viernes, 28 de noviembre de 2008

En Alas del Ave

Tenía sueño, los ojos enrojecidos. Mi hija me acababa de gritar por el móvil toda clase de cariñosos insultos por mi, por lo visto, irresponsable ocurrencia de aprovechar dos billetes de tren. Era noche cerrada cuando salí de mi casa esta madrugada y eso es algo extraño en mí, me atrevería a calificarlo de inaudito. Pero a veces “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” y pasas, de estar ante tu ordenador sometiendo a las más descabelladas aventuras a tus personajes, a sufrirlas en carne viva (a veces mi hija tiene razón al opinar que arrastro un 20% de locura y va subiendo, las cosas raras de mamá, las califica).
Pero vamos a lo que vamos.
Llegué a Madrid a las nueve de la mañana aproximadamente y lo primero que hice fue meterme en una de las cafeterías que se encuentran en la estación para tomarme dos croisants a la plancha a los que unté con mantequilla y acompañé con un café con leche corto de café y muy caliente. Es un placer que solo puedo darme cuando voy a Madrid, porque por alguna extraña razón, que aun no he logrado desentrañar, en Barcelona no los encuentras.
Ya estoy despierta, saciada y a punto para comenzar la aventura.
Paro un taxi y le doy la dirección que tengo anotada. Pero justo en el momento que acabo de pronunciarla me entra como un estado premonitorio que está intentando avisarme de algo, aunque no logro definir qué.
–¡Espere un momento! ¡espere un momento! –le digo al taxista mientras intento decidir si mi hija es más adulta que yo y lo que tengo que hacer es seguir su consejo, pasearme por el Reina Sofía y El Prado y luego volver a Barcelona, o si, por el contrario, lo que tengo que hacer es echarle valor y pensar que quien ha educado a mi hija he sido yo y que tengo suficiente criterio para decidir lo que me conviene, o me gusta, o me place, o me da por saco.
–¡Qué, señora, a la una me voy a comer! –Me salta el ingenioso del taxista.
–¡Tire millas!
La frase hecha parece ser suficiente y arrancamos en dirección a las afueras, de forma algo abrupta todo hay que decirlo. La dirección se encuentra en una de las urbanizaciones de lujo que rodean Madrid y tardamos más de media hora en llegar después de soportar un par de atascos. La zona es solitaria y pienso si no sería mejor pedirle al taxista que me espere, pero… ¿y si estoy toda la mañana? ¡O todo el día! Mejor no anticipar problemas. Si se presentan ya los iré resolviendo en su momento.
La casa impresiona.
Es una moderna construcción de una sola planta, acristalada, rodeada de un jardín zen exquisitamente cuidado. La verdad es que eso me tranquiliza enormemente, pese a conocer el hecho de que a los responsables de los Campos de Exterminio les encantaba Wagner, Mahler y el misterioso Rembrandt entre otros.
Cuando llamo al timbre exterior la puerta de la verja se abre de inmediato y en ese momento, mientras estoy entrando con pasos cortos e inseguros, debo reconocer que se me eriza el vello y un escalofrío (se que suena a novela barata, pero es así) recorre mi columna vertebral. Antes de llegar a la puerta de la casa, ésta se parte en dos y se abre hacia los lados, como si entrara en una tienda. Es la primera vez que veo esas puertas en una casa particular. Aparece ante mí un hombre rondando los ochenta, con el pelo completamente blanco, inusualmente abundante, vestido con tejanos, una camiseta de Custo con manga larga y unas gafas que sin duda pertenecían a la última colección de Alain Mikli.
Un moderno.
Eso es lo que me pareció desde lejos, pero al acercarme me sorprendió comprobar que el hombre que me sonreía era Cristóbal Zaro, uno de mis pintores favoritos.
Todo se calma dentro de mí y le devuelvo la mejor de mis sonrisas.
Al entrar en el interior de la casa, creo que estoy paseándome por los espacios de una revista de arquitectura de la más rabiosa actualidad. Grandes espacios, luz cenital, y un mobiliario sobrio, cómodo, de selecto diseño. Me parece estar en el interior de una obra de arte.
–Gracias por venir señora Cortijos. Tenía miedo de que no se atreviera a hacerlo.
–¡Dios! ¡Qué maravilla señor Zaro…
–Llámeme Cristóbal, por favor.
