sábado, 20 de marzo de 2010

SOLEDADES


JLS347 – Video 502


A mi siempre me han gustado las rubias, claro que si no hay rubias, me conformaré. Pero necesito que sea fuerte y trabajadora y puestos a pedir que sepa cocinar y que sea amable y buena y también un poco puta, para que les voy a engañar. ¡Ah!, también quiero que mida menos de 165 centímetros. Lo que no soportaría, es una mujer mas alta que yo.


–Ves lo que te dije Lucía, siempre está igual, mirando por la ventanilla ¡Me pone de los nervios! La cogería por los hombros y la sacudiría hasta que reaccionara.

–No seas bestia, Juana, a ti que más te da como esté, procura calmarte, no creo que tengamos que pasar juntas mucho mas tiempo.

–¡CAAARMEN!

–¡Joder Lucía! ¿por qué chillas de esa manera? No soy sorda. Estoy en la misma habitación ¡Siempre estamos en esta habitación!

–Perdona, habla con Juana y procura calmarla. A la que nos descuidemos es capaz de montar un cirio. Voy a ver como está Teresa, ayer aun tenía bastante fiebre.

SAP767 – Vídeo 503

Me da lo mismo, mientras joda bien. Bueno... también que sea limpia. Bueno... la verdad es que me da igual. Bueno, en realidad es que me obligan. ¡Yo que sé!... ¡ya está!... esta cámara me está poniendo nervioso.

–Lucía, no me digas que no es para estamparla contra el vidrio. No ha dicho una sola palabra, ni una sola puta palabra.

–Carmen, díselo tu, a ver si a ti te hace mas caso.

–Ya nos avisaron Juana, nos lo dijeron, y tu estuviste de acuerdo, como todas las demás.

–Si, lo sé, pero... ¡joder! no puedo evitarlo.

–Tienes cosas con las que distraerte, y en la pantalla hay unidades de relajación ¿Por qué no miras alguna? A mi me han ido bien.


BNU921 – Vídeo 504


Ya se que puede sonar un poco extraño y hasta inadecuado pero... habéis dicho que sea sincero. Yo desearía que fuera culta, que le gustara leer y la música, que no fuera demasiado aficionada a la pantalla. No me importa si es fea, yo tampoco soy muy deseable, pero agradeceré que sea amable y alegre.


–¿Quien era que conocía a Berta, tú o Carmen?

–No, yo no Juana, creo que era Teresa. Si vas a hablar con ella procura no cansarla demasiado, aun está muy débil.

–Hola Teresa ¿Cómo te encuentras? Yo te veo buena cara,

–Si, estoy mejor, pero he llegado a creer que no podría seguir. Me gustaría ser tan fuerte como tú, que de mi cuerpo emanara esa energía que a ti te sale por todos los poros. Nunca has estado enferma ¿verdad Juana?.

–No, la verdad es que no, pero no creo que eso sea ninguna virtud. Oye Teresa ¿tú conocías a Berta antes del viaje, verdad?

–Si

–¿Qué le pasa, por qué es así?

–¿Te envía Lucía para que intente convencerte de que la dejes en paz? No creo que nadie quisiera estar en su lugar. Desde los cinco años Berta ha trabajado sin descanso hasta conseguir ser una de las mejores bailarinas que han actuado en nuestros escenarios. La danza es su vida.

–¿Pero... si es coja, es... una tullida?

–Si, desde el accidente provocado por ella, en el que su padre, su marido y su hija perdieron la vida y ella se dio un fuerte golpe en la cadera y en la frente. Estuvo durante dos años en coma. Su madre no lo resistió y murió seis meses antes de que ella recuperara la conciencia. Creo que podrás imaginarte el dulce despertar.

–¡Vaya mierda!


GUJ519 – Vídeo 505


Me ascienden a capataz y ya conocéis la política. Me ha sido sugerido que un capataz soltero no es precisamente un buen ejemplo. Necesito tener hijos y cuanto antes mejor. Solo pido una cosa, que sea fuerte, que tenga salud.


