viernes, 28 de noviembre de 2008

En Alas del Ave

Tenía sueño, los ojos enrojecidos. Mi hija me acababa de gritar por el móvil toda clase de cariñosos insultos por mi, por lo visto, irresponsable ocurrencia de aprovechar dos billetes de tren. Era noche cerrada cuando salí de mi casa esta madrugada y eso es algo extraño en mí, me atrevería a calificarlo de inaudito. Pero a veces “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” y pasas, de estar ante tu ordenador sometiendo a las más descabelladas aventuras a tus personajes, a sufrirlas en carne viva (a veces mi hija tiene razón al opinar que arrastro un 20% de locura y va subiendo, las cosas raras de mamá, las califica).
Pero vamos a lo que vamos.
Llegué a Madrid a las nueve de la mañana aproximadamente y lo primero que hice fue meterme en una de las cafeterías que se encuentran en la estación para tomarme dos croisants a la plancha a los que unté con mantequilla y acompañé con un café con leche corto de café y muy caliente. Es un placer que solo puedo darme cuando voy a Madrid, porque por alguna extraña razón, que aun no he logrado desentrañar, en Barcelona no los encuentras.
Ya estoy despierta, saciada y a punto para comenzar la aventura.
Paro un taxi y le doy la dirección que tengo anotada. Pero justo en el momento que acabo de pronunciarla me entra como un estado premonitorio que está intentando avisarme de algo, aunque no logro definir qué.
–¡Espere un momento! ¡espere un momento! –le digo al taxista mientras intento decidir si mi hija es más adulta que yo y lo que tengo que hacer es seguir su consejo, pasearme por el Reina Sofía y El Prado y luego volver a Barcelona, o si, por el contrario, lo que tengo que hacer es echarle valor y pensar que quien ha educado a mi hija he sido yo y que tengo suficiente criterio para decidir lo que me conviene, o me gusta, o me place, o me da por saco.
–¡Qué, señora, a la una me voy a comer! –Me salta el ingenioso del taxista.
–¡Tire millas!
La frase hecha parece ser suficiente y arrancamos en dirección a las afueras, de forma algo abrupta todo hay que decirlo. La dirección se encuentra en una de las urbanizaciones de lujo que rodean Madrid y tardamos más de media hora en llegar después de soportar un par de atascos. La zona es solitaria y pienso si no sería mejor pedirle al taxista que me espere, pero… ¿y si estoy toda la mañana? ¡O todo el día! Mejor no anticipar problemas. Si se presentan ya los iré resolviendo en su momento.
La casa impresiona.
Es una moderna construcción de una sola planta, acristalada, rodeada de un jardín zen exquisitamente cuidado. La verdad es que eso me tranquiliza enormemente, pese a conocer el hecho de que a los responsables de los Campos de Exterminio les encantaba Wagner, Mahler y el misterioso Rembrandt entre otros.
Cuando llamo al timbre exterior la puerta de la verja se abre de inmediato y en ese momento, mientras estoy entrando con pasos cortos e inseguros, debo reconocer que se me eriza el vello y un escalofrío (se que suena a novela barata, pero es así) recorre mi columna vertebral. Antes de llegar a la puerta de la casa, ésta se parte en dos y se abre hacia los lados, como si entrara en una tienda. Es la primera vez que veo esas puertas en una casa particular. Aparece ante mí un hombre rondando los ochenta, con el pelo completamente blanco, inusualmente abundante, vestido con tejanos, una camiseta de Custo con manga larga y unas gafas que sin duda pertenecían a la última colección de Alain Mikli.
Un moderno.
Eso es lo que me pareció desde lejos, pero al acercarme me sorprendió comprobar que el hombre que me sonreía era Cristóbal Zaro, uno de mis pintores favoritos.
Todo se calma dentro de mí y le devuelvo la mejor de mis sonrisas.
Al entrar en el interior de la casa, creo que estoy paseándome por los espacios de una revista de arquitectura de la más rabiosa actualidad. Grandes espacios, luz cenital, y un mobiliario sobrio, cómodo, de selecto diseño. Me parece estar en el interior de una obra de arte.
–Gracias por venir señora Cortijos. Tenía miedo de que no se atreviera a hacerlo.
–¡Dios! ¡Qué maravilla señor Zaro…
–Llámeme Cristóbal, por favor.
–¡Qué hermosa casa! Si no tiene herederos sepa que yo la sabría apreciar y la disfrutaría bendiciendo su nombre en todo momento.
Su risa fresca y gruesa contagió la mía y los dos nos reímos acabando de disipar las pocas tensiones o prevenciones que tanto él como yo podíamos haber sentido en esos momentos.
–Me halaga señora Cortijos.
–Antonia, por favor.
–¿Le apetece un café? Tengo bollería en la cocina.
–Acabo de tomarme un par de croissants a la plancha. Es lo primero que hago, siempre que llego a Madrid.
–Es una de nuestras especialidades, la otra es el cocido ¿Ha estado alguna vez en Casa Alberto?
–Si, es el que está cerca del Sofía.
–Ya veo que la palabra cerca no tiene el mismo significado para usted que para mí.
Ahora la que río soy yo.
–¡Hombre! No está al lado, pero yo siempre he ido a pie.
Mientras hablamos me conduce hacia la sala de estar y se para frente a un divertido sofá diseño de Mariscal. Coloco sobre él el bolso y el abrigo y me siento frente a Cristóbal Zaro dispuesta a oír cuanto tenga que decirme.
–Supongo que estará pensando ¿que demonios me tiene que decir este hombre sobre Clara Ochoa?