–¡Qué hermosa casa! Si no tiene herederos sepa que yo la sabría apreciar y la disfrutaría bendiciendo su nombre en todo momento.
Su risa fresca y gruesa contagió la mía y los dos nos reímos acabando de disipar las pocas tensiones o prevenciones que tanto él como yo podíamos haber sentido en esos momentos.
–Me halaga señora Cortijos.
–Antonia, por favor.
–¿Le apetece un café? Tengo bollería en la cocina.
–Acabo de tomarme un par de croissants a la plancha. Es lo primero que hago, siempre que llego a Madrid.
–Es una de nuestras especialidades, la otra es el cocido ¿Ha estado alguna vez en Casa Alberto?
–Si, es el que está cerca del Sofía.
–Ya veo que la palabra cerca no tiene el mismo significado para usted que para mí.
Ahora la que río soy yo.
–¡Hombre! No está al lado, pero yo siempre he ido a pie.
Mientras hablamos me conduce hacia la sala de estar y se para frente a un divertido sofá diseño de Mariscal. Coloco sobre él el bolso y el abrigo y me siento frente a Cristóbal Zaro dispuesta a oír cuanto tenga que decirme.
–Supongo que estará pensando ¿que demonios me tiene que decir este hombre sobre Clara Ochoa?
Sonrío sin contestar a su pregunta retórica. Sé que a partir de este momento solo me toca escuchar.
–Pues lo cierto es que de quien quiero hablarle es de Juana Aguilar. Tengo una curiosidad ¿por qué en sus escritos solo cita el primer apellido de Clara Ochoa y omite el segundo, Aguilar?
–Hasta ahora que lo menciona no había caído en la cuenta. Simplemente nunca aparecía en sus cartas.
–Entiendo.
Hace una pequeña pausa antes de continuar, parece estar repasando todos los recuerdos que tiene que enlazar para contarme la historia.
–En primer lugar déjeme que la felicite, es usted muy buena transmitiendo sentimientos. No he sabido de su blog hasta hace poco, lo que no ha dejado de ser una suerte para mí, que estoy acostumbrado a leer libros. He podido bajarme todo el material y leerlo de una vez. Me ha parecido magnífico.
La verdad es que aguanto muy mal los elogios, nunca se que cara poner y solo me sale la sonrisa tonta o bajar la mirada en un gesto de modestia. Se que a mi edad debería haber aprendido, pero tuve una educación represiva, soy hija única y mis padres esperaban un hombre. Ya se que eso no es excusa para la estupidez, pero algo tengo que decirme a mí misma. En esta ocasión utilicé la sonrisa tonta e hice un pequeño gesto con la mano para que continuara hablando.
–Conocí a Juana Aguilar cuando era un pintor joven. Intentaba introducirme en el mundo del arte y había escogido Barcelona porque estaba fascinado por el grupo Dau al Set, adoraba a Ponç, uno de los más desconocidos pero que influyó mucho en mi pintura. Frecuentaba una especie de ateneo donde siempre había modelos para practicar el dibujo y Juana Aguilar venía una vez a la semana para posar, casi siempre el viernes. Sabía hacerlo muy bien y era una joven hermosa, con un cuerpo delicado y gestos elegantes. Creo que todos estábamos enamorados de ella, pero me eligió a mí, dijo que nadie sabía dibujarla como yo. Una vez intenté regalarle un cuadro que había pintado guiándome por uno de sus bocetos, pero se negó a aceptarlo.
En ese momento se volvió y me señaló un pequeño cuadro que se encontraba a su espalda perfectamente destacado por una luz especial que eliminaba los reflejos, el lugar que ocupaba era preeminente. Realmente era hermosa la mujer de pelo azabache que estaba recostada sobre una roca, frente al mar. Un mar que parecía dominar, manso ante su influjo, sin una ola, como un lago de mercurio.
