientras intento decidir si mi hija es más adulta que yo y lo que tengo que hacer es seguir su consejo, pasearme por el Reina Sofía y El Prado y luego volver a Barcelona, o si, por el contrario, lo que tengo que hacer es echarle valor y pensar que quien ha educado a mi hija he sido yo y que tengo suficiente criterio para decidir lo que me conviene, o me gusta, o me place, o me da por saco.
–¡Qué, señora, a la una me voy a comer! –Me salta el ingenioso del taxista.
–¡Tire millas!
La frase hecha parece ser suficiente y arrancamos en dirección a las afueras, de forma algo abrupta todo hay que decirlo. La dirección se encuentra en una de las urbanizaciones de lujo que rodean Madrid y tardamos más de media hora en llegar después de soportar un par de atascos. La zona es solitaria y pienso si no sería mejor pedirle al taxista que me espere, pero… ¿y si estoy toda la mañana? ¡O todo el día! Mejor no anticipar problemas. Si se presentan ya los iré resolviendo en su momento.
La casa impresiona.
Es una moderna construcción de una sola planta, acristalada, rodeada de un jardín zen exquisitamente cuidado. La verdad es que eso me tranquiliza enormemente, pese a conocer el hecho de que a los responsables de los Campos de Exterminio les encantaba Wagner, Mahler y el misterioso Rembrandt entre otros.
Cuando llamo al timbre exterior la puerta de la verja se abre de inmediato y en ese momento, mientras estoy entrando con pasos cortos e inseguros, debo reconocer que se me eriza el vello y un escalofrío (se que suena a novela barata, pero es así) recorre mi columna vertebral. Antes de llegar a la puerta de la casa, ésta se parte en dos y se abre hacia los lados, como si entrara en una tienda. Es la primera vez que veo esas puertas en una casa particular. Aparece ante mí un hombre rondando los ochenta, con el pelo completamente blanco, inusualmente abundante, vestido con tejanos, una camiseta de Custo con manga larga y unas gafas que sin duda pertenecían a la última colección de Alain Mikli.
Un moderno.
Eso es lo que me pareció desde lejos, pero al acercarme me sorprendió comprobar que el hombre que me sonreía era Cristóbal Zaro, uno de mis pintores favoritos.
Todo se calma dentro de mí y le devuelvo la mejor de mis sonrisas.
Al entrar en el interior de la casa, creo que estoy paseándome por los espacios de una revista de arquitectura de la más rabiosa actualidad. Grandes espacios, luz cenital, y un mobiliario sobrio, cómodo, de selecto diseño. Me parece estar en el interior de una obra de arte.
–Gracias por venir señora Cortijos. Tenía miedo de que no se atreviera a hacerlo.
–¡Dios! ¡Qué maravilla señor Zaro…
–Llámeme Cristóbal, por favor.
–¡Qué hermosa casa! Si no tiene herederos sepa que yo la sabría apreciar y la disfrutaría bendiciendo su nombre en todo momento.
Su risa fresca y gruesa contagió la mía y los dos nos reímos acabando de disipar las pocas tensiones o prevenciones que tanto él como yo podíamos haber sentido en esos momentos.
–Me halaga señora Cortijos.
–Antonia, por favor.
–¿Le apetece un café? Tengo bollería en la cocina.
–Acabo de tomarme un par de croissants a la plancha. Es lo primero que hago, siempre que llego a Madrid.
–Es una de nuestras especialidades, la otra es el cocido ¿Ha estado alguna vez en Casa Alberto?
–Si, es el que está cerca del Sofía.
–Ya veo que la palabra cerca no tiene el mismo significado para usted que para mí.
Ahora la que río soy yo.
–¡Hombre! No está al lado, pero yo siempre he ido a pie.
Mientras hablamos me conduce hacia la sala de estar y se para frente a un divertido sofá diseño de Mariscal. Coloco sobre él el bolso y el abrigo y me siento frente a Cristóbal Zaro dispuesta a oír cuanto tenga que decirme.
–Supongo que estará pensando ¿que demonios me tiene que decir este hombre sobre Clara Ochoa?
Sonrío sin contestar a su pregunta retórica. Sé que a partir de este momento solo me toca escuchar.
–Pues lo cierto es que de quien quiero hablarle es de Juana Aguilar. Tengo una curiosidad ¿por qué en sus escritos solo cita el primer apellido de Clara Ochoa y omite el segundo, Aguilar?
–Hasta ahora que lo menciona no había caído en la cuenta. Simplemente nunca aparecía en sus cartas.
–Entiendo.
Hace una pequeña pausa antes de continuar, parece estar repasando todos los recuerdos que tiene que enlazar para contarme la historia.
–En primer lugar déjeme que la felicite, es usted muy buena transmitiendo sentimientos. No he sabido de su blog hasta hace poco, lo que no ha dejado de ser una suerte para mí, que estoy acostumbrado a leer libros. He podido bajarme todo el material y leerlo de una vez. Me ha parecido magnífico.
La verdad es que aguanto muy mal los elogios, nunca se que cara poner y solo me sale la sonrisa tonta o bajar la mirada en un gesto de modestia. Se que a mi edad debería haber aprendido, pero tuve una educación represiva, soy hija única y mis padres esperaban un hombre. Ya se que eso no es excusa para la estupidez, pero algo tengo que decirme a mí misma. En esta ocasión utilicé la sonrisa tonta e hice un pequeño gesto con la mano para que continuara hablando.
–Conocí a Juana Aguilar cuando era un pintor joven. Intentaba introducirme en el mundo del arte y había escogido Barcelona porque estaba fascinado por el grupo Dau al Set, adoraba a Ponç, uno de los más desconocidos pero que influyó mucho en mi pintura. Frecuentaba una especie de ateneo donde siempre había modelos para practicar el dibujo y Juana Aguilar venía una vez a la semana para posar, casi siempre el viernes. Sabía hacerlo muy bien y era una joven hermosa, con un cuerpo delicado y gestos elegantes. Creo que todos estábamos enamorados de ella, pero me eligió a mí, dijo que nadie sabía dibujarla como yo. Una vez intenté regalarle un cuadro que había pintado guiándome por uno de sus bocetos, pero se negó a aceptarlo.
En ese momento se volvió y me señaló un pequeño cuadro que se encontraba a su espalda perfectamente destacado por una luz especial que eliminaba los reflejos, el lugar que ocupaba era preeminente. Realmente era hermosa la mujer de pelo azabache que estaba recostada sobre una roca, frente al mar. Un mar que parecía dominar, manso ante su influjo, sin una ola, como un lago de mercurio.
–Nunca he amado a nadie como la amé a ella, cometimos la locura de enamorarnos, una gitana y un payo. Comenzó a principios de verano y se acabó con el otoño. A mis años puedo asegurarle que ha sido la época más feliz de mi vida. Todo acabó cuando quedó embarazada. Fue entonces cuando me confesó que era una mujer casada, que su marido era impotente y que el castigo del clan para una mujer que no tenía hijos era la exclusión. Nadie la miraba, nadie le hablaba, se paseaba ante todos como un fantasma, un ser invisible que poco a poco se iba diluyendo hasta desaparecer, hasta morir de miedo, de angustia, de pena. Inició nuestra relación para quedarse embarazada, no quería morir, todo su mundo se limitaba al clan, e hizo el mayor de los sacrificios para poder seguir perteneciendo a él. Se despidió de mí confesando entre sollozos que no podría volver a amar, se había quedado vacía, todo el amor que contenía su cuerpo me lo había entregado a mí, era lo único que podía ofrecerme. Fue el último día que la vi. Al día siguiente recibí una carta muy mal escrita en la que me decía que en todo momento me tendría al corriente de lo que hiciera mi hijo o mi hija, pero me rogó, por todo el amor que sentíamos el uno por el otro, que nunca lo reclamara. Desde entonces, cada mes recibí una carta a la que no podía contestar. Supe que había muerto en el momento que dejé de recibirlas. Yo hice lo único que podía hacer, observarla desde lejos sin que nadie advirtiera mi presencia. Solo una vez me atreví a acercarme, estaba con mi hija recién nacida. No nos dijimos ni una palabra, la puso entre mis brazos unos segundos, luego la cogió y se alejó con prisa. Supe que no podría resistirlo y volví a Madrid.
Yo estaba desbordada, aquel hombre me estaba diciendo que Clara Ochoa Aguilar era su hija, que en realidad debería llamarse Clara Zaro Aguilar.
–¡Clara Ochoa era su hija!
Ahora fue él quien sonrió, destilando nostalgia.
–¿Nunca intentó hablar con ella?
Volvió a sonreír.
–Lo hice, pero como Cristóbal Zaro, el pintor, cuando expuso por primera vez en Madrid. Su trabajo es espléndido, desde entonces nos carteamos, yo intenté traspasarle toda mi experiencia. Cuando venía a Madrid siempre comíamos juntos y luego íbamos a mi estudio y me criticaba sin compasión.
–¿Por qué me explica a mí todo esto?
–Porque necesitaba decírselo a alguien. Gritarlo al mundo. Y estará de acuerdo conmigo que no es algo que pueda explicarse por teléfono.
A mí a veces me cogen ataques de ternura, así que no pude evitar levantarme y abrazarlo. Parecía el final de una novela de Jane Austen.
Al despedirme, mientras volvía a abrazarlo le dije en un susurro:
Si lo he hecho con la hija me encantará hacerlo con el padre, no deje de leer mi blog.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Una semana ¿Entretenida?