Sonrío sin contestar a su pregunta retórica. Sé que a partir de este momento solo me toca escuchar.
–Pues lo cierto es que de quien quiero hablarle es de Juana Aguilar. Tengo una curiosidad ¿por qué en sus escritos solo cita el primer apellido de Clara Ochoa y omite el segundo, Aguilar?
–Hasta ahora que lo menciona no había caído en la cuenta. Simplemente nunca aparecía en sus cartas.
–Entiendo.
Hace una pequeña pausa antes de continuar, parece estar repasando todos los recuerdos que tiene que enlazar para contarme la historia.
–En primer lugar déjeme que la felicite, es usted muy buena transmitiendo sentimientos. No he sabido de su blog hasta hace poco, lo que no ha dejado de ser una suerte para mí, que estoy acostumbrado a leer libros. He podido bajarme todo el material y leerlo de una vez. Me ha parecido magnífico.
La verdad es que aguanto muy mal los elogios, nunca se que cara poner y solo me sale la sonrisa tonta o bajar la mirada en un gesto de modestia. Se que a mi edad debería haber aprendido, pero tuve una educación represiva, soy hija única y mis padres esperaban un hombre. Ya se que eso no es excusa para la estupidez, pero algo tengo que decirme a mí misma. En esta ocasión utilicé la sonrisa tonta e hice un pequeño gesto con la mano para que continuara hablando.
–Conocí a Juana Aguilar cuando era un pintor joven. Intentaba introducirme en el mundo del arte y había escogido Barcelona porque estaba fascinado por el grupo Dau al Set, adoraba a Ponç, uno de los más desconocidos pero que influyó mucho en mi pintura. Frecuentaba una especie de ateneo donde siempre había modelos para practicar el dibujo y Juana Aguilar venía una vez a la semana para posar, casi siempre el viernes. Sabía hacerlo muy bien y era una joven hermosa, con un cuerpo delicado y gestos elegantes. Creo que todos estábamos enamorados de ella, pero me eligió a mí, dijo que nadie sabía dibujarla como yo. Una vez intenté regalarle un cuadro que había pintado guiándome por uno de sus bocetos, pero se negó a aceptarlo.
En ese momento se volvió y me señaló un pequeño cuadro que se encontraba a su espalda perfectamente destacado por una luz especial que eliminaba los reflejos, el lugar que ocupaba era preeminente. Realmente era hermosa la mujer de pelo azabache que estaba recostada sobre una roca, frente al mar. Un mar que parecía dominar, manso ante su influjo, sin una ola, como un lago de mercurio.
–Nunca he amado a nadie como la amé a ella, cometimos la locura de enamorarnos, una gitana y un payo. Comenzó a principios de verano y se acabó con el otoño. A mis años puedo asegurarle que ha sido la época más feliz de mi vida. Todo acabó cuando quedó embarazada. Fue entonces cuando me confesó que era una mujer casada, que su marido era impotente y que el castigo del clan para una mujer que no tenía hijos era la exclusión. Nadie la miraba, nadie le hablaba, se paseaba ante todos como un fantasma, un ser invisible que poco a poco se iba diluyendo hasta desaparecer, hasta morir de miedo, de angustia, de pena. Inició nuestra relación para quedarse embarazada, no quería morir, todo su mundo se limitaba al clan, e hizo el mayor de los sacrificios para poder seguir perteneciendo a él. Se despidió de mí confesando entre sollozos que no podría volver a amar, se había quedado vacía, todo el amor que contenía su cuerpo me lo había entregado a mí, era lo único que podía ofrecerme. Fue el último día que la vi. Al día siguiente recibí una carta muy mal escrita en la que me decía que en todo momento me tendría al corriente de lo que hiciera mi hijo o mi hija, pero me rogó, por todo el amor que sentíamos el uno por el otro, que nunca lo reclamara. Desde entonces, cada mes recibí una carta a la que no podía contestar. Supe que había muerto en el momento que dejé de recibirlas. Yo hice lo único que podía hacer, observarla desde lejos sin que nadie advirtiera mi presencia. Solo una vez me atreví a acercarme, estaba con mi hija recién nacida. No nos dijimos ni una palabra, la puso entre mis brazos unos segundos, luego la cogió y se alejó con prisa. Supe que no podría resistirlo y volví a Madrid.
Yo estaba desbordada, aquel hombre me estaba diciendo que Clara Ochoa Aguilar era su hija, que en realidad debería llamarse Clara Zaro Aguilar.
–¡Clara Ochoa era su hija!
Ahora fue él quien sonrió, destilando nostalgia.
–¿Nunca intentó hablar con ella?
Volvió a sonreír.
–Lo hice, pero como Cristóbal Zaro, el pintor, cuando expuso por primera vez en Madrid. Su trabajo es espléndido, desde entonces nos carteamos, yo intenté traspasarle toda mi experiencia. Cuando venía a Madrid siempre comíamos juntos y luego íbamos a mi estudio y me criticaba sin compasión.
–¿Por qué me explica a mí todo esto?
–Porque necesitaba decírselo a alguien. Gritarlo al mundo. Y estará de acuerdo conmigo que no es algo que pueda explicarse por teléfono.
A mí a veces me cogen ataques de ternura, así que no pude evitar levantarme y abrazarlo. Parecía el final de una novela de Jane Austen.
Al despedirme, mientras volvía a abrazarlo le dije en un susurro:
Si lo he hecho con la hija me encantará hacerlo con el padre, no deje de leer mi blog.