–Nunca he amado a nadie como la amé a ella, cometimos la locura de enamorarnos, una gitana y un payo. Comenzó a principios de verano y se acabó con el otoño. A mis años puedo asegurarle que ha sido la época más feliz de mi vida. Todo acabó cuando quedó embarazada. Fue entonces cuando me confesó que era una mujer casada, que su marido era impotente y que el castigo del clan para una mujer que no tenía hijos era la exclusión. Nadie la miraba, nadie le hablaba, se paseaba ante todos como un fantasma, un ser invisible que poco a poco se iba diluyendo hasta desaparecer, hasta morir de miedo, de angustia, de pena. Inició nuestra relación para quedarse embarazada, no quería morir, todo su mundo se limitaba al clan, e hizo el mayor de los sacrificios para poder seguir perteneciendo a él. Se despidió de mí confesando entre sollozos que no podría volver a amar, se había quedado vacía, todo el amor que contenía su cuerpo me lo había entregado a mí, era lo único que podía ofrecerme. Fue el último día que la vi. Al día siguiente recibí una carta muy mal escrita en la que me decía que en todo momento me tendría al corriente de lo que hiciera mi hijo o mi hija, pero me rogó, por todo el amor que sentíamos el uno por el otro, que nunca lo reclamara. Desde entonces, cada mes recibí una carta a la que no podía contestar. Supe que había muerto en el momento que dejé de recibirlas. Yo hice lo único que podía hacer, observarla desde lejos sin que nadie advirtiera mi presencia. Solo una vez me atreví a acercarme, estaba con mi hija recién nacida. No nos dijimos ni una palabra, la puso entre mis brazos unos segundos, luego la cogió y se alejó con prisa. Supe que no podría resistirlo y volví a Madrid.
Yo estaba desbordada, aquel hombre me estaba diciendo que Clara Ochoa Aguilar era su hija, que en realidad debería llamarse Clara Zaro Aguilar.
–¡Clara Ochoa era su hija!
Ahora fue él quien sonrió, destilando nostalgia.
–¿Nunca intentó hablar con ella?
Volvió a sonreír.
–Lo hice, pero como Cristóbal Zaro, el pintor, cuando expuso por primera vez en Madrid. Su trabajo es espléndido, desde entonces nos carteamos, yo intenté traspasarle toda mi experiencia. Cuando venía a Madrid siempre comíamos juntos y luego íbamos a mi estudio y me criticaba sin compasión.
–¿Por qué me explica a mí todo esto?
–Porque necesitaba decírselo a alguien. Gritarlo al mundo. Y estará de acuerdo conmigo que no es algo que pueda explicarse por teléfono.
A mí a veces me cogen ataques de ternura, así que no pude evitar levantarme y abrazarlo. Parecía el final de una novela de Jane Austen.
Al despedirme, mientras volvía a abrazarlo le dije en un susurro:
Si lo he hecho con la hija me encantará hacerlo con el padre, no deje de leer mi blog.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Una semana ¿Entretenida?

Ésta que acaba de pasar, ha sido una de las semanas más movidas que yo recuerde. Me he visto obligada a mentir, quizás sería más exacto decir hacerme pasar por otra persona, me han amenazado, he viajado en el ave a Madrid y he cambiado información por mi bolígrafo preferido, un serie limitada de Montblac.
Pero también ha habido alguna cosa positiva, casi providencial, diría yo, la mejor conocer a Josepa Gratell, Sepa para los amigos, una recién nombrada detective de los Mossos d’Esquadra que junto a Miquel Molina se encargan del caso de Clara Ochoa. Resulta que al margen de todo este desbarajuste, hace tres meses que he empezado mi nueva novela, que pretende ser del género negro. En las anteriores intervenía la Policía Nacional pero en la actualidad, desde el 2005, quien se encarga son los mossos y desconocía su funcionamiento, cosa que ya no sucede gracias a mi nueva amiga Sepa.
Pero mejor centro el relato y empiezo por el principio.
El jueves día 13 llegué a la Comisaría de Les Corts y me recibió Josepa Gratell:
–Señora Cortijos, me ha tenido usted bien entretenida con sus relatos.
–Gracias, ha sido una experiencia gratificante para mí hasta esta mañana.
–Lo imagino ¿le importaría que fuéramos a tomar café fuera? Mi compañero está entrevistando a un familiar de Clara Ochoa y no me gustaría hacerla esperar. Además necesito fumar un cigarrillo.
–De acuerdo.
–Le propongo ir hasta la Illa, en el sótano hay un Jamaica.
–Ya veo que es cafetera, sabe dónde encontrar buen café.
Sonríe por primera vez, luego lo hará a menudo con diferentes registros.