Ésta que acaba de pasar, ha sido una de las semanas más movidas que yo recuerde. Me he visto obligada a mentir, quizás sería más exacto decir hacerme pasar por otra persona, me han amenazado, he viajado en el ave a Madrid y he cambiado información por mi bolígrafo preferido, un serie limitada de Montblac.
Pero también ha habido alguna cosa positiva, casi providencial, diría yo, la mejor conocer a Josepa Gratell, Sepa para los amigos, una recién nombrada detective de los Mossos d’Esquadra que junto a Miquel Molina se encargan del caso de Clara Ochoa. Resulta que al margen de todo este desbarajuste, hace tres meses que he empezado mi nueva novela, que pretende ser del género negro. En las anteriores intervenía la Policía Nacional pero en la actualidad, desde el 2005, quien se encarga son los mossos y desconocía su funcionamiento, cosa que ya no sucede gracias a mi nueva amiga Sepa.
Pero mejor centro el relato y empiezo por el principio.
El jueves día 13 llegué a la Comisaría de Les Corts y me recibió Josepa Gratell:
–Señora Cortijos, me ha tenido usted bien entretenida con sus relatos.
–Gracias, ha sido una experiencia gratificante para mí hasta esta mañana.
–Lo imagino ¿le importaría que fuéramos a tomar café fuera? Mi compañero está entrevistando a un familiar de Clara Ochoa y no me gustaría hacerla esperar. Además necesito fumar un cigarrillo.
–De acuerdo.
–Le propongo ir hasta la Illa, en el sótano hay un Jamaica.
–Ya veo que es cafetera, sabe dónde encontrar buen café.
Sonríe por primera vez, luego lo hará a menudo con diferentes registros.
–Algo de eso hay. Mi nombre es Josepa Gratell, había olvidado decírselo.
Andamos las dos manzanas que nos separaban del centro comercial mientras Sepa se fumaba el cigarro. Al llegar, bajamos a la planta sótano donde se encuentran tiendas de alimentos, cafeterías y restaurantes.
Nos sentamos en el Jamaica y pedimos café, yo solo, ella cortado.
–Me gustaría conocer su opinión, señora Cortijos.
–Preferiría que me llamara Antonia, así no me sentiría oficialmente interrogada.
–De acuerdo, a mí llámeme Sepa ¿Cómo se le ocurrió colgar en internet las cartas de una mujer desconocida?
Transcribo un trozo de la presentación que en su día hice de Clara Ochoa por si ya no os acordáis, si queréis más información podéis leerla en su totalidad si abrís el mes de Julio y vais al principio: “¿Por qué he aceptado este papel de mediadora? A esta pregunta puedo contestar yo y mi respuesta será la verdad: Porque soy una lectora compulsiva, y la forma en que me escribe, como un goteo deslabazado, caótico en la línea de tiempo, me ha enganchado.
Esa es la palabra exacta, estoy enganchada a un misterio que se me va desvelando lentamente, y he tenido que aceptar sus condiciones si quiero verlo revelado hasta el final.”
–Lo explico al principio de la historia, mi amigo Javi…
–Si, si, eso ya lo sé –me interrumpe– pero pensé que era un invento suyo.
–¡Que va! Todavía es él quien cuelga cada semana los escritos en mi blog, yo soy una negada para estas cosas, se lo envío por mail y Javi hace el resto, si no fuera por él toda esta historia habría acabado hace tiempo.
–De todas formas…
Ahora soy yo quien la interrumpo, creo saber por donde va.
–Creo que lo que me quiere preguntar es ¿Cómo pudo ser tan irresponsable? Y seguramente lo fui, sobre todo visto desde el momento actual, cuando sé que no fue Clara Ochoa quien me envío esos escritos, pero recuerdo que cuando la encontramos, sobre una mesa cercana había una especie de diario con casi todas las hojas arrancadas. Estoy casi segura que lo escrito en esas hojas fue lo que se me envió a mí. Desconozco el motivo, pero puedo pensar que fue para mantener la ilusión de que Clara Ochoa seguía viva. Recuerde que me llamó por teléfono no hace mucho. Al hablar estos días con familiares y amigos me han dicho que seguían mis escritos y que se ajustaban bastante a la verdad, con matices, ya que todo era visto a través de sus ojos y que la conversación telefónica no les sorprendió, era una reacción bastante natural en ella quejarse por casi todo. Lo que sí les sorprendió es que tardara tanto en hacerlo.
–En realidad, aun no podemos decir oficialmente que la muerta sea Clara Ochoa, los gusanos hacen bien su trabajo y la cara estaba irreconocible. Ustedes llegaron a esa conclusión porque era mujer y porque estaba en su casa.
–Ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser otra persona. Yo no la conocía pero Encarna… en fin, no dudó ni un momento.
–¿Usted sabía que en el testamento de Clara Ochoa se nombra a Encarna Suárez su heredera universal?
–¿Por qué iba a saberlo? Yo solo conozco lo que me han enviado. Por cierto que le he traído las cartas por si les pueden ayudar, están escritas a mano. Eso fue lo primero que me atrajo, ya nadie escribe a mano.
Abro el bolso y le entrego todas las cartas.
–Están bastante manoseadas, como iba a imaginar…
–No se preocupe, servirán. Así que Encarna no le dijo nada.
–No, solo que se habían enfadado hacía bastante tiempo.
–Seis meses escribió usted la semana pasada.
–Exacto. Veo que ha leído con atención. Fue muy poco después cuando empecé a recibir las cartas. No tenían remite y no podía ponerme en contacto con ella. Parece que usted sospeche de Encarna.
–Sospechamos de todos.
–Lo digo por lo de la herencia ¿fueron a parar a Clara Ochoa todos los bienes de su marido? A lo mejor no le dejó nada.
–Casi todo, Antonia, la excepción fue una importante cantidad de dinero que le dejó al hijo de una de sus primas, se rumorea en la familia que era hijo suyo.
–Pues sí que han trabajado rápido, si saben todas esas cosas desde esta mañana.
–Internet no solo sirve para escribir blogs,
–Ya me imagino.
–¿Quién piensa usted que pudo matarla?
–¿A quien? Porque me acaba de decir que hasta los resultados del ADN, me imagino, no pueden estar seguros de que el cadáver sea de Clara Ochoa debido al mal estado del cuerpo.
Esta vez la sonrisa fue amplia.
–Está bien, creo que tendremos que tomarnos otro café, cuando estemos seguros de que el cadáver que descubrieron en la casa era el de Clara Ochoa.
Volví a mi casa meditando sobre todo lo que habíamos hablado, me sentí inquieta, pensé cuanta razón tenía la frase: “La vida supera la ficción”. Lo estaba viviendo en carne viva. Pero aun no habían acabado las sorpresas. Al llegar a casa, mi marido me dio un sobre enviado por mensajero. En su interior, un billete de ida y vuelta para el Ave con destino Madrid para el día siguiente y una nota a máquina: “Tengo información para aclarar el crimen de Clara Ochoa pero no puedo acudir a la policía, le ruego encarecidamente que venga mañana a Madrid, a mí me es imposible desplazarme por motivos de salud. Le adjunto billetes de ida y vuelta en el Ave. La estarán esperando. ¡Por favor, es de suma importancia!”
Definitivamente la vida supera la ficción.

jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Clara Ochoa?

Es probable que este escrito os parezca algo caótico y confuso, pero todavía estoy en estado de shock. Os dije que seguía investigando la semana pasada y eso hice. No fue hasta que llegué a Encarna Suárez, que empecé a plantearme lo extraño de toda esta historia.
Esta mujer ha sido amiga intima de Clara Ochoa hasta hace seis meses, en que una fuerte discusión las distanció. Por lo visto Gerardo Quiroga tenía una amante desde hace aproximadamente cinco años. Había habido otras, entre ellas algunas de nuestras estrellas de cine, pero fueron algo esporádico y sin continuación y lo llevó con tal discreción que en ningún momento fue pasto de las revistas rosas o los programas de cotilleo. Pero lo que sí hizo, no sé si por honradez o por maldad o por vete tu a saber, fue tener a su mujer al tanto de todo cuanto acontecía en su vida amorosa.
Clara Ochoa decidió pagarle con la misma moneda por venganza, por necesidad o por vete tu a saber, de ahí uno de los primeros relatos que escribí, “El hombre vestido de negro” que parece ser fue su primera transgresión, siempre según el relato de Encarna Suárez.
Lo lógico, desde mi punto de vista, hubiera sido deshacer el matrimonio, claro que en realidad nunca fue tal, porque no se casaron ni por la iglesia ni por lo civil. Pero eso era impensable para Gerardo Quiroga y la enfermiza relación que mantenía con ella. Me pareció entender que Clara Ochoa, en más de una ocasión, intentó abandonarlo, pero ni su “marido” ni el clan Ochoa se lo permitieron.
También me habló del tema herencia, que en el caso de Gerardo Quiroga es importante. Una cantidad de dinero considerable, una colección exquisita de pintura contemporánea con autores como Barceló, Hernández Pijoan, Tapies, Agustí Puig o Rafols Casamada, la casona unifamiliar en uno de los barrios de alto standing de Barcelona (se ubica en la Vía Augusta, en el barrio de Tres Torres) más los royalties que siguen dando sus películas.
Cómo os dije la semana pasada, Pilar Quiroga me había facilitado la dirección de varios amigos y la de la casona. Esta semana he estado yendo cada día a diferentes horas sin encontrar a nadie. Eso empezó a inquietarme porque al menos el personal de servicio tendría que estar allí, así que llamé a Encarna Suárez y se lo dije. Esta mañana, jueves 13 de Noviembre, nos hemos encontrado a la puerta del domicilio porque, al parecer, ella conocía el lugar donde Clara escondía una llave de entrada, como previsión a sus innumerables despistes que en más de una ocasión habían tenido como final el cerrajero.
Encontramos la llave sin ningún problema y Encarna abrió la puerta de hierro que da al jardín y enfilamos el camino empedrado que se dirige a la casa. A los cuatro o cinco metros de caminar ya empezamos a notar un desagradable olor que se fue intensificando conforme nos íbamos acercando a la puerta de entrada. Cuando la hemos abierto, nos ha envuelto un golpe de olor que nos ha hecho retroceder, yo he estado a punto de vomitar.
En ese punto no sabíamos qué hacer, finalmente hemos decidido entrar cubriéndonos la nariz, aunque el olor era tan fuerte que poco podían hacer los cleenex que yo llevaba en el bolso.
No creo que olvide nunca la imagen que se mostró a nuestros ojos. En el salón de la planta baja, junto a la chimenea, sentada en un viejo sillón… De inmediato me ha venido a la memoria el primer relato que subí al blog, el segundo párrafo: “Desde hacia dos horas su cuerpo apenas se había movido, lo justo para beber varios sorbos de agua de un vaso situado sobre la mesita. A través de la cristalera frente a la que estaba sentada, los ojos miraban sin ver la suave claridad del atardecer. Un hastiado sillón de piel la amparaba como si intuyera la necesidad de protección que necesitaba en aquellos momentos de espera, de reflexión, de providencias”
También la amparó en los últimos momentos de su vida.
Mientras Encarna Suárez ha llamado a los Mossos d’Esquadra yo he observado la escena como si tuviera que cincelarla en mi memoria.
A los pies estaban las dos maletas que le entregan al final del relato, abiertas, vacías. El vaso seguía sobre la mesita, en el mismo lugar que lo dejó cuando le abrió la puerta al mensajero que se las trajo, rociados uno y otra de pequeñas gotas de color marrón mate. Luego la imagino volviendo a la butaca a esperar algo o a alguien, que llegó sin que ella se diera cuenta, como una sombra que se mueve en silencio, invisible a los ojos humanos. No había habido lucha, solo un pequeño sobresalto cuando alguien desde atrás cogió la barbilla de Clara Ochoa y la degolló con un solo gesto preciso. Sus brazos estaban flácidos, caídos a ambos lados. Los gusanos han empezado hace tiempo su trabajo de descomposición.
Sobre la mesa hay una especie de diario con múltiples hojas arrancadas. Miro alrededor buscando un ordenador y descubro un portátil sobre una pequeña repisa. Lo conecto. Encarna intenta impedírmelo pero yo estoy revolucionada, como un motor a pleno rendimiento, y la aparto de forma brusca. Eso solo pueden tocarlo los mossos, me dice, y la entiendo, tiene toda la razón, pero yo necesito saber si todas las cartas que he recibido están en ese ordenador. Cuando se ilumina la pantalla compruebo que pertenece a Gerardo Quiroga y una rabia sorda empieza a invadirme.
¿Quien coño me ha enviado las cartas? ¿Quién me llamó por teléfono? ¿Quién ha estado jugando conmigo? Clara Ochoa debe hacer meses que está muerta. No entiendo como nadie se ha dado cuenta. Encarna Suárez dice que la llamó varias veces, pero al no contestarle pensó que seguía enfadada, y al no encontrarla en casa, de viaje. Quería ir a Japón y a Australia y quedarse allí un tiempo estudiando inglés. Su “marido” nunca se lo había permitido. En ningún momento pudo alejarse de él. Los viajes los hacían juntos y siempre donde él quería ir.
Llevo siempre conmigo un lápiz electrónico con todo lo que estoy escribiendo, por si le pasa algo a mi ordenador, y aproveché esta circunstancia para bajarme, del portátil de Gerardo Quiroga, todo lo que cabía en él, aun no he tenido el momento para mirarlo con detenimiento, cuando lo haga ya os contaré si he podido descubrir algo que conteste a mis preguntas, porque según la policía debe llevar muerta desde Julio más o menos.
No puedo extenderme más porque en unos minutos tengo que ir hasta la comisaría de Les Corts para que los mossos me tomen declaración. Primero han querido leer todo lo que he escrito sobre Clara Ochoa.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Sigo sin noticias de Clara Ochoa.