–¿Juegas con nosotros Carmen? Solo somos tres. Necesitamos una más para hacer dobles parejas y ya sabes, Berta es a su ventanilla lo que su ventanilla es a Berta.

–Si, ahora vengo. Y no seas tan irónica que no te va.

–¿Qué insinúas, que soy demasiado simple? No llego... a tu nivel intelectual.

–No eres simple. Eres bruta, patosa, quisquillosa, neurótica, pero simple, no, en absoluto.

–Vaya Lucía, como mínimo eras psiconeuróloga antes de conocerte.

–No cariño, era puta y ya sabes, eso te da mucha experiencia. ¿Y tú, qué eras tú Juana?.

–Una mujer de pueblo. Una mujer de pueblo que se quedó viuda y a la que su nuera dejó en la puta calle.

–Buen grupo nos hemos juntado.

–No. Nos han juntado y el Gabinete sabrá por qué.

–Somos cinco mujeres, una bailarina tullida, una puta, una viuda, una mujer enferma a la que le han recetado oxígeno para salvar su vida y yo.

–Si, y tú. Una bailarina tullida, una puta, una viuda, una mujer enferma a la que le han recetado oxígeno y una psicópata regresiva a la que le va la marcha.


MNX212 – Vídeo 506


Desde que murió mi madre, hay un vacío en mi vida. Y me diréis que vaya tontería que os estoy diciendo, que claro que hay un vacío, estoy solo ¡SOLO! Eso me puede. Aguanto el trabajo, las duras condiciones climáticas, la pésima comida, pero necesito tener a alguien. Alguien que me cuide y a quien cuidar. Sabéis por mi ficha que soy homosexual, pero quiero dejar claro que cuando firmé el contrato sé que me comprometí a tener hijos. Me gusta mi trabajo y no estoy dispuesto a perderlo.


–¡Que hermoso es!

–¿Habéis oído? ¡no me lo puedo creer! Berta está hablando.

–¡Que hermoso es!

–El qué, Berta, ¿qué es hermoso?.

–¡Que hermoso es!

–¡Joder! Acércate Juana, ves a ver que coño está mirando Berta.

–¡Es... increíble! ¡EH!, VENIR TODAS, ACERCAOS. Es... azul. Nunca me lo imagine de ese color.

–Que maravilla, no había visto nada igual en mi vida.

–Cierto, es hermoso. Es resplandeciente.

–¿Cómo se llama, Carmen? A ti te lo dijeron ¿verdad?.

–Tierra, se llama Tierra. Por nuestro anterior Primero. El planeta se descubrió durante su mandato.

sábado, 13 de marzo de 2010

Rebeca

Aquella noche Víctor había atacado a Rebeca Solé de forma sistemática, quizá por eso, al finalizar la sesión de terapia gestáltica la invitó a tomar una copa mientras el resto del grupo se desperdigaba.

Posible sentimiento de culpa pensó ella, pero aceptó, no le apetecía quedarse sola y empezar a pensar en todo lo que había sucedido en el interior del círculo. Además, desde el primer momento Víctor había captado su atención. No era especialmente guapo, pero Rebeca nunca había prestado interés al exterior, lo que realmente la desarmaba era la inteligencia, y en Víctor adivinaba mundo, cultura y una gran habilidad para la conversación. Su marido, Julián Mora, se había aislado durante quince días en un pequeño pueblo de L’Empordà. Cada vez lo hacía más a menudo, Víctor podía ser un buen sustituto.

Intuyó algo oscuro, una indefinible sensación de peligro, pero se deshizo de ella antes de que pudiera alterar su necesidad de no pensar, de no enfrentarse a todo el raudal de sentimientos que la sesión de terapia había dejado al descubierto. No quiso pensar que aquel no era un buen momento, que se encontraba en un estado de indefensión donde cualquiera podía penetrar en su interior y manipularlo sin que encontrara ningún obstáculo.