–Algo de eso hay. Mi nombre es Josepa Gratell, había olvidado decírselo.
Andamos las dos manzanas que nos separaban del centro comercial mientras Sepa se fumaba el cigarro. Al llegar, bajamos a la planta sótano donde se encuentran tiendas de alimentos, cafeterías y restaurantes.
Nos sentamos en el Jamaica y pedimos café, yo solo, ella cortado.
–Me gustaría conocer su opinión, señora Cortijos.
–Preferiría que me llamara Antonia, así no me sentiría oficialmente interrogada.
–De acuerdo, a mí llámeme Sepa ¿Cómo se le ocurrió colgar en internet las cartas de una mujer desconocida?
Transcribo un trozo de la presentación que en su día hice de Clara Ochoa por si ya no os acordáis, si queréis más información podéis leerla en su totalidad si abrís el mes de Julio y vais al principio: “¿Por qué he aceptado este papel de mediadora? A esta pregunta puedo contestar yo y mi respuesta será la verdad: Porque soy una lectora compulsiva, y la forma en que me escribe, como un goteo deslabazado, caótico en la línea de tiempo, me ha enganchado.
Esa es la palabra exacta, estoy enganchada a un misterio que se me va desvelando lentamente, y he tenido que aceptar sus condiciones si quiero verlo revelado hasta el final.”
–Lo explico al principio de la historia, mi amigo Javi…
–Si, si, eso ya lo sé –me interrumpe– pero pensé que era un invento suyo.
–¡Que va! Todavía es él quien cuelga cada semana los escritos en mi blog, yo soy una negada para estas cosas, se lo envío por mail y Javi hace el resto, si no fuera por él toda esta historia habría acabado hace tiempo.
–De todas formas…
Ahora soy yo quien la interrumpo, creo saber por donde va.
–Creo que lo que me quiere preguntar es ¿Cómo pudo ser tan irresponsable? Y seguramente lo fui, sobre todo visto desde el momento actual, cuando sé que no fue Clara Ochoa quien me envío esos escritos, pero recuerdo que cuando la encontramos, sobre una mesa cercana había una especie de diario con casi todas las hojas arrancadas. Estoy casi segura que lo escrito en esas hojas fue lo que se me envió a mí. Desconozco el motivo, pero puedo pensar que fue para mantener la ilusión de que Clara Ochoa seguía viva. Recuerde que me llamó por teléfono no hace mucho. Al hablar estos días con familiares y amigos me han dicho que seguían mis escritos y que se ajustaban bastante a la verdad, con matices, ya que todo era visto a través de sus ojos y que la conversación telefónica no les sorprendió, era una reacción bastante natural en ella quejarse por casi todo. Lo que sí les sorprendió es que tardara tanto en hacerlo.
–En realidad, aun no podemos decir oficialmente que la muerta sea Clara Ochoa, los gusanos hacen bien su trabajo y la cara estaba irreconocible. Ustedes llegaron a esa conclusión porque era mujer y porque estaba en su casa.
–Ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser otra persona. Yo no la conocía pero Encarna… en fin, no dudó ni un momento.
–¿Usted sabía que en el testamento de Clara Ochoa se nombra a Encarna Suárez su heredera universal?
–¿Por qué iba a saberlo? Yo solo conozco lo que me han enviado. Por cierto que le he traído las cartas por si les pueden ayudar, están escritas a mano. Eso fue lo primero que me atrajo, ya nadie escribe a mano.
Abro el bolso y le entrego todas las cartas.
–Están bastante manoseadas, como iba a imaginar…
–No se preocupe, servirán. Así que Encarna no le dijo nada.
–No, solo que se habían enfadado hacía bastante tiempo.
–Seis meses escribió usted la semana pasada.
–Exacto. Veo que ha leído con atención. Fue muy poco después cuando empecé a recibir las cartas. No tenían remite y no podía ponerme en contacto con ella. Parece que usted sospeche de Encarna.
–Sospechamos de todos.
–Lo digo por lo de la herencia ¿fueron a parar a Clara Ochoa todos los bienes de su marido? A lo mejor no le dejó nada.
–Casi todo, Antonia, la excepción fue una importante cantidad de dinero que le dejó al hijo de una de sus primas, se rumorea en la familia que era hijo suyo.
