sábado, 13 de marzo de 2010

Rebeca

Aquella noche Víctor había atacado a Rebeca Solé de forma sistemática, quizá por eso, al finalizar la sesión de terapia gestáltica la invitó a tomar una copa mientras el resto del grupo se desperdigaba.

Posible sentimiento de culpa pensó ella, pero aceptó, no le apetecía quedarse sola y empezar a pensar en todo lo que había sucedido en el interior del círculo. Además, desde el primer momento Víctor había captado su atención. No era especialmente guapo, pero Rebeca nunca había prestado interés al exterior, lo que realmente la desarmaba era la inteligencia, y en Víctor adivinaba mundo, cultura y una gran habilidad para la conversación. Su marido, Julián Mora, se había aislado durante quince días en un pequeño pueblo de L’Empordà. Cada vez lo hacía más a menudo, Víctor podía ser un buen sustituto.

Intuyó algo oscuro, una indefinible sensación de peligro, pero se deshizo de ella antes de que pudiera alterar su necesidad de no pensar, de no enfrentarse a todo el raudal de sentimientos que la sesión de terapia había dejado al descubierto. No quiso pensar que aquel no era un buen momento, que se encontraba en un estado de indefensión donde cualquiera podía penetrar en su interior y manipularlo sin que encontrara ningún obstáculo.

El local donde entraron era amplio, decorado sin duda en los lejanos años sesenta. Al fondo, excesivamente iluminados, se hallaban seis billares americanos, cinco ocupados por un grupo de turistas asiáticos que jugaban creando un gran alboroto y uno por una pareja extraña que permanecían en el más absoluto silencio. Sus movimientos pausados contrastaban con los apresurados y caóticos de los japoneses ¿o eran chinos? Rebeca pensó que le parecía extraordinario que pudieran distinguirse unos a otros. Se sentaron algo alejados para poder hablar, pero la mirada de ella se había quedado suspendida del hombre y la mujer vestidos de negro y de los movimientos que realizaban, semejantes a un ballet contemporáneo perfectamente sincronizado.

Durante unos segundos su mirada se cruzó con la de la mujer, que le regaló una sonrisa.

Victor pidió un martini seco, ella un whisky sin hielo. La conversación la inició él y de lo primero que habló fue del marido de Rebeca Solé. Le comentó que hasta aquella tarde no había sabido que era el gran Julián Mora, uno de los directores de cine que más admiraba, que debía ser apasionante compartir la vida con un hombre así, que por qué nunca hablaba de él en las sesiones de terapia, que vaya una suerte haberla conocido y por fin la petición que deseaba hacer desde el principio:

–Me encantaría pasarme algún día por tu casa para poder conversar con tu marido.

Menudo hijo de puta, pensó Rebeca Solé, primero me jode en la terapia y ahora me humilla ignorándome, para que quede claro que yo no soy nadie, que a nadie le importo, soy, simplemente, el escalón que lleva hasta mi marido.

Si de algo le estaba sirviendo la terapia, era para reconocer a los imbéciles y para dejarles claro que no tenía por qué aguantarlos, así que se bebió de un trago el whisky que aun le quedaba en el vaso, recogió su bolso, y mientras se levantaba le tiró lentamente a la cara, sílaba a sílaba, la palabra jó-de-te, como si esa fuera la despedida más adecuada, la más correcta, la más amable.

No se giró. Salió a la calle y caminó unos metros, luego se detuvo y se escondió en el interior de un portal desde donde podía ver la entrada del bar.

Su compañero de terapia tardo cinco minutos en salir y se alejó en dirección contraria a la que ella se encontraba. Rebeca permaneció oculta durante una hora más, no era Víctor quien le importaba, tenía un pálpito, una necesidad y hubiera esperado más tiempo, el necesario, en un estado de aletargamiento que le era fácil conseguir, sin pensar, sin plantearse nada, porque plantearse algo era aceptar que había buenas y malas decisiones.

Cuando vio salir al hombre y la mujer vestidos de negro, enseguida recuperó el estado de alerta y los siguió, a cierta distancia, durante diez minutos, hasta que vio como la mujer se despedía con dos besos en la mejilla y el hombre seguía su camino. Entonces, empezó a acortar distancias.

La luna llena no permitía que las sombras se adueñaran de las calles, y el intenso calor que había tragado el asfalto durante el día, hacía que el relente de la noche se evaporara con solo posarse sobre él, creando una neblina lechosa que jugaba entre los pies de Rebeca Solé y el hombre vestido de negro, como un primer vínculo que conectara sus cuerpos.

El semáforo en rojo fue la oportunidad que estaba esperando. Acabó de acercarse a él, y mientras lo hacía, notó el fuerte olor que exudaba el cuerpo del hombre. Aspiró complacida el aroma ácido y dulzón mientras su voz desgranaba las primeras palabras que iniciaban el ritual de seducción.