El local donde entraron era amplio, decorado sin duda en los lejanos años sesenta. Al fondo, excesivamente iluminados, se hallaban seis billares americanos, cinco ocupados por un grupo de turistas asiáticos que jugaban creando un gran alboroto y uno por una pareja extraña que permanecían en el más absoluto silencio. Sus movimientos pausados contrastaban con los apresurados y caóticos de los japoneses ¿o eran chinos? Rebeca pensó que le parecía extraordinario que pudieran distinguirse unos a otros. Se sentaron algo alejados para poder hablar, pero la mirada de ella se había quedado suspendida del hombre y la mujer vestidos de negro y de los movimientos que realizaban, semejantes a un ballet contemporáneo perfectamente sincronizado.

Durante unos segundos su mirada se cruzó con la de la mujer, que le regaló una sonrisa.

Victor pidió un martini seco, ella un whisky sin hielo. La conversación la inició él y de lo primero que habló fue del marido de Rebeca Solé. Le comentó que hasta aquella tarde no había sabido que era el gran Julián Mora, uno de los directores de cine que más admiraba, que debía ser apasionante compartir la vida con un hombre así, que por qué nunca hablaba de él en las sesiones de terapia, que vaya una suerte haberla conocido y por fin la petición que deseaba hacer desde el principio:

–Me encantaría pasarme algún día por tu casa para poder conversar con tu marido.

Menudo hijo de puta, pensó Rebeca Solé, primero me jode en la terapia y ahora me humilla ignorándome, para que quede claro que yo no soy nadie, que a nadie le importo, soy, simplemente, el escalón que lleva hasta mi marido.

Si de algo le estaba sirviendo la terapia, era para reconocer a los imbéciles y para dejarles claro que no tenía por qué aguantarlos, así que se bebió de un trago el whisky que aun le quedaba en el vaso, recogió su bolso, y mientras se levantaba le tiró lentamente a la cara, sílaba a sílaba, la palabra jó-de-te, como si esa fuera la despedida más adecuada, la más correcta, la más amable.

No se giró. Salió a la calle y caminó unos metros, luego se detuvo y se escondió en el interior de un portal desde donde podía ver la entrada del bar.

Su compañero de terapia tardo cinco minutos en salir y se alejó en dirección contraria a la que ella se encontraba. Rebeca permaneció oculta durante una hora más, no era Víctor quien le importaba, tenía un pálpito, una necesidad y hubiera esperado más tiempo, el necesario, en un estado de aletargamiento que le era fácil conseguir, sin pensar, sin plantearse nada, porque plantearse algo era aceptar que había buenas y malas decisiones.

Cuando vio salir al hombre y la mujer vestidos de negro, enseguida recuperó el estado de alerta y los siguió, a cierta distancia, durante diez minutos, hasta que vio como la mujer se despedía con dos besos en la mejilla y el hombre seguía su camino. Entonces, empezó a acortar distancias.

La luna llena no permitía que las sombras se adueñaran de las calles, y el intenso calor que había tragado el asfalto durante el día, hacía que el relente de la noche se evaporara con solo posarse sobre él, creando una neblina lechosa que jugaba entre los pies de Rebeca Solé y el hombre vestido de negro, como un primer vínculo que conectara sus cuerpos.

El semáforo en rojo fue la oportunidad que estaba esperando. Acabó de acercarse a él, y mientras lo hacía, notó el fuerte olor que exudaba el cuerpo del hombre. Aspiró complacida el aroma ácido y dulzón mientras su voz desgranaba las primeras palabras que iniciaban el ritual de seducción.

–Hola, nos hemos visto en el Snoker. ¡Me encanta cómo juegas al billar! Siempre he querido aprender.

La noche había perdido la claridad de hacía unos minutos al tapar la luna llena una nube densa y oscura. El hombre vestido de negro y Rebeca Solé seguían andando lentamente, saboreando el paseo. Él apenas respondía con monosílabos a las preguntas de ella, pero sus ojos no habían dejado de escanear, como un radar perfectamente equilibrado, hasta el último rincón de su cuerpo.

Se detuvo en los pies.