–Pues sí que han trabajado rápido, si saben todas esas cosas desde esta mañana.
–Internet no solo sirve para escribir blogs,
–Ya me imagino.
–¿Quién piensa usted que pudo matarla?
–¿A quien? Porque me acaba de decir que hasta los resultados del ADN, me imagino, no pueden estar seguros de que el cadáver sea de Clara Ochoa debido al mal estado del cuerpo.
Esta vez la sonrisa fue amplia.
–Está bien, creo que tendremos que tomarnos otro café, cuando estemos seguros de que el cadáver que descubrieron en la casa era el de Clara Ochoa.
Volví a mi casa meditando sobre todo lo que habíamos hablado, me sentí inquieta, pensé cuanta razón tenía la frase: “La vida supera la ficción”. Lo estaba viviendo en carne viva. Pero aun no habían acabado las sorpresas. Al llegar a casa, mi marido me dio un sobre enviado por mensajero. En su interior, un billete de ida y vuelta para el Ave con destino Madrid para el día siguiente y una nota a máquina: “Tengo información para aclarar el crimen de Clara Ochoa pero no puedo acudir a la policía, le ruego encarecidamente que venga mañana a Madrid, a mí me es imposible desplazarme por motivos de salud. Le adjunto billetes de ida y vuelta en el Ave. La estarán esperando. ¡Por favor, es de suma importancia!”
Definitivamente la vida supera la ficción.

jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Clara Ochoa?

Es probable que este escrito os parezca algo caótico y confuso, pero todavía estoy en estado de shock. Os dije que seguía investigando la semana pasada y eso hice. No fue hasta que llegué a Encarna Suárez, que empecé a plantearme lo extraño de toda esta historia.
Esta mujer ha sido amiga intima de Clara Ochoa hasta hace seis meses, en que una fuerte discusión las distanció. Por lo visto Gerardo Quiroga tenía una amante desde hace aproximadamente cinco años. Había habido otras, entre ellas algunas de nuestras estrellas de cine, pero fueron algo esporádico y sin continuación y lo llevó con tal discreción que en ningún momento fue pasto de las revistas rosas o los programas de cotilleo. Pero lo que sí hizo, no sé si por honradez o por maldad o por vete tu a saber, fue tener a su mujer al tanto de todo cuanto acontecía en su vida amorosa.
Clara Ochoa decidió pagarle con la misma moneda por venganza, por necesidad o por vete tu a saber, de ahí uno de los primeros relatos que escribí, “El hombre vestido de negro” que parece ser fue su primera transgresión, siempre según el relato de Encarna Suárez.
Lo lógico, desde mi punto de vista, hubiera sido deshacer el matrimonio, claro que en realidad nunca fue tal, porque no se casaron ni por la iglesia ni por lo civil. Pero eso era impensable para Gerardo Quiroga y la enfermiza relación que mantenía con ella. Me pareció entender que Clara Ochoa, en más de una ocasión, intentó abandonarlo, pero ni su “marido” ni el clan Ochoa se lo permitieron.
También me habló del tema herencia, que en el caso de Gerardo Quiroga es importante. Una cantidad de dinero considerable, una colección exquisita de pintura contemporánea con autores como Barceló, Hernández Pijoan, Tapies, Agustí Puig o Rafols Casamada, la casona unifamiliar en uno de los barrios de alto standing de Barcelona (se ubica en la Vía Augusta, en el barrio de Tres Torres) más los royalties que siguen dando sus películas.
Cómo os dije la semana pasada, Pilar Quiroga me había facilitado la dirección de varios amigos y la de la casona. Esta semana he estado yendo cada día a diferentes horas sin encontrar a nadie. Eso empezó a inquietarme porque al menos el personal de servicio tendría que estar allí, así que llamé a Encarna Suárez y se lo dije. Esta mañana, jueves 13 de Noviembre, nos hemos encontrado a la puerta del domicilio porque, al parecer, ella conocía el lugar donde Clara escondía una llave de entrada, como previsión a sus innumerables despistes que en más de una ocasión habían tenido como final el cerrajero.
Encontramos la llave sin ningún problema y Encarna abrió la puerta de hierro que da al jardín y enfilamos el camino empedrado que se dirige a la casa. A los cuatro o cinco metros de caminar ya empezamos a notar un desagradable olor que se fue intensificando conforme nos íbamos acercando a la puerta de entrada. Cuando la hemos abierto, nos ha envuelto un golpe de olor que nos ha hecho retroceder, yo he estado a punto de vomitar.