He hablado con mi hija, que trabaja en “La Caixa”, porque recordé que ella gestiona su patrimonio, pero el trato personal se ha limitado al telefónico y solo desde hace dos años, cuando se lo traspasó un compañero al jubilarse. Me ha dado el teléfono con bastantes reticencias, porque tienen totalmente prohibido facilitar datos, y he llamado a ese número cada día cuatro o cinco veces sin obtener respuesta y sin poder dejarle un aviso porque carece de contestador.
Otro de los caminos por los que he optado ha sido intentar localizar en Nou Barris a la familia Ochoa. He hallado a dos primos y a una tía, porque todos los hermanos de Clara Ochoa han muerto al igual que su padre y su madre, pero no me ha servido de nada, porque según me han dicho, no saben de ella desde hace más de cinco años. Naturalmente no tengo por qué dudar de ellos, pero lo cierto es que me ha extrañado que nadie de su familia supiera donde encontrarla.
He llamado entonces a las dos primas de Gerardo Quiroga que tan amablemente me recibieron este verano en Isla Plana y ambas la vieron por última vez en el funeral de su primo. Desde entonces ni la una ni la otra han recibido noticias de Clara Ochoa. “Como si se la hubiera tragado la tierra” me dijo Pilar Quiroga, que me proporcionó varios teléfonos de amigos comunes y la dirección de la casona donde se habían trasladado a vivir desde hacía cinco años.
Voy a darle otra semana mientras acabo de indagar los últimos datos obtenidos y entre tanto, me ha parecido que os podría interesar leer un relato de Gerardo Quiroga, en el que recrea el momento en que se conocieron sus padres, según me han contado sus primas. Lo he leído y me parece de una ternura y un cariño conmovedores.

Juan
I

El verano de 1945 estaba siendo diferente en el pequeño pueblo pesquero de Isla Plana.
El calor se presentó tarde, y desde Barcelona, llegaron tres hombres para desguazar la mina de hierro.
Cristóbal era uno de ellos.
Dormían en casa de la Damiana, la única que por sus proporciones podía alquilarles dos dormitorios, y comían en el viejo ventorrillo de la Salvadora junto a los pocos buhoneros que entre semana visitaban el pueblo voceando sus mercancías. También comía Ángel, el recovero, que proveía a las mozas de puntillas, y a las mujeres de ropa para vestir sus lutos.
La pesca y la mina entretenían a los hombres. Pero hacía dos años que sacar el material casi superaba el precio de venta, por eso, en primavera, la mina cerró.
Con la Salvadora vivían su marido, su hija, una adolescente mimada y consentida hasta la exageración, y su sobrina Lucía, que era la tercera de diez hijos.
Cuando la Salvadora pidió a su hermana María que le prestara a una de sus hijas para ayudarla en la tienda, no escogió a Lucía porque sí. La sonrisa era la expresión más frecuente de su rostro, y la paciencia, su virtud.
Tenía veintisiete años, y desde los catorce se levantaba cada día con el alba para barrer la tienda. Luego cogía dos haces de esparto, y en la piedra plana, frente al mar, los golpeaba con el mazo hasta que rompía los nervios, hasta que perdían la rigidez. Volvía despacio, aspirando el aire salobre de la mañana, y se sentaba en el poyo de la puerta a hacer filete. Los metros de cuerda, salían de sus hábiles y rugosas manos con rapidez.
–Buenos días nos de Dios, Lucía. Despáchame una onza de aceite.
–Hola "Churra", muy pronto vienes hoy.
–Sí, he de hacer la comida de mi Gines, que se va a la mina a ayudar al Cristóbal y a los otros dos. Parece ser que el vapor para llevarse las vagonetas, el ascensor y los raíles de la mina llega hoy desde Barcelona y aun no tienen preparada la primera carga.
–¿Ya viene hoy? Esta mañana solo he visto mamparras en el mar.
–Pues sí. Poco van a durar aquí los mozos. Poco debe quedar ya por cortar.
–¿Algo más, "Churra"?
–Sí, que espabiles, mi hijo me ha dicho que tienes los ojillos raros y... ya sé que no es mi casa, pero ese Cristóbal es una buena persona y te mira bien. Mejor está que el Lorenzo.
–¡Mira que os gusta emparejar!
–Si, bueno...bueno, dame el aceite, yo ya sé lo que me digo.
Lucía dejó el filete y empezó a pasearse por la tienda, aquella noche haría una cena consistente, abundante, vendrían cansados. Era su manera, la única que conocía, la única que le habían enseñado, de dar salida a la ternura que almacenaba su alma, de hacer evidente su interés.


II

Hacía una semana que el primer buque, con parte de la carga, había partido de Isla Plana, y desde entonces, Lucía acompañaba todas las tardes a Cristóbal hasta la salida del pueblo y allí se despedían. Luego él caminaba cinco kilómetros, dos y medio de ida, dos y medio de vuelta, hasta la venta de la Tomarricha, la única que disponía de una vieja máquina italiana en quince kilómetros a la redonda, para conseguir saborear una humeante taza de café exprés.
En el pequeño pueblo, todos conocían esa excentricidad de Cristóbal, y sonreían benevolentes al verlo pasar, estirados en cómodas hamacas a la puerta de las casas, tomando el fresco, o permitiéndose una siesta.
Esa tarde, Lucía le hizo una pregunta extraña.
–¿Habéis cortado ya a Juan? –Cristóbal se volvió con el semblante atónito.
–¿Juan?
Lucía se echó a reír con esa risa suya suave y llena, y durante unos segundos, no pudo dejar de hacerlo. Cristóbal se había parado y esperaba.
–Bueno… yo la llamo Juan, es la plancha de hierro que hay en la entrada de la mina, la que a veces sirve de puerta, la que mira al mar. Durante dos años le estuve llevando la comida a mi tío Sebastián, que en aquel entonces era uno de los capataces. Mientras el comía, yo me sentaba junto a Juan y me apoyaba en él. Era mi confidente. A veces, cogía las piedras más duras que encontraba en el suelo, y escribía sobre su robín. También dibuje una vez un barco que estuvo varado durante dos semanas en la punta de la Azohía.
Al día siguiente, mientras ella le llenaba el plato de lentejas, Cristóbal levantó la vista y le dijo:
–Hoy, Salvador quería cortar a Juan porque era muy grande para cargarlo, pero le he convencido de que no lo haga. En Barcelona hay un chaval que vive cerca del almacén, dice que es escultor, siempre viene pidiendo cosas raras, y solo quiere que lo atienda yo. Dice que mis manos, aunque yo no lo sepa, son de artista. Le he dicho que se lo podríamos vender. Pero José María, que así se llama, solo se lo quedaría entero, o sea, que ya nos ves a Fulgencio, a Salvador y a mí, cargando la plancha en la barca y llevándola hasta el buque. Bueno… ¿qué te parece?.
–Mañana os haré arroz con leche.
Los tres hombres rieron, y los ojos de Lucía se iluminaron con la llama temblorosa del candil de carburo.
Aquella noche, después de cenar, Cristóbal se acercó a Lucía y le dijo:
–¿Me acompañas hasta la piedra plana?
Juntos caminaron por el acantilado, donde una luna creciente dibujaba su sombra sobre el mar.
–Antes de embarcar a Juan, yo también he escrito algo en él. Estaba lleno de frases hermosas, y tu barco parecía navegar por mares de fuego.
Cristóbal calló y Lucía lo miró, esperando.
–En tres o cuatro días habremos acabado de cargar el buque y mis compañeros y yo volveremos a Barcelona. No soy demasiado bueno con las palabras, pero sé que no voy a poder olvidar tu risa ni tus ojos color miel. Haces el mejor arroz con leche que he comido nunca.
Los dedos de Cristóbal avanzaron tímidamente hacia los de Lucía hasta rozarlos y un estremecimiento recorrió los dos cuerpos.
–¿Qué has escrito en la plancha?
Los labios de Cristóbal se acercaron al oído de Lucía y le murmuró unas palabras al amparo del viento, para que no volaran hacia el mar, para que no se perdieran en la noche.
La voz de Lucía sonó resuelta cuando le dijo a Cristóbal:
–Mañana por la mañana llamas a tu jefe y le dices que tú volverás en tren conmigo unos días más tarde, le tengo mucho miedo al mar, se ha llevado demasiada de mi gente.

III

Hace tres días del aniversario de la muerte de mi madre, y este hecho, ha coincidido con la exposición retrospectiva en el Macba del escultor José Mª Subirachs.
Ante mí, erguido, solemne, en medio de la sala, está Juan. La intervención del artista ha sido recortar en el lado derecho un perfil de mujer.
Pero en la parte superior izquierda aun puede apreciarse la forma sutil de un barco, y a su lado, con letras de molde apenas intuidas, se lee, amo a Lucía.

viernes, 31 de octubre de 2008

Hola,
Soy Antonia Cortijos, empecé esta historia el sábado 12 de Julio y desde entonces, a excepción del momento en que tuve que desplazarme a investigar en Isla Plana, cada viernes os he transcrito, a mi manera, las cartas, mejor dicho, la información que me proporcionaba en las cartas Clara Ochoa. Una vez me llamó por teléfono pero salía número privado o sea que no pude anotarlo por si necesitaba hablar con ella. Todo esto os lo explico porque he dejado de recibir sus cartas, desconozco si será una cosa puntual o si por algún motivo que desconozco no quiere, o no puede enviármelas.
Quiero confiar en que esto será pasajero y en unos días volveré a recibirlas. Pero no me he quedado quieta, tengo un amigo en Telefónica al que estoy utilizando descaradamente. Intento ver si es posible averiguar su número por la llamada que me hizo hace unos días.
También es posible que Clara Ochoa haya enviado la carta y yo no la haya recibido o esté perdida así que si lees estas líneas por favor vuelve a enviarme la información que no me ha llegado.
La semana que viene saldremos de dudas. Bueno, yo antes que vosotros. Pero hasta el viernes no es nuestra cita.
Un abrazo muy fuerte a todos los que me visitáis. Gracias

viernes, 24 de octubre de 2008

Carmen Aguado (Segunda parte)