Ella notó la insistencia de su mirada y un leve cosquilleo se instaló en su nuca, conocía aquella sensación, durante unos segundos se sintió inquieta.

El hombre vestido de negro nunca se había detenido a pensar por qué le atraían los pies, simplemente era así, y si estaban enfundados en zapatos de talón de corte clásico, el deseo se convertía en ansiedad, en una necesidad irreprimible de liberarlos de su encierro, de acariciarlos, de chupar y mordisquear los dedos.

Rebeca Solé nunca llevaba zapatos de talón, sus pies eran menudos, de proporciones casi áureas. Él lo había apreciado de una ojeada y en su mente ya notaba su suave tacto acariciándole el pecho, bajando lentamente hacia su sexo y apretando con suavidad el pene. La reacción inmediata fue llevarse la mano derecha hacia la entrepierna para recolocarlo. Había iniciado una erección.

Rebeca Solé advirtió a la vez el desasosiego del hombre y su creciente excitación.

El siguiente gesto de él, fue juguetear con el pañuelo de seda que ella llevaba rodeando su cuello a modo de foulard, mientras los dedos, tropezaban como por casualidad con la piel. La contestación a ese gesto fue inmediata, Rebeca se paró, enfrentó su cuerpo a pocos centímetros del hombre y le despejó con suavidad la frente de unos mechones de pelo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó su mano por la mejilla hasta el cuello y luego fue uno de los dedos el que, como creando un camino en la nada, se paseó por el pecho hasta topar con el primer botón de la camisa.

Todo fluía como un ballet repetidamente ensayado. Las palabras se habían retirado para dejar paso a las emociones, a los deseos, a los sentimientos más primarios.

Los labios verticales de Rebeca Solé se habían humedecido y le transmitían un calor agradable. Una parte de ella, que no podía creer que actuara con la normalidad que lo estaba haciendo, contemplaba con asombro a una mujer salvaje, primitiva, que estaba emergiendo del rincón más oculto de su ser. Encerrada, aislada, escondida desde ya no recordaba cuándo.

El hombre vestido de negro la empujó sin violencia hasta apoyarla en la pared de un edificio, le cogió el pañuelo de seda del cuello y con él le ató las manos a la espalda. La sensación de indefensión la excitó hasta tal punto que se entregó por completo. Él apretó su cuerpo contra el de Rebeca y subió su rodilla por entre las piernas de ella presionando suavemente, al mismo tiempo que la besaba repetidamente en el cuello.

La bocina de un coche, estridente y grosera, junto a las risas de los jóvenes que lo ocupaban, los hizo separarse de forma instintiva. Siguieron su camino cogidos de la mano, con las miradas manteniendo el caudal de emociones.

Las palabras seguían ausentes.

Cinco minutos después, entraban en la portería del edificio donde vivía el hombre vestido de negro. La puerta aun no se había cerrado cuando ella se encontró suspendida en el aire contra la pared, sus piernas rodeándole las caderas, apoyando su sexo contra el del hombre. Él lo halló viscoso, húmedo, anhelante y arremetió con furia, casi con desesperación. El ritmo frenético, delirante, hizo que el primer orgasmo estallara en el cerebro de Rebeca. El segundo llegó pocos segundos después unido al de él.

Los dos respiraban trabajosamente cuando se encendió la luz y el chasquido del ascensor les avisó de que alguien estaba bajando. Él cogió su mano y ambos subieron las escaleras hasta el segundo piso. Al entrar en el pequeño apartamento ella pensó que continuaría la furia, pero se equivocó. De repente los gestos del hombre se habían vuelto lentos, suaves. La despojó de la ropa sin permitir que ella hiciera lo mismo con él, tomándose su tiempo, una a una, con sumo cuidado, como si Rebeca Solé fuera una pieza de arte exquisita y frágil.

Estaba desnuda en medio de la sala de estar, viendo como él había cogido su pañuelo de seda y se lo había puesto alrededor del cuello. Luego empezó a desnudarse sin dejar de mover las caderas, exhibiendo de nuevo un abultado paquete. Por cada prenda que caía flácida al suelo, el hacía un nudo en el pañuelo. Hizo tres en una de las puntas y dos en la otra.