En ese punto no sabíamos qué hacer, finalmente hemos decidido entrar cubriéndonos la nariz, aunque el olor era tan fuerte que poco podían hacer los cleenex que yo llevaba en el bolso.
No creo que olvide nunca la imagen que se mostró a nuestros ojos. En el salón de la planta baja, junto a la chimenea, sentada en un viejo sillón… De inmediato me ha venido a la memoria el primer relato que subí al blog, el segundo párrafo: “Desde hacia dos horas su cuerpo apenas se había movido, lo justo para beber varios sorbos de agua de un vaso situado sobre la mesita. A través de la cristalera frente a la que estaba sentada, los ojos miraban sin ver la suave claridad del atardecer. Un hastiado sillón de piel la amparaba como si intuyera la necesidad de protección que necesitaba en aquellos momentos de espera, de reflexión, de providencias”
También la amparó en los últimos momentos de su vida.
Mientras Encarna Suárez ha llamado a los Mossos d’Esquadra yo he observado la escena como si tuviera que cincelarla en mi memoria.
A los pies estaban las dos maletas que le entregan al final del relato, abiertas, vacías. El vaso seguía sobre la mesita, en el mismo lugar que lo dejó cuando le abrió la puerta al mensajero que se las trajo, rociados uno y otra de pequeñas gotas de color marrón mate. Luego la imagino volviendo a la butaca a esperar algo o a alguien, que llegó sin que ella se diera cuenta, como una sombra que se mueve en silencio, invisible a los ojos humanos. No había habido lucha, solo un pequeño sobresalto cuando alguien desde atrás cogió la barbilla de Clara Ochoa y la degolló con un solo gesto preciso. Sus brazos estaban flácidos, caídos a ambos lados. Los gusanos han empezado hace tiempo su trabajo de descomposición.
Sobre la mesa hay una especie de diario con múltiples hojas arrancadas. Miro alrededor buscando un ordenador y descubro un portátil sobre una pequeña repisa. Lo conecto. Encarna intenta impedírmelo pero yo estoy revolucionada, como un motor a pleno rendimiento, y la aparto de forma brusca. Eso solo pueden tocarlo los mossos, me dice, y la entiendo, tiene toda la razón, pero yo necesito saber si todas las cartas que he recibido están en ese ordenador. Cuando se ilumina la pantalla compruebo que pertenece a Gerardo Quiroga y una rabia sorda empieza a invadirme.
¿Quien coño me ha enviado las cartas? ¿Quién me llamó por teléfono? ¿Quién ha estado jugando conmigo? Clara Ochoa debe hacer meses que está muerta. No entiendo como nadie se ha dado cuenta. Encarna Suárez dice que la llamó varias veces, pero al no contestarle pensó que seguía enfadada, y al no encontrarla en casa, de viaje. Quería ir a Japón y a Australia y quedarse allí un tiempo estudiando inglés. Su “marido” nunca se lo había permitido. En ningún momento pudo alejarse de él. Los viajes los hacían juntos y siempre donde él quería ir.
Llevo siempre conmigo un lápiz electrónico con todo lo que estoy escribiendo, por si le pasa algo a mi ordenador, y aproveché esta circunstancia para bajarme, del portátil de Gerardo Quiroga, todo lo que cabía en él, aun no he tenido el momento para mirarlo con detenimiento, cuando lo haga ya os contaré si he podido descubrir algo que conteste a mis preguntas, porque según la policía debe llevar muerta desde Julio más o menos.
No puedo extenderme más porque en unos minutos tengo que ir hasta la comisaría de Les Corts para que los mossos me tomen declaración. Primero han querido leer todo lo que he escrito sobre Clara Ochoa.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Sigo sin noticias de Clara Ochoa.

He hablado con mi hija, que trabaja en “La Caixa”, porque recordé que ella gestiona su patrimonio, pero el trato personal se ha limitado al telefónico y solo desde hace dos años, cuando se lo traspasó un compañero al jubilarse. Me ha dado el teléfono con bastantes reticencias, porque tienen totalmente prohibido facilitar datos, y he llamado a ese número cada día cuatro o cinco veces sin obtener respuesta y sin poder dejarle un aviso porque carece de contestador.