Cuando su mujer le habló de la cena y mencionó a Carmen Aguado, no se le ocurrió, ni por un momento, que podía tratarse de María del Carmen Quiroga Aguado, su prima Mar. Cuando entró en la sala la sorpresa fue el primer sentimiento, seguido de la incomprensión al ver que antes de que el pudiera abrir la boca, Mar se acercaba como si fuera la primera vez que lo veía.
–¡Señor Quiroga! ¡Hace tanto tiempo que deseo conocerle!
–Es Carmen Aguado, ya te hable de ella, la representante en España de Armand Poule.
Clara Ochoa se adelantó en ese momento para presentarle a la mujer que suponía una desconocida para su marido y siguió hablando sobre ella al objeto de facilitarle la mayor información posible.
–Tenemos que cuidarla mucho porque es la mano derecha de Puole –dijo con una sonrisa cómplice, mientras miraba a Carmen Aguado que se la devolvía divertida–, parece ser que no suelta un duro si ella no está de acuerdo.
Las dos mujeres rieron de forma distendida mientras Gerardo Quiroga se debatía entre acabar con aquel disparate o prolongar lo que consideraba una guasa estúpida de su prima Mar. Finalmente decidió seguirle la corriente.
–Encantado Carmen, me recuerda usted mucho a una pariente que hace años que no veo.
–¡Que estupendo! Así podré convencerle con mayor facilidad de los proyectos de Armand Poule.
–No creo que le cueste nada convencerme, al fin y al cabo son mis proyectos, aunque los productores sean dados a apropiárselos –la voz le salió ácida sin poder evitarlo.
­–Señor Quiroga, permítame que disienta, usted no sabe de qué vengo a hablarle. Se de sus proyectos, que al parecer tienen fascinado a Armand y que es muy probable que se acaben realizando, pero yo quiero mostrarle uno nuevo. Si le parece podemos pasar a su despacho para no aburrir a su esposa.
Clara Ochoa se sintió molesta por aquel claro desprecio, pero sabía lo que su marido se estaba jugando y no era el momento de responderle como se merecía. Se levantó, y con su mejor sonrisa, mirando a los ojos de Carmen Aguado, le contestó:
–De ninguna manera puede aburrirme, pero tengo demasiado trabajo y le agradezco la oportunidad de poder seguir con él. Es mejor que se queden en la sala, estarán mucho más cómodos, el despacho de mi marido es demasiado espartano.
Mientras decía estas palabras, Clara Ochoa se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero antes de traspasarla se volvió, arrogante, y dirigiéndose a Gerardo Quiroga le advirtió:
–Querido, me olvidaba, a Carmen solo le gusta el whisky de malta –y sin esperar la respuesta, salió cerrando la puerta.
En cuanto lo hubo hecho, Gerardo Quiroga se enfrentó a su prima con un marcado malhumor:
–¿Pero qué pantomima es ésta? ¿A que coño estás jugando?
–Sigues igual de aburrido que siempre. Lo que tengo que decirte no quiero que lo escuche tu gitana.
–No te consiento que hables así de mi mujer.
–¿Tu mujer? ¡Pero si ni siquiera estáis casados! Además, no creo haber dicho nada insultante, es de etnia gitana ¿No? –la palabra etnia la resaltó con el tono de voz.
–Mar ¿Qué coño quieres? Si me la juegas con Poule puedo ser un enemigo peligroso.
–Aburrido y malpensado. Mi poder no es tan grande. Aunque quisiera, que no quiero, no podría hacer gran cosa, Armand Puole tiene mucho más ego que tú, si eso es posible, y ya ha decidido trabajar contigo. Nadie, y mucho menos yo, una simple representante, podría hacerle cambiar de parecer. No Nando, vengo a hablarte de un tema familiar. Cómo ya sabes, la tía Julia murió el año pasado sin testar.
–Ya os dije en su momento que no quería nada.
–Lo se, lo se, no voy por ahí, somos doce primos-hermanos y solo hay una casa. Yo la quiero. Y os estoy visitando a todos para acordar cuanto pedís a cambio de renunciar. Con el boom turístico-inmobiliario, los precios se han disparado en Isla Plana, pero la casa no es nada del otro mundo, en realidad solo aprovecharé el solar.
–¿Me estás diciendo que quieres tirar la casa de los abuelos?
–Si, tu famosa “Casa del Alma” ¡Menuda estupidez de nombre! Es un cuchitril, Nando, no puedo aprovechar nada.
–No
–No qué
–No voy a consentir que la tires, antes la compro yo ¿Cuánto piden los demás? ¿Cuánto pides tú?
La cara de la prima Mar evidenció el cansancio que todo aquello le producía, nunca había entendido a Nando y nunca le entendería. Desde muy pequeña siempre había oído la misma canción: “¡Es que Gerardo es un artista!” Todo se le disculpaba, era el preferido del abuelo Sebastián y María del Carmen Quiroga Aguado lo había odiado en silencio desde que tenía uso de razón. Había estado un año, desde la muerte de la última de sus tías, Julia Quiroga, preparando su venganza. Poco a poco había conseguido convencer a todos los primos y en aquellos momentos tenía en sus manos todas sus renuncias ante notario. Solo le quedaba Gerardo Quiroga, el artista de la familia, el que había rebautizado la casa con aquel estúpido nombre “La Casa del Alma” Lo miró, sin disimular los sentimientos de cansancio y desprecio que sentía en aquellos momentos.
–Háblalo con tu gitana, que te lea la mano, a mí me la leyó durante la cena, fue muy divertido. Resulta que conseguiré la casa de mi abuelo. Al principio alguno de mis primos estará en contra, pero finalmente lo lograré ¿Qué te parece? ¡Es buena esa gitana tuya!
Gerardo Quiroga estaba a punto de estallar. Todos sus músculos estaban en tensión y un dolor espeso, prieto, se le había instalado en la frente, sobre los ojos. Se la frotó con la mano para intentar despejarlo, pero no lo consiguió, lo intentó de nuevo frotándose toda la cara con ambas manos, pero solo logró evidenciar su desconcierto.
María del Carmen Quiroga Aguado estaba radiante, paladeaba aquellos momentos como si fueran el mejor caviar. Pero ella sabía que solo era el principio, llegarían mejores oportunidades, era hora de partir.
–Se me ha hecho tarde, cariño, tengo que marcharme. Ya te llamaré. Da recuerdos de mi parte a tu mujer –y de nuevo acentuó con el tono las dos últimas palabras, del mismo modo que lo había hecho con la término etnia–. No hace falta que me acompañes, sé dónde está la salida.
Los altos tacones de Carmen Aguado resonaron en la habitación con fuerza mientras se alejaba en dirección a la puerta, que cerró tras de sí suavemente.

viernes, 17 de octubre de 2008

Carmen Aguado (Primera Parte)

Carmen Aguado entró en la vida de Clara Ochoa tres meses después de morir su madre.
Aun sentía luto en el corazón, todavía era una mujer vulnerable, por eso no prestó atención a las señales, no supo, desde el inicio, que aquella mujer podía rodear de oscuridad su vida.
En aquellos momentos, mediados los 90, Gerardo Quiroga estaba siendo castigado por la crítica a raíz de su película “Techos de armiño” donde plasmaba la corrupción de los altos ejecutivos de empresas multinacionales, sus nóminas astronómicas, su mundo dorado, comparándolo con el poder que sobre el pueblo ejercían los señores feudales en la Edad Media, los reyes en la Moderna o los zares en el siglo XIX. El protagonista era un terrorista solitario, un iluminado que pretendía librar al mundo de los nuevos oligarcas, irresponsables y vacíos como la Corte de Luis XVI, que desembocó en la revolución francesa.
Los adjetivos menos envenenados eran infantil, simplista, luego llegaban los más acerados, visión deformada por sus creencias políticas, alarmista…
Era la primera vez que la crítica se le ponía en contra de una manera unánime y Gerardo Quiroga no se encontraba en condiciones de asumir un fracaso tan estrepitoso. Se aisló en su despacho sin querer ver a nadie ni recibir llamadas telefónicas. Clara Ochoa estaba desbordada, no sabía como reaccionar, también ella se encontraba en una situación de desamparo debido a la muerte reciente de su madre.
Una noche en que tenían que cenar con un productor francés, Gerardo Quiroga se negó a salir y se encerró en su despacho. Después de ruegos, e incluso gritos en los que Clara le exigía reaccionar, tuvo que optar por acudir ella sola a la cena, alegando una indisposición grave de su esposo.
Carmen Aguado estaba en esa cena como representante en España de Armand Poule y también hacía las veces de traductora entre él y Clara Ochoa, que no dominaba el francés hasta el extremo de sostener una conversación de negocios. También asistían la mujer del productor, Irene Rojas, la actriz que más películas había realizado junto a Gerardo Quiroga acompañada de su última pareja y Eduardo Asensio, abogado, soltero y altamente codiciado por las mujeres que no conocían su tendencia homosexual.
Carmen Aguado se sentó junto a Clara Ochoa y la primera sensación que tuvo fue de rechazo, se sintió incómoda, pero a lo largo de la noche esa sensación se fue diluyendo ante la amabilidad de aquella mujer pelirroja, de ojos verde oscuro, como un lago lleno de vida interior a la que no tienes acceso sino quieres ahogarte.
La cena fue exquisita y la conversación entretenida, inteligente, llena de finas ironías sobre el medio en el que se movían y los personajes que lo poblaban. Clara Ochoa se divirtió y supo jugar con prudencia en el momento de enfrentarse a la discusión de negocios.
Solo habían pasado tres días desde que se celebrara la cena cuando, hacia media tarde, mientras Clara Ochoa estaba trabajando en su estudio, entró la asistenta para avisarla de que una tal Carmen Aguado quería hablar con ella. La primera impresión fue de sorpresa, pero enseguida se alegró de volver a verla. Atravesó con paso ágil el largo pasillo que desembocaba en el comedor, luego la sala de estar y finalmente llegó al recibidor, una amplia estancia con un pequeño sillón de dos plazas, sobre el que descansaba una de las primeras obras de Clara Ochoa
–Hola Carmen, perdona mi aspecto, estaba trabajando, no esperaba a nadie.
–Tú siempre estás guapa, pero si vengo en mal momento puedo volver más tarde.
–No, no, pasa, pasa.
Carmen Aguado la siguió hasta la sala y ambas se sentaron en un sofá de tres plazas situado frente a la terraza.
–Tienes una casa preciosa. Toda la vida he deseado vivir en un ático, pero los precios se han puesto a un nivel que…
–La verdad es que Gerardo tuvo suerte, se lo compró hace un montón de años a la sobrina de una anciana soltera que había muerto, y como ella vivía en París…
–Tu marido siempre ha tenido suerte. Demasiado mimado por la vida.
–¿Conoces a Gerardo?
–No. He venido precisamente para hablar con él. Sobre el contrato con Armand Poule.
–¿Te apetece algo? Un café, un té…
–Nada caliente ¿tienes whisky de malta?
Clara Ochoa le contesta mientras se levanta del sofá y se acerca al pequeño bar situado junto a la puerta.
–¿Lo quieres solo?
–Con hielo, por favor.
Se lo entrega mientras le dice:
–Ten, voy a buscarlo.
Mientras se dirige al despacho de su marido su cara va perdiendo la sonrisa. No sabe con qué se va a encontrar y reza para que la puerta no tenga la llave puesta.
Tiene suerte.
Cuando llega, Teresa, que ahora cumple las funciones de secretaria, está saliendo al pasillo.
–¡No cierres, por favor! –le grita.
–Sigue con el humor torcido –le susurra Teresa cuando se cruzan.
–Pues tengo que sacarlo, está Carmen Aguado, la representante de Poule, es por el contrato.
–¿Quieres que entre contigo?
–No puede negarse a salir ¡es su proyecto!
–Estaré cerca por si me necesitas, yo puedo reñirlo como a un niño, obligarlo, a ti no te lo permitirá, es demasiado machito.
Clara Ochoa entra en el amplio despacho de su marido que hace también las funciones de pequeña sala de cine. En aquel momento Gerardo Quiroga está visualizando “Techos de armiño” por enésima vez.
–¿Qué ganas con torturarte?
–No me estoy torturando, quiero entender por qué. Es una buena película, mejor que muchas de las anteriores que tanto han alabado.
–Es el tema. Te lo dije el primer día, les asusta, no es que no puedan entenderlo, es que no quieren. Si aceptan tu tesis aceptan que en cualquier momento se puede ir todo a la mierda… Pero no volvamos a discutir otra vez sobre lo mismo, Carmen Aguado, la representante de Armand Poule está en la sala. Necesita hablar contigo. Arréglate un poco para salir.
La primera intención es negarse, pero algo en su interior lo alerta de que está jugando demasiado al límite, así que se levanta y se dirige al dormitorio para cambiar su bata por unos tejanos y una camiseta donde se puede leer el nombre de un conjunto de rock.
Clara Ochoa camina detrás de él, por eso, al entrar en la sala, no ve la expresión de Gerardo Quiroga al descubrir a la mujer esbelta, pelirroja, de aspecto elegante, que clava en él sus enigmáticos ojos verdes.

viernes, 10 de octubre de 2008

La Juana

Clara Ochoa tenía cinco años cuando vio por primera vez a su madre leerle las manos a una mujer alta, llena de aristas, con un elegante traje chaqueta y un anillo con una piedra que la fascinó por la luz que emanaba.