Rebeca Solé lo miraba hechizada ¡era tanta la sensualidad que despedía el cuerpo de aquel hombre!

Al unirse los dos sobre la alfombre, ella notó como una de las manos de él buscaba su ano e introducía en él uno de los nudos, después besó su vientre mientras le colocaba un nudo del otro extremo en el sexo. Rebeca Solé entendió que era un juego y se abandonó al notar que repetía la operación mientras lamía sus pies y mordisqueaba el dedo gordo, luego la mano del hombre empezó a masajearle el clítoris mientras se arrastraba sobre su cuerpo hasta la boca y la llenaba con una lengua rápida, enervante, que contrastaba con la lentitud de los gestos.

Ella pensó que no podría resistir más cuando el último nudo era introducido entre los labios verticales como un bombón que endulzaría su interior. La lengua nerviosa del hombre se trasladó de la boca de ella al clítoris, y jugó con él como si fuera un caramelo dulce, refrescante. El orgasmo se abría paso sin obstáculos, él lo intuyó y tiró del pañuelo de seda hacia fuera liberando los nudos de su encierro consentido. El cuerpo de Rebeca Solé se convulsionó y su cerebro estalló en mil sensaciones. El orgasmo se prolongó hasta sentir que su cuerpo volvía a contener un pene erecto, ansioso, que se movía en su interior excitándola, conduciendo su cuerpo hacia mundos que desconocía.

viernes, 5 de marzo de 2010

El abuelo Sebastián

5.00 am.

El ruido del camión que vuelca en su vientre los desperdicios de los contenedores de basura me arrebata el sueño.

Aun no ha amanecido.

Mis percepciones viajan hacia atrás en el tiempo, cuando lo único que tranquilizaba mi corazón infantil insomne, era el ruido sincopado del bastón de mi padre, el sereno del barrio, en su paseo lento, vigilante, pregonando el paso de las horas

–¡Las cinco en punto y serenoooo!

Los sonidos se remansan cuando la lluvia los envuelve, y las ruedas del camión, al alejarse, simulan en mis oídos siseos de serpientes que se deslizan sobre el asfalto mojado.

6.30 am.

La duermevela me hace flotar en un espacio sin tiempo.

–¡Las seis y media y serenoooo!

Mi cuerpo se revuelve entre las sábanas buscando el sueño, anhelando el sosiego.

La lluvia se ha disfrazado de diluvio y ahoga todos los sonidos.

8.00 am.

El despertador dispara su alarma contra mi cerebro.

Me levanto inquieto.

Mi hijo me observa desde el dintel de la puerta. Contrastado contra la suave luz que se filtra desde el pasillo, su silueta me conmueve, e instintivamente me acerco a él con los pies descalzos.

Lo abrazo.

–¿Dónde está el abuelo Sebastián? –pregunta mi hijo con la voz velada por el llanto–. Ayer no vino a darme las buenas noches y su cama está vacía.

–¡Las ocho en punto y serenoooo!

Cojo en brazos a mi hijo, y mientras me dirijo hacia la cocina, nace en mi interior un movimiento pendular que pretende acunarlo, protegerlo de mis propias palabras, de mi propia voz.

–El abuelo Sebastián ha muerto, hijo, se ha ido. Te prometo que a partir de ahora, vendré yo cada noche a desearte hermosos sueños. Juntos le recordaremos, mientras me cuentas las viejas historias de sirenas que solo a ti te narraba el abuelo Sebastián.

El abuelo Sebastián había sido pescador.

En el pequeño pueblo de Isla Plana su traina era la más cuidada, la más pulcra. Calafateada dos veces al mes, nunca entró ni una gota de agua en su interior. Las tres lámparas de petróleo instaladas en ella, fulgían con una llama brillante, las mechas empapadas, siempre en perfecto estado.