Otro de los caminos por los que he optado ha sido intentar localizar en Nou Barris a la familia Ochoa. He hallado a dos primos y a una tía, porque todos los hermanos de Clara Ochoa han muerto al igual que su padre y su madre, pero no me ha servido de nada, porque según me han dicho, no saben de ella desde hace más de cinco años. Naturalmente no tengo por qué dudar de ellos, pero lo cierto es que me ha extrañado que nadie de su familia supiera donde encontrarla.
He llamado entonces a las dos primas de Gerardo Quiroga que tan amablemente me recibieron este verano en Isla Plana y ambas la vieron por última vez en el funeral de su primo. Desde entonces ni la una ni la otra han recibido noticias de Clara Ochoa. “Como si se la hubiera tragado la tierra” me dijo Pilar Quiroga, que me proporcionó varios teléfonos de amigos comunes y la dirección de la casona donde se habían trasladado a vivir desde hacía cinco años.
Voy a darle otra semana mientras acabo de indagar los últimos datos obtenidos y entre tanto, me ha parecido que os podría interesar leer un relato de Gerardo Quiroga, en el que recrea el momento en que se conocieron sus padres, según me han contado sus primas. Lo he leído y me parece de una ternura y un cariño conmovedores.

Juan
I

El verano de 1945 estaba siendo diferente en el pequeño pueblo pesquero de Isla Plana.
El calor se presentó tarde, y desde Barcelona, llegaron tres hombres para desguazar la mina de hierro.
Cristóbal era uno de ellos.
Dormían en casa de la Damiana, la única que por sus proporciones podía alquilarles dos dormitorios, y comían en el viejo ventorrillo de la Salvadora junto a los pocos buhoneros que entre semana visitaban el pueblo voceando sus mercancías. También comía Ángel, el recovero, que proveía a las mozas de puntillas, y a las mujeres de ropa para vestir sus lutos.
La pesca y la mina entretenían a los hombres. Pero hacía dos años que sacar el material casi superaba el precio de venta, por eso, en primavera, la mina cerró.
Con la Salvadora vivían su marido, su hija, una adolescente mimada y consentida hasta la exageración, y su sobrina Lucía, que era la tercera de diez hijos.
Cuando la Salvadora pidió a su hermana María que le prestara a una de sus hijas para ayudarla en la tienda, no escogió a Lucía porque sí. La sonrisa era la expresión más frecuente de su rostro, y la paciencia, su virtud.
Tenía veintisiete años, y desde los catorce se levantaba cada día con el alba para barrer la tienda. Luego cogía dos haces de esparto, y en la piedra plana, frente al mar, los golpeaba con el mazo hasta que rompía los nervios, hasta que perdían la rigidez. Volvía despacio, aspirando el aire salobre de la mañana, y se sentaba en el poyo de la puerta a hacer filete. Los metros de cuerda, salían de sus hábiles y rugosas manos con rapidez.
–Buenos días nos de Dios, Lucía. Despáchame una onza de aceite.
–Hola "Churra", muy pronto vienes hoy.
–Sí, he de hacer la comida de mi Gines, que se va a la mina a ayudar al Cristóbal y a los otros dos. Parece ser que el vapor para llevarse las vagonetas, el ascensor y los raíles de la mina llega hoy desde Barcelona y aun no tienen preparada la primera carga.
–¿Ya viene hoy? Esta mañana solo he visto mamparras en el mar.
–Pues sí. Poco van a durar aquí los mozos. Poco debe quedar ya por cortar.
–¿Algo más, "Churra"?
–Sí, que espabiles, mi hijo me ha dicho que tienes los ojillos raros y... ya sé que no es mi casa, pero ese Cristóbal es una buena persona y te mira bien. Mejor está que el Lorenzo.
–¡Mira que os gusta emparejar!
–Si, bueno...bueno, dame el aceite, yo ya sé lo que me digo.
Lucía dejó el filete y empezó a pasearse por la tienda, aquella noche haría una cena consistente, abundante, vendrían cansados. Era su manera, la única que conocía, la única que le habían enseñado, de dar salida a la ternura que almacenaba su alma, de hacer evidente su interés.