Su madre trató a la mujer con respeto y la acomodó, mientras ella y sus hermanos eran conminados a salir fuera. Clara Ochoa no se alejó de la chabola, sentía una tremenda curiosidad y se quedó sentada bajo la pequeña ventana que daba al comedor, escuchando una conversación que no entendía en su totalidad y que al cabo de quince minutos la aburría, así que se levantó y se fue a jugar con sus hermanos en una especie de pequeña plaza donde los niños de la zona se reunían. Lo que la dejó inquieta fue el cambio en la voz de su madre, más profunda, tranquila, utilizando extrañas palabras que nunca le había oído pronunciar.

Cuando vio partir en un coche rojo a la mujer alta llena de aristas, corrió a su casa para acribillar a su madre a preguntas. La Juana rió de buena gana y le dijo que era demasiado pequeña, pero que en cuanto cumpliera dos años más, empezaría a enseñarle un arte que había pasado de madres a hijas en su familia desde el principio de los tiempos.

Clara Ochoa recordaba todo eso, mientras contemplaba a su madre en la cama de hospital donde un cáncer de páncreas inoperable la tenía consumida. Hacía catorce horas que estaba allí, había pasado la noche con ella y esperaba la llegada de su padre para relevarla. La Juana no había abierto los ojos en ningún momento.

De pronto lo hizo y la brusquedad del gesto sobresaltó a Clara Ochoa que se acercó de inmediato:

–¿Estás bien mamá? ¿Te duele el vientre? ¿Quieres que llame a la enfermera?

La mujer la miró sorprendida y sus ojos brillaron.

–¡Hija! ¿Estas aquí? ¿Y tu padre? ¿Dónde está tu padre?

–Tranquila mamá, he pasado la noche contigo y papá está por llegar.

–No queda mucho tiempo criatura, dame tu mano.

–¡Mamá! Ya estamos otra vez, te lo he dicho mil…

La Juana no la dejó acabar, sus ojos brillaron con una intensidad que Clara Ochoa no recordaba.

–Me estoy muriendo, chiquilla…

–¡No digas eso, mamá, pronto…!

–Clarita, hija, necesito irme tranquila, necesito ver en tu mano, necesito saber que cuanto te tenía que decir ha quedado dicho.

Los ojos de Clara Ochoa empezaron a humedecerse, pero no quería llorar y menos delante de su madre. Respiró profundamente relajando el diafragma pero el nudo de sentimientos alojado en el pecho la impulsaba al llanto. Se sonó la nariz en un último intento por dominarlo.

–Está bien ¿cuál quieres?

–Primero la izquierda. Ponme un cojín detrás de la cabeza, necesito incorporarme un poco.

Obedeció sin rechistar, las lágrimas acariciaban su cara en su camino de descenso. Cuando la Juana se sintió cómoda agarró la mano izquierda de su hija y observó la palma minuciosamente, luego le dio la vuelta y le hizo cerrar el puño, que también contempló de forma prolija. Luego fue la mano derecha la que examinó con la misma atención. Al finalizar, su cara estaba envuelta en cenizas, le costó empezar a hablar.

–Antes que nada me has de prometer que leerás las manos de cuantos te rodean, de las personas a las que quieres y a las que crees odiar, una de ellas guarda un secreto que se resiste a ser revelado. Debes conseguir descubrirlo, que se manifieste, revelarlo al mundo, por ti y por el hombre que te ama.

–Casi no recuerdo lo que me explicaste cuando era niña. Solo entonces hice los ejercicios, luego lo dejé, me cogió miedo, ya sabes lo que pasó con Rafaela.

–No fue culpa tuya, cariño, fue ella quien tomó la decisión de matarse, tu solo le dijiste lo que te había sido revelado, tu don es muy fuerte ¡me recuerdas tanto a tu abuela! Llegaste hasta el fondo de su alma pero ella fue incapaz de enfrentarse a eso, era frágil, apática, apagada.

>>No tengas miedo, aunque yo me vaya siempre estaré a tu lado, te ayudaré. Tu vida no va a ser fácil, pero va a estar salpicada de momentos hermosos. Podrás resistirlo, eres más fuerte de lo que crees. No tendrás hijos, pero no estarás sola, siempre habrá alguien junto a ti para acompañarte y protegerte. Gerardo es bueno. Si no puedes amarlo respétalo, es lo mínimo que se merece. Solo tienes que mirarte a ti misma, lo que has conseguido, eres una señora. No te digo que se lo debas a él, pero de lo que puedes estar segura es que sin él no lo habrías conseguido. Estarías en el barrio, casada con un prepotente que te repudiaría por no poder darle hijos, estarías muerta para el clan. Pero tu muerte va a ser dulce, como la mía, rodeada de la gente que ames. Cuida tu corazón, es tu víscera más frágil. Siempre has sido mi niñita ¡estoy tan orgullosa de ti!

Las últimos palabras las dice en un murmullo, su respiración se fragmenta.

–Tranquila mamá –Clara Ochoa habla entre sollozos–, no te esfuerces, descansa.

–Necesito decirte algo más –la voz de la Juana es muy débil, Clara Ochoa acerca su oído a la boca de su madre–. Una mujer oscurecerá tu vida. Apártala de ti por todos los medios que tengas. Por todos, Clarita.

Acabó de decir su nombre y de nuevo cerró los ojos, como si toda la energía se le hubiera acabado de repente, fue entonces cuando, a sus espaldas, oyó la voz de su padre:

–¿Cómo ha pasado la noche?

Clara Ochoa se giró y se abrazó a él, intuía que aquellas serían las últimas palabras que le oiría a su madre.

Cuando regresó al día siguiente, lo hizo con el tiempo justo para verla morir.

viernes, 3 de octubre de 2008

Esther Winslow

Clara Ochoa estudió Bellas Artes en la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde que se incorporó al mundo de Gerardo Quiroga el arte rodeó su vida, y la fue alimentando hasta conseguir que toda la sensibilidad que por herencia de raza poseía, saliera al exterior y se manifestara en la pintura.
La primera exposición, donde se alineaban cuadros en blanco y negro ejecutados con carbón y goma de borrar, fue un éxito que los desbordó a todos. Hasta el crítico de arte de El Periódico, Josep Mª Cadena, le puso tres estrellas y recomendó su visita.
Clara Ochoa se sentía realizada, feliz, y durante todo el año siguiente trabajó de forma obsesiva encerrada en la estancia que Gerardo Quiroga le había preparado, la más grande y luminosa de la casa.
Y organizó su segunda exposición. Su mente estaba llena de expectativas, y como en el cuento de la lechera, sus cuadros ya habían llegado a los museos más importantes del arte contemporáneo. Por eso el golpe fue mucho más fuerte, más cruel, porque no estaba en condiciones de asumirlo. El fracaso era la única opción que no había contemplado ni por un segundo Clara Ochoa, pero la crítica la masacró. Josep Mª Cadena se preguntaba en su columna de El Periódico dónde habían ido a parar la frescura, el trazo enérgico, la valentía, porque ante él solo se encontraba una pintura constreñida, de trazo errático, sin interés alguno.
Clara Ochoa enfermó. Nada en su cuerpo denotaba el origen de una fiebre extraña que no la abandonó durante dos semanas. Cuando lo hizo se sintió débil, había perdido varios kilos y sobre su frente se alojaba un tenue dolor de cabeza que no conseguía hacer desaparecer. Gerardo Quiroga decidió entonces que necesitaba distraerse, e iniciaron el primero de los tres grandes viajes que realizarían juntos.
Java, Sumatra, Borneo, Bali y luego el salto al continente australiano. Clara Ochoa se extasió ante aquellos mundos que le parecieron llenos de magia y Gerardo Quiroga no se cansaba de traspasarle cuanto sabía de su historia y su cultura.
Fue casi al final cuando conoció a Esther Winslow. Habían chocado literalmente al salir ella del ascensor en el hotel donde se hospedaban en Sydney, se sonrieron y ambas se pidieron disculpas. Al día siguiente se saludaron a la hora del desayuno y al siguiente ya se sentaron juntas. Estaban preparando los camareros la sala para la comida cuando se levantaban de la mesa. Esther no paró de hablar, pero Clara no se quedó atrás.
La inglesa era profesora de literatura en uno de los Colegios Mayores de Cambridge y por aquel entonces Clara Ochoa ya se había convertido en una lectora compulsiva. Devoraba todo cuanto caía en sus manos y ya fuera por tiempo o porque sus lecturas eran más selectivas, no siempre su marido había leído lo mismo que ella, con lo que se le negaba el placer de comentar algunos de los libros que le gustaban. Resultó que Esther Winslow era, como ella, una fan de la novela negra. Novelas que él consideraba de género y por las que no sentía ningún interés.
Eso hizo que los diez días que les quedaban de estancia en Sydney, fueran compartidos casi en su totalidad por “la inglesa” como la llamaba Gerardo Quiroga con cierto de desprecio y lo que hasta entonces había sido un placentero viaje empezó a resquebrajarse y aparecieron las discusiones.
Cuanto más denostaba él a Esther, más la defendía Clara Ochoa. Lo que podía haber durado tanto como los días que estuvieran juntas, se alargó en el tiempo. Dos o tres veces al año, durante tres años, Clara Ochoa visitó a su amiga en Cambridge. Al principio su amistad era puramente literaria, pero ya el primer año notó en varias ocasiones caricias inofensivas que le quemaban la piel y la hacían sentirse incómoda. Aquella mujer pequeña, delgada, de mirada acuosa, parecía vampirizarle la energía y mantenerla en estado casi hipnótico durante toda su estancia en Cambridge. No la dejaba salir de casa y nunca le presentó a sus amigos. Tenía lagunas en su mente de momentos perdidos.
Fue al tercer año cuando, como si despertara de un sueño, se descubrió en la cama de Esther, junto a ella y a otra mujer que no conocía, las tres desnudas y visiblemente excitadas sexualmente. Sentía su cuerpo ardiendo, como si le abrasara la fiebre, mientras la mujer desconocida estimulaba su clítoris y el de Esther Winslow y ésta mordisqueaba sus pezones.
Dejó que le llegara el orgasmo y luego se durmió.A la mañana siguiente hizo la maleta y se marchó de la casa de Esther Winslow sin una nota, estaba demasiado enfurecida, ya en el aeropuerto, algo más calmada, compró una postal y en ella descargó su enfado. El texto finalizaba con un: “…En este momento odio tus gestos, tu voz, odio tu amabilidad y me odio a mí misma por dejarme manipular de esta forma tan sucia. No intentes ponerte en contacto conmigo, no contestaré nada que provenga de ti.”