Alumbraban la noche para atraer a los peces a un falso día, a una mentira, pero a las viejas sirenas, insomnes, parecía no importarles, y le cantaban a Sebastián hermosas canciones de héroes milenarios.

El Ginés y su cuñado Cristóbal, eran los dos hombres que compartían con él las noches, como cómplices secretos de las aventuras que el mar les regalaba, y que noche tras noche, un día muy lejano, le contaría a su nieto Miguel. Gines y Cristóbal, añoraban las limpias sábanas donde sus mujeres reposaban, ajenas a los peces, a la luz de petróleo, a las sirenas. Sebastián estaba solo.

Todo acabó cuando murió el Ginés.

Se lo llevó la mar mientras Sebastián y Cristóbal dormían.

Ya no volvieron a salir, ni a alumbrar con la luz a los peces, ni a coquetear en silencio con las viejas sirenas.

Sebastián se fue secando lentamente hasta que solo el salitre recubrió su alma.

Fue entonces cuando decidió marchar de Isla Plana.

Su madre le llenó la vieja maleta de cartón con camisas limpias, y el único pantalón de repuesto que dormía en el armario. También acomodó pan recién hecho, huevas de mújol, almendras para acompañarlas y un buen trozo de queso.

Salió del pueblo caminando, sin volver la vista atrás, solo después de recorrer las empinadas curvas de la Cuesta del Cedacero, al llegar al pequeño puerto entre montañas, el cuerpo se negó a obedecerle y se volvió hacia la bahía que tantas veces había recorrido con la traina. Se sentó sobre una piedra, hechizado por la belleza del paisaje, sin poder apartar los ojos de él. Al rato apareció el coche de La Torre, un destartalado autocar que hacía el viaje desde el Puerto de Mazarrón hasta Cartagena, y “El Pijala”, su conductor, se paró a pocos metros de Sebastián.

–¡Sube! Me ha dicho tu madre que tienes que coger el tren de las once para Barcelona, ya me ha pagado el billete.

Una tenue brisa recibió a Sebastián al entrar en la estación de Cartagena, atenuó el calor que sentía, y transportó hasta su olfato los mil olores que viajando desde lugares lejanos y ajenos, llegaban escondidos en los vagones y se unían a los que desprendían los andenes, la cafetería y los urinarios, amalgamándose, creando ese olor acre y dulzón que te penetra, y te instala en la antesala de lo desconocido.

Consiguió un asiento en los duros bancos de madera de los vagones de tercera, que le permitió dormitar en duermevela, agitado por el traqueteo del tren, y recordó con nostalgia el suave mecer de las olas, y a su amigo Cristóbal, y a su amigo Ginés, y los ojos se le inundaron de agua salada.

Barcelona lo recibió con lluvia.

Llevaba cien pesetas, eso debía bastarle para coger un taxi y pagar el primer mes de pensión. El Antonio, que había llegado un año antes, le había prometido un trabajo nocturno. “¡Cómo tú ya estás acostumbrado!” le dijo, y al cabo de dos días, empezaba su primera ronda como sereno en el barrio de La Ribera.

Un año más tarde llegó a su vida Francisca, su mujer, y después su hijo Pedro, y pudo comprarse un pequeño piso en el mismo entorno donde trabajaba. Francisca, antes de acostarse, le bajaba un termo con café, y las sirenas, sus viejas amigas, nadaban frente a las playas de Barcelona.

En las noches sin luna, les permitía acercarse a la playa un hechizo milenario, que convertía su extremidad inferior recubierta de iridiscentes escamas, en dos piernas de piel suave que les transmitían el fresco tacto de la arena húmeda. Pero los seres mortales no podemos verlas, solo oír sus voces embrujando nuestro corazón.

Por eso, cuando una suave melodía surgía de la penumbra de los soportales, en el viejo barrio de La Ribera, Sebastián sonreía, y picaba con su bastón acompasadamente en el suelo, acompañando el rítmico canto de las sirenas.

Se sentía feliz.

–¡Las tres y media y serenooooo!