II

Hacía una semana que el primer buque, con parte de la carga, había partido de Isla Plana, y desde entonces, Lucía acompañaba todas las tardes a Cristóbal hasta la salida del pueblo y allí se despedían. Luego él caminaba cinco kilómetros, dos y medio de ida, dos y medio de vuelta, hasta la venta de la Tomarricha, la única que disponía de una vieja máquina italiana en quince kilómetros a la redonda, para conseguir saborear una humeante taza de café exprés.
En el pequeño pueblo, todos conocían esa excentricidad de Cristóbal, y sonreían benevolentes al verlo pasar, estirados en cómodas hamacas a la puerta de las casas, tomando el fresco, o permitiéndose una siesta.
Esa tarde, Lucía le hizo una pregunta extraña.
–¿Habéis cortado ya a Juan? –Cristóbal se volvió con el semblante atónito.
–¿Juan?
Lucía se echó a reír con esa risa suya suave y llena, y durante unos segundos, no pudo dejar de hacerlo. Cristóbal se había parado y esperaba.
–Bueno… yo la llamo Juan, es la plancha de hierro que hay en la entrada de la mina, la que a veces sirve de puerta, la que mira al mar. Durante dos años le estuve llevando la comida a mi tío Sebastián, que en aquel entonces era uno de los capataces. Mientras el comía, yo me sentaba junto a Juan y me apoyaba en él. Era mi confidente. A veces, cogía las piedras más duras que encontraba en el suelo, y escribía sobre su robín. También dibuje una vez un barco que estuvo varado durante dos semanas en la punta de la Azohía.
Al día siguiente, mientras ella le llenaba el plato de lentejas, Cristóbal levantó la vista y le dijo:
–Hoy, Salvador quería cortar a Juan porque era muy grande para cargarlo, pero le he convencido de que no lo haga. En Barcelona hay un chaval que vive cerca del almacén, dice que es escultor, siempre viene pidiendo cosas raras, y solo quiere que lo atienda yo. Dice que mis manos, aunque yo no lo sepa, son de artista. Le he dicho que se lo podríamos vender. Pero José María, que así se llama, solo se lo quedaría entero, o sea, que ya nos ves a Fulgencio, a Salvador y a mí, cargando la plancha en la barca y llevándola hasta el buque. Bueno… ¿qué te parece?.
–Mañana os haré arroz con leche.
Los tres hombres rieron, y los ojos de Lucía se iluminaron con la llama temblorosa del candil de carburo.
Aquella noche, después de cenar, Cristóbal se acercó a Lucía y le dijo:
–¿Me acompañas hasta la piedra plana?
Juntos caminaron por el acantilado, donde una luna creciente dibujaba su sombra sobre el mar.
–Antes de embarcar a Juan, yo también he escrito algo en él. Estaba lleno de frases hermosas, y tu barco parecía navegar por mares de fuego.
Cristóbal calló y Lucía lo miró, esperando.
–En tres o cuatro días habremos acabado de cargar el buque y mis compañeros y yo volveremos a Barcelona. No soy demasiado bueno con las palabras, pero sé que no voy a poder olvidar tu risa ni tus ojos color miel. Haces el mejor arroz con leche que he comido nunca.
Los dedos de Cristóbal avanzaron tímidamente hacia los de Lucía hasta rozarlos y un estremecimiento recorrió los dos cuerpos.
–¿Qué has escrito en la plancha?
Los labios de Cristóbal se acercaron al oído de Lucía y le murmuró unas palabras al amparo del viento, para que no volaran hacia el mar, para que no se perdieran en la noche.
La voz de Lucía sonó resuelta cuando le dijo a Cristóbal:
–Mañana por la mañana llamas a tu jefe y le dices que tú volverás en tren conmigo unos días más tarde, le tengo mucho miedo al mar, se ha llevado demasiada de mi gente.

III

Hace tres días del aniversario de la muerte de mi madre, y este hecho, ha coincidido con la exposición retrospectiva en el Macba del escultor José Mª Subirachs.
Ante mí, erguido, solemne, en medio de la sala, está Juan. La intervención del artista ha sido recortar en el lado derecho un perfil de mujer.
Pero en la parte superior izquierda aun puede apreciarse la forma sutil de un barco, y a su lado, con letras de molde apenas intuidas, se lee, amo a Lucía.