viernes, 26 de septiembre de 2008

Una llamada telefónica

(Septiembre de 2008)
–¿Antonia?
–Si.
–Soy Clara Ochoa.
Me quedo sorprendida, hasta ahora solo me ha escrito y mi teléfono lo conoce muy poca gente.
–¡Ah! Hola… ¿Cómo has conseguido mi número?
–No importa…
La interrumpo.
–Sí importa, Clara. A mí me importa.
–He prometido a la persona no decírtelo.
Empiezo a sentirme furiosa, sobre todo por el tono de su voz.
–Es tu problema, tu promesa, estoy empezando a hartarme de tanto secreto. O me dices quién te ha dado mi número o cuelgo y no hace falta que vuelvas a llamar.
–¿Qué tal si empezamos de nuevo? parece ser que no lo hemos hecho con buen pie.
–Primero el nombre.
Hay unos segundos de silencio. Debe estar pensando que no hay más remedio pero le cuesta decidirse.
–Georgina Sierra
–¿Mi hija?
–Si.
La ira se filtra en mi voz.
–¿De que coño conoces tú a mi hija? ¿Quién le has dicho que eras? Te estoy permitiendo que juegues conmigo, pero no consentiré que involucres a mi familia.
–Tú lo has hecho.
–¿Yo? ¿De que demonios estás hablando?
–¿A qué ha venido el viajecito a Isla Plana? ¿Crees que miento? ¿Qué sesgo la historia?
–Eso no tiene nada que ver.
–¿Por qué? ¿Por qué lo dices tú?
–No, porque tu marido es un personaje público. Un director de cine, de referencia para muchos. Él está muerto, no podía defenderse…
No me deja terminar.
–Si yo mentía ¡Claro!
–No, y lo dejé muy claro en el texto que colgué en el blog. Tu verdad está filtrada por ti, es lo que tú sientes, lo que percibes, ningún hecho, ningún acontecimiento tiene una sola verdad. Hay varias verdades, varias percepciones sería mejor definición, y yo me sentí obligada a contrastarla.
Silencio. Vuelvo a hablar yo.
–Y salió “La Santica” Clara, y apareció el gris, los matices. Además estoy escribiendo porque tú me lo pediste, si no quieres, dejo de hacerlo, y aquí paz y después gloria.
–¡No! Me gusta cómo escribes, aunque algunas veces no me reconozco. Lo leo y me parece que se trata de otra persona ¿Por qué no hablaste más de Teresa? Yo te di mucha información y tú apenas si la nombras. Para mí fue muy importante. Ella también tuvo su infierno a una edad próxima a la mía. Por eso nos entendimos de inmediato, por eso me sentí protegida. Gracias a ella sobreviví.
–No me pareció necesario, estabas tú y tu marido, los auténticos protagonistas, desarrollar otro personaje hubiera mermado la importancia de vuestra historia. De todas maneras la nombro, lo justo, creo, lo necesario.
–Quiero que hables más de ella.
–Si quieres que lo haga, construiré una historia aparte, un pequeño relato.
–Vale, pero quiero que salga, quiero que vea lo importante que es para mí. Hoy te he enviado por carta nuevos manuscritos. Gracias. Te llamaré.
Y cuelga el teléfono sin darme tiempo a volverle a preguntar cómo conoce a mi hija. Llamo al teléfono que aparece en el móvil y no contesta. Entonces llamo a mi hija y le pregunto de qué conoce a Clara Ochoa. Es su asesora financiera. Mi hija gestiona patrimonios y casualmente uno de los que negocia es el de ella.
Está empezando a cabrearme, no se si le aguantaré la tontería mucho más.


LA PEQUEÑA HISTORIA DE TERESA ANTES DE QUE GERARDO QUIROGA LA LLAMASE A ISLA PLANA PARA QUE SE ENCARGARA DE CLARA OCHOA.

Teresa nunca conoció al marido de su hermana.
Ana se había ido lejos siendo ella muy joven, después de una fuerte discusión con su padre.
Nunca supo el por qué, pues en aquellos momentos solo contaba diez años y se había escondido en el rincón mas alejado de la casa, huyendo de la violencia que atravesaba en fuertes oleadas el viejo comedor. Odió a su hermana con todas las fuerzas de un cuerpo de niña a punto de convertirse en mujer. Primero por dejarla sola, y después, por la inmensa tristeza que fue descubriendo, día tras día, en los ojos de su madre, que murió dos años después. Habían sido treinta años de odio sin una carta, sin una llamada, nada a lo que aferrarse para poder comprender.
Pero esa noche Ana volvía a Isla Plana, volvía a la casa familiar acompañada por su marido.
El padre de ambas había muerto el día anterior, después de una enfermedad de diez años que le acentuó día a día el egoísmo, la impaciencia, la ira. Teresa estaba sola, lo cuidó buscando refugio en aquellas imágenes de un padre cariñoso que, siendo niña, la tomaba en brazos, le hacía cosquillas bajo el vestido, y le acariciaba después suavemente la espalda.
También buscó refugio en el odio a la hermana. La culpó de su soledad, de sus ataduras, de su carácter amargo, de su impotencia. Le echó en cara, una y otra vez, que al marcharse se había llevado hasta el alma de sus padres.
Ahora Teresa tenía cuarenta años, la casa había envejecido con ella y ya no se hallaba a las afueras del pueblo.
Volvió dos horas antes de que cerrasen el tanatorio, quería arreglar la casa y tenerlo todo a punto. Limpió un lavabo impoluto y barrió un suelo sin rastro de suciedad. Sin apenas darse cuenta, se encontró frente al antiguo dormitorio de su hermana sosteniendo entre las manos las sábanas para vestir la cama, preguntándose en voz alta, como si de repente reparara en ello:
–¿Cómo se habrá enterado de la muerte de padre?
Por teléfono solo se habló de la hora de llegada, sobre las doce de la noche. La llamó el marido de Ana, y su voz le dejó regustos de prepotencia.
Cuando todo estuvo a punto, bajó hasta la cocina para calentarse leche que inundó de cacao. Permaneció allí sentada más de dos horas. En algún momento, durante ese tiempo, apoyó la cabeza sobre el dorso de las manos y se quedó dormida.
La despertó la guardia civil sobre la una de la madrugada golpeando con fuerza la puerta de entrada. Venían a informarla del grave accidente que había arrebatado la vida a su cuñado. De la hermana le dijeron que tenía las piernas destrozadas y se hallaba en estado de coma.
Mientras los agentes esperaban en la cocina, recorrió la casa con paso lento, asegurándose que todas las luces quedaban cerradas. Se paró unos segundos ante la puerta de la alcoba, donde en aquellos momentos debería estar durmiendo el matrimonio, y se acercó a la cama. Permaneció ante ella inmóvil, la mirada fija en la imagen de la virgen que presidía la habitación, y alisó con la mano la pequeña arruga que se había creado en el embozo mientras una ligera sonrisa se le insinuaba en los labios.
Con paso decidido se dirigió a su cuarto y, como si de un regalo se tratara, rasgó el papel que envolvía la caja de cartón apoyada sobre la cama. Sacó de ella la rebeca de color negro que se había comprado aquella misma tarde y se la puso.
Desde la puerta de la cocina salió a la noche escoltada por la guardia civil, e iniciaron el viaje de diez kilómetros que la llevaría hasta el Hospital Provincial.
Al atravesar el dintel de la habitación 207, en la segunda planta, se encontró con una mujer de cuarenta y ocho años llena de canas que le envejecían las facciones y de contusiones que le deformaban parte del cuerpo. Respiraba asistida por una maquina empeñada en inundar la habitación con el sonido monótono del fuelle. Se acercó a la mujer y, con extrema lentitud en los gestos, le arregló un doblez de la sábana, le acarició suavemente la frente, apartó de ella un mechón de pelo y, acercando los labios al oído de su hermana, le dijo:
–Hola Ana, no temas, yo cuidaré de ti.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Isla Plana

Cuando Clara Ochoa llegó a Isla Plana por primera vez, algo se movió en su interior.
Habían aterrizado en San Javier, el aeropuerto de Murcia, y desde allí un taxi los llevó a la “Casa del Alma”, nombre con el que se refería siempre a la antigua vivienda de pescadores propiedad de sus abuelos. Ellos ya habían muerto pero en verano toda la familia se reunía allí. Cuando le preguntó por qué la llamaba así, le pareció notar en su expresión una transformación muy sutil, como si un sentimiento de añoranza asomara a sus ojos y su boca se expandiera levemente para apuntar una sonrisa.
–Porque mi alma nació aquí, indistintamente de donde naciera mi cuerpo.
–¿Por qué has tardado diez años en traerme?
–Porque tú necesitabas tiempo y yo también. Yo te he amado, te he entregado mi alma desde el primer momento, desde que te vi aparecer a través de aquella puerta desvencijada y sucia. Pero tú me has odiado desde entonces.
¿Por qué le dolían de aquella manera las palabras de su marido? Era la verdad y sin embargo de repente le parecía tan cruel haber odiado a aquel hombre durante diez años. Estaban atravesando las Cuestas del Cedacero, montañas resecas, sin un árbol, rocas amarillas, naranjas, lilas, sedientas, golpeadas por un sol implacable y pensó que aquel paisaje era su reflejo. Pero en una revuelta, como un regalo que las hadas benéficas hacían a los hombres apareció la gran bahía, el mar azul que sesteaba por la ausencia de aire, sin una ola, como un lago dormido que ronronea al llegar a la playa. Aquella visión la desarmó, su belleza la dejó estremecida. Sedó el odio. En Barcelona había mar, pero aquel era distinto siendo el mismo Mediterráneo, otra faceta, otra forma de relacionarse con la tierra. Me estoy haciendo daño, pensó, estoy permitiendo que mi alma se vaya secando poco a poco y pronto será un telo muerto sin nada en su interior.
Seguían bajando hacia el llano, Isla Plana se encontraba en la parte central del perímetro de la bahía, en la punta izquierda La Azohía, otro pueblo pequeño y a la derecha el Puerto de Mazarrón una urbe masificada que en verano se llenaba de turistas hasta sumar más de cien mil habitantes. Pero estaba lejos, a cinco kilómetros, y esa distancia protegía a Isla Plana.
La “Casa del Alma” la sorprendió. Ella esperaba encontrarse con un gran caserón pero solo era una casa de pescadores, con el exterior y el interior, incluido el suelo, encalados de blanco para rechazar los rayos del sol, las ventanas pequeñas y la puerta de entrada tapada con una cortina, para evitar al máximo el calor y las moscas.
Al entrar sintió frescor y calma, como un mini monasterio donde recogerte y curar las heridas.
La familia de Gerardo Quiroga le recordó a la suya, las mujeres mayores vestidas de negro guardando un luto sin final, las de mediana edad mas abiertas a la moda y las hijas, casi todas de su edad, libres ya de antiguos tabúes. Los hombres como ausentes, incapaces de acceder a aquel mundo de mujeres, un matriarcado perfectamente jerarquizado. La recibieron con naturalidad y Clara Ochoa lo agradeció, liberada de temores y de falsas expectativas.
Habían cuatro habitaciones y cinco familias, así que tuvieron que compartir el cuarto con dos hermanas. Gerardo Quiroga ya estaba acostumbrado y a Clara Ochoa no le importó. Cuando salieron, equipados con el traje de baño y la toalla, él le preguntó si quería ir a los tajos o a la playa y ella le cogió la mano y le contestó que el primer día le apetecía playa.
Los días siguientes trajeron convivencia y confidencias y la familia le descubrió otro Gerardo Quiroga que ella desconocía. Incluso su tía Amelia guardaba unos relatos que él había escrito con no más de veinte años y se los regaló.
Me he atrevido a solicitárselos a Clara Ochoa porque me parece muy interesante conocer los primeros pasos de uno de nuestros mejores directores de cine, y os los transcribo a continuación porque los originales estaban escritos a mano.



EL ERROR
(Relato escrito por Gerardo Quiroga)

Siente frío en los pies. Un frío que amenaza con escalarle el cuerpo. Se levanta y patalea contra el suelo intentando conseguir algo de calor.
La luna está en cuarto creciente e ilumina un mar en completa quietud.
El aire juega lejos de allí.
Sus ojos, a punto de ser atrapados por el sueño, otean un horizonte donde la línea recta no se ve alterada por ninguna silueta que anuncie la inminente presencia de un barco de guerra.
Nunca antes había oído hablar de Isla Plana. Fernando era de Jaén, un mundo de olivos y aceite, nada sabía de mar.
El nombre de Isla Plana lo origina la pequeña isla de no más de 200X100 metros, que se halla frente al pueblo que toma su nombre. Se encuentra en el centro de la gran bahía de Mazarrón, que se cierra por el extremo norte con Cabo Tiñoso y por el sur con el Puerto de Mazarrón. La primera vez que contempló aquella inmensa mancha azul verdosa, el alma le vibró con una frecuencia desconocida. Se le erizó la piel, sus ojos se humedecieron y un sentimiento que confundió con admiración lo desbordó.
Él no lo intuyó entonces, pero su cuerpo supo desde ese momento que no podría vivir alejado del mar.
La guerra lleva ya dos años embruteciendo el país, a él solo hace tres meses que le destinaron a Isla Plana.


