viernes, 5 de marzo de 2010

El abuelo Sebastián

5.00 am.

El ruido del camión que vuelca en su vientre los desperdicios de los contenedores de basura me arrebata el sueño.

Aun no ha amanecido.

Mis percepciones viajan hacia atrás en el tiempo, cuando lo único que tranquilizaba mi corazón infantil insomne, era el ruido sincopado del bastón de mi padre, el sereno del barrio, en su paseo lento, vigilante, pregonando el paso de las horas

–¡Las cinco en punto y serenoooo!

Los sonidos se remansan cuando la lluvia los envuelve, y las ruedas del camión, al alejarse, simulan en mis oídos siseos de serpientes que se deslizan sobre el asfalto mojado.

6.30 am.

La duermevela me hace flotar en un espacio sin tiempo.

–¡Las seis y media y serenoooo!

Mi cuerpo se revuelve entre las sábanas buscando el sueño, anhelando el sosiego.

La lluvia se ha disfrazado de diluvio y ahoga todos los sonidos.

8.00 am.

El despertador dispara su alarma contra mi cerebro.

Me levanto inquieto.

Mi hijo me observa desde el dintel de la puerta. Contrastado contra la suave luz que se filtra desde el pasillo, su silueta me conmueve, e instintivamente me acerco a él con los pies descalzos.

Lo abrazo.

–¿Dónde está el abuelo Sebastián? –pregunta mi hijo con la voz velada por el llanto–. Ayer no vino a darme las buenas noches y su cama está vacía.

–¡Las ocho en punto y serenoooo!

Cojo en brazos a mi hijo, y mientras me dirijo hacia la cocina, nace en mi interior un movimiento pendular que pretende acunarlo, protegerlo de mis propias palabras, de mi propia voz.

–El abuelo Sebastián ha muerto, hijo, se ha ido. Te prometo que a partir de ahora, vendré yo cada noche a desearte hermosos sueños. Juntos le recordaremos, mientras me cuentas las viejas historias de sirenas que solo a ti te narraba el abuelo Sebastián.

El abuelo Sebastián había sido pescador.

En el pequeño pueblo de Isla Plana su traina era la más cuidada, la más pulcra. Calafateada dos veces al mes, nunca entró ni una gota de agua en su interior. Las tres lámparas de petróleo instaladas en ella, fulgían con una llama brillante, las mechas empapadas, siempre en perfecto estado.

Alumbraban la noche para atraer a los peces a un falso día, a una mentira, pero a las viejas sirenas, insomnes, parecía no importarles, y le cantaban a Sebastián hermosas canciones de héroes milenarios.

El Ginés y su cuñado Cristóbal, eran los dos hombres que compartían con él las noches, como cómplices secretos de las aventuras que el mar les regalaba, y que noche tras noche, un día muy lejano, le contaría a su nieto Miguel. Gines y Cristóbal, añoraban las limpias sábanas donde sus mujeres reposaban, ajenas a los peces, a la luz de petróleo, a las sirenas. Sebastián estaba solo.

Todo acabó cuando murió el Ginés.

Se lo llevó la mar mientras Sebastián y Cristóbal dormían.

Ya no volvieron a salir, ni a alumbrar con la luz a los peces, ni a coquetear en silencio con las viejas sirenas.

Sebastián se fue secando lentamente hasta que solo el salitre recubrió su alma.

Fue entonces cuando decidió marchar de Isla Plana.

Su madre le llenó la vieja maleta de cartón con camisas limpias, y el único pantalón de repuesto que dormía en el armario. También acomodó pan recién hecho, huevas de mújol, almendras para acompañarlas y un buen trozo de queso.

Salió del pueblo caminando, sin volver la vista atrás, solo después de recorrer las empinadas curvas de la Cuesta del Cedacero, al llegar al pequeño puerto entre montañas, el cuerpo se negó a obedecerle y se volvió hacia la bahía que tantas veces había recorrido con la traina. Se sentó sobre una piedra, hechizado por la belleza del paisaje, sin poder apartar los ojos de él. Al rato apareció el coche de La Torre, un destartalado autocar que hacía el viaje desde el Puerto de Mazarrón hasta Cartagena, y “El Pijala”, su conductor, se paró a pocos metros de Sebastián.

–¡Sube! Me ha dicho tu madre que tienes que coger el tren de las once para Barcelona, ya me ha pagado el billete.

Una tenue brisa recibió a Sebastián al entrar en la estación de Cartagena, atenuó el calor que sentía, y transportó hasta su olfato los mil olores que viajando desde lugares lejanos y ajenos, llegaban escondidos en los vagones y se unían a los que desprendían los andenes, la cafetería y los urinarios, amalgamándose, creando ese olor acre y dulzón que te penetra, y te instala en la antesala de lo desconocido.

Consiguió un asiento en los duros bancos de madera de los vagones de tercera, que le permitió dormitar en duermevela, agitado por el traqueteo del tren, y recordó con nostalgia el suave mecer de las olas, y a su amigo Cristóbal, y a su amigo Ginés, y los ojos se le inundaron de agua salada.

Barcelona lo recibió con lluvia.

Llevaba cien pesetas, eso debía bastarle para coger un taxi y pagar el primer mes de pensión. El Antonio, que había llegado un año antes, le había prometido un trabajo nocturno. “¡Cómo tú ya estás acostumbrado!” le dijo, y al cabo de dos días, empezaba su primera ronda como sereno en el barrio de La Ribera.

Un año más tarde llegó a su vida Francisca, su mujer, y después su hijo Pedro, y pudo comprarse un pequeño piso en el mismo entorno donde trabajaba. Francisca, antes de acostarse, le bajaba un termo con café, y las sirenas, sus viejas amigas, nadaban frente a las playas de Barcelona.

En las noches sin luna, les permitía acercarse a la playa un hechizo milenario, que convertía su extremidad inferior recubierta de iridiscentes escamas, en dos piernas de piel suave que les transmitían el fresco tacto de la arena húmeda. Pero los seres mortales no podemos verlas, solo oír sus voces embrujando nuestro corazón.

Por eso, cuando una suave melodía surgía de la penumbra de los soportales, en el viejo barrio de La Ribera, Sebastián sonreía, y picaba con su bastón acompasadamente en el suelo, acompañando el rítmico canto de las sirenas.

Se sentía feliz.

–¡Las tres y media y serenooooo!