Su novia María le ha robado a su madre un pedazo de pan, un tomate, y un trozo de melva que ha sacado del barril donde se hallaba en salazón. Todo reposa ahora a su lado.
Así que Fernando se arrincona y se dispone a comer lo que le ha dado.
Las horas se mueven lentas.
Él y María han conseguido mantener su amor en secreto en un mundo acotado donde todos están al descubierto, no quieren que se entere Juan.
El sopor de la digestión acaba por vencer su resistencia y los ojos se le cierran para poder abrirlos en un mundo de sueños donde la guerra no existe, y el hambre, el frío y la miseria, no se conocen.
El sonido hiriente del teléfono de campaña lo despierta, corre a descolgarlo.
–¡Estás durmiendo o te has quedado ciego, hijo de puta!
La voz se le enrosca en la lengua y tartamudea cuando contesta.
–Es…estoy en el bunker sur, mi capitán y todo está tranquilo.
–Pues empieza a correr hacia el otro, y como no haya nadie, os monto un consejo de guerra que se va a cagar la burra.
–Voy hacia allí y le confirmo, mi capitán.
–No quiero que me confirmes, quiero que empieces a disparar en dirección a Cabo Tiñoso hasta que hundas a los cabrones que están destrozando Castillitos.
–Pero… mi capitán, en Castillitos tienen un cañón más grande, más pot…
–Ellos tienen una mierda con el carenado de giro inservible ¡Qué empieces a correr, coño!


Fernando está corriendo hacia el bunker norte con el cuerpo encorvado, sabe que Ginés está allí, y si no ha empezado a disparar es porque ocurre algo. Inserta la bayoneta en su fusil y abre la puerta de un puntapié.
La escena le encoge el alma, Ginés descansa sobre un charco de sangre. Salta hacia la noche y apoya su espalda contra la pared exterior del bunker, junto al quicio de la puerta, el arma amartillada, el sudor escarchando su rostro.
Escucha atento el silencio.
Entra de forma brusca intentando sorprender al enemigo.
Nada se altera en el interior de la casamata.
Se mueve con agilidad escrutando hasta el último escondrijo, y cuando se asegura de que solo Ginés está con él, empieza a preparar el cañón. Tiene que moverlo tres grados al este. Agarra con fuerza la manivela y empieza a girarlo, luego dispara una, dos, tres veces. La munición está apilada en pirámide a la derecha. Sus movimientos son precisos.
Finalmente una gran explosión, el fuego, y una densa nube negra, lo alertan de que ha dado en el blanco.
Mira a través de los prismáticos.
Aun no está hundido.
Vuelve de nuevo a disparar, una, dos, tres veces, y los dos últimos proyectiles impactan también en el buque de guerra, que se hunde mansamente.
Fernando también se siente hundido, resbala contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Entonces se permite llorar, los sollozos escapan expulsados por pequeñas contracciones del diafragma. El aire entra en sus pulmones repleto de sal, la boca se le reseca, los ojos le escuecen.
Se levanta con movimientos lentos, inseguros, el fusil queda olvidado contra la pared.
Cuando sale de la casamata, una neblina luminosa se está extendiendo por el horizonte.
No regresa a su puesto de vigilancia, se dirige hacia el puente de madera que une la isla con la Playa de los Barcos, sus pasos se encaminan hacia la casa de Sebastián el “Chacho”, el padre de María, el que la ha comprometido en matrimonio con Juan. A esas horas aun no ha vuelto de pescar, tiene que pasar primero por El Puerto de Mazarrón para vender el pescado en la lonja. Pero ella se levanta al despuntar el alba.
Cuando Fernando llega, está salpicando de agua el suelo de tierra para poder barrer la entrada sin levantar polvo.
Sus ojos se encuentran, y en ellos sabe leer María el dolor, la impotencia, la muerte. Su cuerpo se queda inmóvil, las manos agarran el cubo de agua.
–Han matado al Ginés –la voz de Fernando suena extraña, distorsionada.
Silencio.
María sigue quieta, fija la vista en él.
–Estaba en mi puesto, se lo cambié esta noche a última hora porque en el bunker sur hace menos relente y yo no me encontraba bien.
Aquellas palabras la hacen saltar como un resorte. Lo no dicho explota en su cara y el cubo se le cae de las manos encharcando la tierra a su alrededor. Corre hacia él y le abraza mientras estalla en llanto.
–Hemos de irnos ahora mismo, donde Juan no pueda encontrarnos, no nos permitirá vivir si estamos juntos. Si no estás con él no tolerará que estés con nadie. Esta noche, en la oscuridad del bunker, ha confundido a Ginés conmigo, pero la próxima vez no habrá errores.

Fernando y María se alejan de Isla Plana por la carretera que va a las Cuestas del Cedazero, llevan una gastada maleta de cartón y van en busca de un refugio en las montañas desde donde se divise el mar.
Para ellos, la guerra ha terminado
.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Un resfriado de verano

(Verano de 1983)

La opresión en el pecho le había comenzado la noche anterior, su marido le preguntó si se encontraba bien, tienes mala cara, le dijo. Ella contuvo las nauseas e intentó dibujar una sonrisa en su rostro que relajara la inquietud de Gerardo Quiroga.
–¿Estás segura que quieres pasar el fin de semana con tus padre? ¿No sería mejor que te quedaras en cama?
–Hace tres meses que no voy a verlos, se lo prometí a mi madre. No se encuentra muy bien y que mi hermano haya ingresado en la cárcel no la ayuda en absoluto.
En realidad, que su mujer visitara a su familia le molestaba y el tiempo, en vez de disolver ese sentimiento, lo acentuaba. Se había inventado infinidad de excusas a lo largo de los cinco años que convivía con Clara Ochoa para evitar el desplazamiento de su mujer hasta el barrio de La Mina. El no había vuelto, pese a que la película filmada allí le había hecho ganar el Festival de Berlín.
Aquel fin de semana él tampoco se encontraba bien, había discutido con el productor de la película que estaba filmando en aquellos momento, con el diseñador de vestuario, con el director de fotografía y la más grave y la que peor le había sentado, con su mujer. Él le exigió, le ordenó que se quedara aquel fin de semana, venían dos productores americanos y quería que estuviera junto a él, apoyándolo.
Lo que Gerardo Quiroga ignoraba, y nunca supo, es que Clara Ochoa necesitaba desesperadamente ir a casa de su madre, que ya le tenía concertado una encuentro con la tía Moñogordo ( que así la llamaban para no pronunciar su nombre) con la “abortera”.
Estaba de dos meses, y tomar aquella decisión había sido para ella un infierno. En el momento que lo supo todo su ser se iluminó, era algo que había deseado desde que empezó a jugar con muñecas, siempre miraba a las mujeres embarazadas con arrobo, como si fueran vírgenes de una religión de la que deseara formar parte. ¡Le parecían tan hermosas! Los ojos siempre brillantes, la actitud orgullosa de quien se sabe portadora de vida.
Pero pesaba más el odio que aun sentía por aquel hombre.
Nunca le daría un hijo.
Y saber que en aquella acción se unían el castigo a su marido con su propio castigo la tuvo despierta muchas noches.
Cuando llegó a casa de sus padres, la palidez del rostro alertó a su madre.
–¿Estás bien, hija? ¿Has comido todo lo que te dije durante la semana? Tienes que estar muy fuerte para que la Moñogordo te quite a tu hijo.
Las últimas palabras se le clavaron como aguijones en el cerebro y se derrumbó en una silla. Quería gritar, pero solo un hilo de voz salió de su boca.
–No vuelvas a decirme eso, no es mi hijo, no es nada, es solo un montón de células que van a extirparme.
–¡Claro, hija, claro! ¿Estás bien?
–No mamá, llevo toda la mañana vomitando, cuanto antes acabemos con esto, mejor ¿dónde está la tía Eufrasia? ¡tendría que haber venido ya!
Ahora fue la cara de su madre la que se cubrió de ceniza y lanzó un grito de angustia.
–¡Clara! ¡Por el amor de Dios, no vuelvas a llamarla por su nombre! No, mientras ejerza de “abortera”.
En aquel momento una mujer vestida de negro apareció en el dintel de la puerta. Un cuerpo espigado, casi seco, avanzó hacia Clara Ochoa. Se removió inquieta en la silla hasta que la voz de aquella mujer la dejó subyugada, no tenía nada que ver con su aspecto, era suave, envolvente, y el tono tranquilo, sosegado.
–¡No le hagas caso, pequeña, no voy a contagiarte! Son leyendas de beatas ¿dónde está la cocina?
Fue sobre la mesa de la cocina donde Clara Ochoa expulsó todos sus sueños de niña, todas las fantasías en las que se veía ante el espejo con una gran barriga de embarazada, todos los rostros que había recreado en su mente de hermosos bebés que la miraban con cariño.
Vomitó varias veces durante la intervención y al finalizar, su cuerpo estaba tan agotado que se estiró en la cama y durmió el resto del día y toda la noche. Cuando se despertó al día siguiente su madre estaba junto a ella y le hizo beber una sopa que no le supo a nada.
No se sentía con fuerzas para volver a la casa de Gerardo Quiroga, así que su madre lo llamó por teléfono para avisarle que hasta el lunes o el martes no volvería, se había resfriado y estaba en cama con fiebre.
–Ya sabes lo que son estos resfriados de verano, los peores.

viernes, 5 de septiembre de 2008

El clan Ochoa (segunda parte)

(Verano de 1978)

Durante el mes que el equipo de cine estuvo grabando en el barrio de La Mina, Clara Ochoa vivió con un sentimiento de inquietud creciente. Se sentía observada, y raro era el día que no se cruzaba en su horizonte Gerardo Quiroga, siempre con una sonrisa en el rostro, siempre con un gesto amable, pero nunca se acercaba, nunca un ¡Hola, cómo estás! O un ¿Me conoces? soy el director de la película que estamos filmando…
No entabló conversación con ella hasta que una vez acabado el rodaje fue a visitar a su padre, y a esa reunión se sumaron su abuelo, el jerarca del clan, y sus tíos.
Nunca supo lo que se habló en esa reunión, que duró apenas media hora aunque en ella se decidiera el resto de su vida. Su madre intentó ahuyentar sus temores, pero Clara Ochoa sabía que Gerardo Quiroga era un hombre relacionado con el poder, un hombre popular, con éxito, al que se le concedían todos los caprichos, y una persona así podía hacerle daño a su familia a poco que se negaran a sus deseos.
Lo leyó en los ojos de su abuelo y de su padre en cuanto salieron de la chabola. Su madre, que había sido requerida hacía unos minutos, salió detrás de los hombres con un pañuelo anudado entre las manos en cuyo interior se encontraban las escasas pertenencias de Clara Ochoa.
De su rostro no cayó ni una lágrima, era demasiado orgullosa y sabía que toda resistencia era inútil. Su madre sí lloraba, y la abrazó al entregarle el hatillo. Mi pequeña, ten mucho cuidado, le susurró al oído. El silencio parecía esconder todas las palabras que querían ser dichas. A Gerardo Quiroga se le veía nervioso, las manos en los bolsillos, cambiando constantemente de postura, como si le fuera imposible acceder a la que correspondía adoptar en ese momento.
Clara Ochoa se arrodilló ante su abuelo para recibir la bendición. No se trataba de una boda gitana, pero había ritos que no podían ser omitidos.
–Clarita, has traído la bendición a esta familia que gracias a ti podrá abandonar esta chabola, quiero que lo sepas y que te sientas orgullosa. Él nos ha prometido que podrás visitarnos cada semana, si tú quieres, y yo le he prometido que eras virgen y que le serás fiel, que todo se cumpla y que Dios te bendiga.
Clara Ochoa se levantó después de besar las manos de su abuelo y se acercó a su padre para abrazarlo con todas sus fuerzas. Él no tenía la culpa, él no la habría abandonado, pero se debía al clan. A punto estuvo de rendirse al llanto, pero se había jurado que aquel hombre nunca la vería llorar y menos ante su familia.
Subió al coche, y como si fuera el momento de su muerte, una película de su corta vida atravesó su cerebro. Cerró los ojos para concentrarse en ella y sin darse cuenta se quedó dormida.
La despertó la voz amable de Gerardo Quiroga:
–¡Clara, Clara! Ya hemos llegado, despierta, por favor.
Estaban en un parking. Durante unos segundos se sintió desconcertada, pero el rostro del hombre que la había separado de su familia la devolvió a la realidad más inmediata.
Bajó del coche y lo siguió hasta el ascensor que comunicaba directamente con el rellano de su casa. Cuando entró en ella, Clara Ochoa no pudo ocultar un gesto de admiración, nunca había visto algo tan hermoso. Solo en las películas.
La casa de Gerardo Quiroga seguía a rajatabla las últimas tendencias. Uno de los totems del diseño en Barcelona, la casa Vinçon, se la había decorado, y su mano se notaba en los espacios anchos, los muebles justos y la simplicidad casi espartana. Los colores de las paredes tenían como preferencia el blanco y algunas estaban pintadas en colores suaves. La sorprendió la ausencia de cortinas.
Ella lo fue siguiendo por un pasillo lleno de estanterías repletas de libros hasta un cuarto ancho, con un gran ventanal y una cama de matrimonio en la pared frontal a la puerta. Le deseó buenas noches y por primera vez la tocó. Puso las manos sobre sus hombros y le dio un beso en la frente. Luego cerró la puerta tras de sí. Ella se quedó en la misma postura durante varios minutos, como una estatua que hubiera venido a adornar la habitación. La despertó de su ensimismamiento unos golpes en la puerta y la voz desde el exterior que le preguntaba:
–He olvidado preguntarte si tenías hambre ¿Te apetece cenar?
–No, Gracias.
Fueron las únicas palabras que salieron de la boca de Clara Ochoa desde ese momento, hasta que, desnuda, se deslizó entre las sábanas para sentir en todo su cuerpo la suavidad y la frescura que consiguieron relajarla y predisponerla al sueño.
Por la mañana la despertó una mujer de voz enérgica. La informó que era su preceptora, la encargada de su educación, y que aquella mañana tenían que ir de compras .
Fue un día de gran actividad, no solo compraron ropa, también adquirieron libros y material escolar. Teresa Suárez resultó ser una mujer amble pese al tono de su voz, de una edad aproximada a la de su madre. Eso hizo que se rindiera de inmediato ante ella. Eso, y el hecho de que en ningún momento se sintió juzgada, ni un asomo de sombra en los ojos de aquella mujer.
Cenaron los tres unos espaguetis cocinados por Teresa y la conversación la llevaron mayormente Gerardo Quiroga y ella, que le informó de todo lo hecho durante el día. Clara Ochoa enmudecía ante la presencia de aquel hombre.
Al acabar de comer, la mujer se quedó fregando platos y arreglando la cocina mientras Clara Ochoa se dirigía a su cuarto seguida por Gerardo Quiroga, que esta vez no se quedó en el exterior. Entró junto a ella y se sentó en el pequeño sillón situado frente a la ventana. El delgado cuerpo de la muchacha se quedó rígido y los ojos volaron hacia el exterior para fijarlos en una luna llena creciente que parecía la C de su nombre al revés, como una metáfora de su estado de ánimo.
Cuando sintió las manos sobre ella, bajando con suavidad los tirantes del vestido a través de sus brazos, el cuerpo, además de rígido, se le quedó vacío, su piel inhibió el tacto y ya no sintió nada más, los ojos fijos en la luna.
Solo oyó la voz lejana de Gerardo Quiroga:
–¡Dios mío Clara, eres tan hermosa…!

viernes, 29 de agosto de 2008

A veces una explicación es necesaria

Hace tres días que volví de un viaje un poco especial. Podréis pensar que estaba de vacaciones, pero en realidad no es así. Cierto que he tenido tiempo de bañarme, pero el resto del día lo ocupaba la investigación que he llevado a cabo en Isla Plana, el pueblo donde Gerardo Quiroga se aislaba para trabajar en sus proyectos.
Perdonar este preámbulo, no entrar directamente en el relato, pero necesito que sepáis lo que he descubierto para que entendáis mejor las acciones de Gerardo Quiroga, el hombre que compartió los últimos treinta años de su vida con Clara Ochoa.
En su carta ella me contaba el inicio de la relación entre ambos, pero los hechos me parecieron que dejaban a su compañero demasiado oscuro para mi gusto. No quería novelar las circunstancias que los unieron sin conocer la versión de la otra parte pero, como muchos de vosotros sabréis, porque se ha hablado repetidamente en los diarios y las revistas especializadas, Gerardo Quiroga murió hace siete meses. Mi posición no era nada fácil porque había adquirido un compromiso con vosotros y con Clara Ochoa, pero la imagen pública de un artista merece todo mi respeto y no quería decir nada que no se ajustara a la verdad, así que no me quedaba otra alternativa, debía hablar con personas cercanas a él, lo más cercanas posibles, así que me dirigí a donde vive la mayor parte de su familia y donde conserva amigos de juventud, el pueblo de Isla Plana. Está en la costa murciana, en el centro del perímetro de una impresionante bahía en cuyas puntas se alzan el Puerto de Mazarrón a la derecha y La Azohía a la izquierda.
Cuanto he averiguado en absoluto desmiente la historia de Clara Ochoa, pero le da otros matices, una gama de grises entre el blanco y el negro que estimo necesaria.
Gerardo Quiroga nace en Barcelona en un momento muy convulso, durante la Guerra Civil, los alimentos escasean y su madre decide irse a su pueblo cuando el bebé cuenta tres meses. La historia de ese viaje da para una novela, pero os la explicaré en otra ocasión. Permanecen allí hasta que el pequeño cumple año y medio y luego retornan a Barcelona. Desde ese momento, durante los tres meses de verano, Gerardo Quiroga regresará todos los años a Isla Plana para pasar allí las vacaciones, acompañado de su madre o de cualquiera de sus tías,.
Pero es en el verano de 1952 cuando ocurren los hechos que quiero relataros.
Por toda la comarca se extiende la voz de unas llamémosles curaciones milagrosas, realizadas por una muchacha de la edad de Gerardo, quince años, que se ha refugiado en la iglesia de Tallante, turbada ante un don que no controla, buscando respuestas en el único lugar donde se siente segura. Como suele ocurrir en esas ocasiones, la gente acude entre curiosa y expectante y Gerardo Quiroga lo hace junto a sus tías y otras mujeres del pueblo, en una especie de romería que entre cánticos se dirige a Tallante, a su iglesia, para ver a la que ya todos apodan “La Santica” .
El espectáculo que se encuentran al atravesar el ancho portalón de entrada a la iglesia impresiona al joven Gerardo. Delante del altar, con la mirada perdida entre los cientos de velas encendidas que la separan de la muchedumbre se encuentra “La Santica”, arrodillada, con las manos en cruz, moviendo sin parar los labios en lo que parece una oración eterna. Su rostro, enmarcado por un pelo negro azabache que le llega a la cintura, la hace aparecer como una virgen niña a la que le hubiesen arrebatado a su hijo Jesús, el dios-hombre.
El joven Gerardo Quiroga acude desde entonces casi cada día para contemplar a “La Santica” Se levanta cuando el sol sale y anda los doce quilómetros de montaña que lo separan de Tallante. Está enamorado, la ama con la fuerza obsesiva del primer amor adolescente y un día no puede contenerse más, salta sobre las velas y se aproxima hasta quedar a escasos centímetros de ella, que parece ignorarlo, que no desvía su mirada de la llama de los cirios. Coge su mano y se la acerca a los labios, “La Santica” lo mira décimas de segundo, hasta que sus ojos viran al blanco y cae al suelo. Le había sobrevenido un ataque de epilepsia y toda la hermosura de aquel ser idealizado se transformó en un ente retorcido, babeante, que lanzaba alaridos de animal herido a la densa atmósfera de la iglesia y se convulsionaba como si el diablo hubiera ido a refugiarse en aquel cuerpo delgado, casi transparente.
Gerardo Quiroga se apartó como si quemara, no pudo soportar la visión y salió corriendo de la iglesia. No paró de correr hasta llegar a Isla Plana en estado de shock, los ojos arrasados en lágrimas.
No le permitieron volver a Tallante y la muchacha murió aquel invierno.
Según me confirmaron varias personas, el Gerardo Quiroga que conocían hasta entonces desapareció, su carácter cambió por completo, se mostraba huraño, encerrado en sí mismo, cultivando, supongo, el mundo tan especial que nos mostró en sus películas.
Esta es la historia que quería referiros, no quiero alargarme más, solo darle las gracias a todas las personas que este verano me han ayudado en Isla Plana y a Javi por poner la nota en el blog al ver que no podía conseguir enlace con Internet.

EL CLAN OCHOA
(Verano de 1978)

Hasta el Forum Universal de las Culturas que se celebró en Barcelona el verano de 2004, el barrio de La Mina era el más degradado, una zona donde aun existían chabolas, vivero de drogas, convertido en un desolador barrio-gueto al que pocos, que no pertenecieran a él, se atrevían a entrar.
Clara Ochoa nació allí, un once de Julio de 1963, de etnia gitana, perteneciente al Clan de los Ochoa. Esta familia se dedicaba a pequeños hurtos, que cometían los más jóvenes y al servicio de vigilancia para las inmobiliarias en los edificios que se hallaban en construcción. Aunque la escolarización era obligatoria, Clara Ochoa solo asistió al colegio hasta que tuvo siete años y fue una de las afortunadas, sus hermanas pequeñas apenas consiguieron dos años de estudios, obligadas desde muy pequeñas a ejercer la mendicidad.
Ocurrió un veintitrés de Julió. Los chiquillos jugaban esperando la comida mientras Clara Ochoa hablaba con su madre de dos mozos que empezaban a rondarla. De repente, un griterío las hizo asomarse a la ventana de su chabola y oyeron como los críos gritaban: “¡Son los del cine! ¡Son los del cine!”
Hacía ya varios días que estaban filmando en diferentes zonas del barrio de La Mina y sus habitantes lo vivían con curiosidad y expectación. Ella se acercó a la puerta justo en el momento que un Gerardo Quiroga sonriente y rodeado de chavales pasaba por delante. De repente el hombre la vio y su cuerpo frenó bruscamente. Se quedó frente a Clara Ochoa como si un poderoso imán le impidiera moverse, sus ojos fijos en los de ella. No duró más de quince segundos, pero fueron tan intensos que todo lo que se hallaba a su alrededor pareció moverse a cámara lenta. Tan imprevisible como la primera reacción fue la segunda, Gerardo Quiroga empezó a correr en dirección contraria hasta alejarse de unos niños y una muchacha que no entendieron lo que estaba pasando.
Más tarde, Clara se lo explicaría a su madre como algo inquietante que la había dejado confusa y con un extraño miedo en el cuerpo, aquel hombre, que podía ser su padre, la había mirado con el mismo deseo con que lo hacían los dos muchachos que la cortejaban.