–Hola, nos hemos visto en el Snoker. ¡Me encanta cómo juegas al billar! Siempre he querido aprender.

La noche había perdido la claridad de hacía unos minutos al tapar la luna llena una nube densa y oscura. El hombre vestido de negro y Rebeca Solé seguían andando lentamente, saboreando el paseo. Él apenas respondía con monosílabos a las preguntas de ella, pero sus ojos no habían dejado de escanear, como un radar perfectamente equilibrado, hasta el último rincón de su cuerpo.

Se detuvo en los pies.

Ella notó la insistencia de su mirada y un leve cosquilleo se instaló en su nuca, conocía aquella sensación, durante unos segundos se sintió inquieta.

El hombre vestido de negro nunca se había detenido a pensar por qué le atraían los pies, simplemente era así, y si estaban enfundados en zapatos de talón de corte clásico, el deseo se convertía en ansiedad, en una necesidad irreprimible de liberarlos de su encierro, de acariciarlos, de chupar y mordisquear los dedos.

Rebeca Solé nunca llevaba zapatos de talón, sus pies eran menudos, de proporciones casi áureas. Él lo había apreciado de una ojeada y en su mente ya notaba su suave tacto acariciándole el pecho, bajando lentamente hacia su sexo y apretando con suavidad el pene. La reacción inmediata fue llevarse la mano derecha hacia la entrepierna para recolocarlo. Había iniciado una erección.

Rebeca Solé advirtió a la vez el desasosiego del hombre y su creciente excitación.

El siguiente gesto de él, fue juguetear con el pañuelo de seda que ella llevaba rodeando su cuello a modo de foulard, mientras los dedos, tropezaban como por casualidad con la piel. La contestación a ese gesto fue inmediata, Rebeca se paró, enfrentó su cuerpo a pocos centímetros del hombre y le despejó con suavidad la frente de unos mechones de pelo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó su mano por la mejilla hasta el cuello y luego fue uno de los dedos el que, como creando un camino en la nada, se paseó por el pecho hasta topar con el primer botón de la camisa.

Todo fluía como un ballet repetidamente ensayado. Las palabras se habían retirado para dejar paso a las emociones, a los deseos, a los sentimientos más primarios.

Los labios verticales de Rebeca Solé se habían humedecido y le transmitían un calor agradable. Una parte de ella, que no podía creer que actuara con la normalidad que lo estaba haciendo, contemplaba con asombro a una mujer salvaje, primitiva, que estaba emergiendo del rincón más oculto de su ser. Encerrada, aislada, escondida desde ya no recordaba cuándo.

El hombre vestido de negro la empujó sin violencia hasta apoyarla en la pared de un edificio, le cogió el pañuelo de seda del cuello y con él le ató las manos a la espalda. La sensación de indefensión la excitó hasta tal punto que se entregó por completo. Él apretó su cuerpo contra el de Rebeca y subió su rodilla por entre las piernas de ella presionando suavemente, al mismo tiempo que la besaba repetidamente en el cuello.

La bocina de un coche, estridente y grosera, junto a las risas de los jóvenes que lo ocupaban, los hizo separarse de forma instintiva. Siguieron su camino cogidos de la mano, con las miradas manteniendo el caudal de emociones.

Las palabras seguían ausentes.

Cinco minutos después, entraban en la portería del edificio donde vivía el hombre vestido de negro. La puerta aun no se había cerrado cuando ella se encontró suspendida en el aire contra la pared, sus piernas rodeándole las caderas, apoyando su sexo contra el del hombre. Él lo halló viscoso, húmedo, anhelante y arremetió con furia, casi con desesperación. El ritmo frenético, delirante, hizo que el primer orgasmo estallara en el cerebro de Rebeca. El segundo llegó pocos segundos después unido al de él.

Los dos respiraban trabajosamente cuando se encendió la luz y el chasquido del ascensor les avisó de que alguien estaba bajando. Él cogió su mano y ambos subieron las escaleras hasta el segundo piso. Al entrar en el pequeño apartamento ella pensó que continuaría la furia, pero se equivocó. De repente los gestos del hombre se habían vuelto lentos, suaves. La despojó de la ropa sin permitir que ella hiciera lo mismo con él, tomándose su tiempo, una a una, con sumo cuidado, como si Rebeca Solé fuera una pieza de arte exquisita y frágil.

Estaba desnuda en medio de la sala de estar, viendo como él había cogido su pañuelo de seda y se lo había puesto alrededor del cuello. Luego empezó a desnudarse sin dejar de mover las caderas, exhibiendo de nuevo un abultado paquete. Por cada prenda que caía flácida al suelo, el hacía un nudo en el pañuelo. Hizo tres en una de las puntas y dos en la otra.

Rebeca Solé lo miraba hechizada ¡era tanta la sensualidad que despedía el cuerpo de aquel hombre!

Al unirse los dos sobre la alfombre, ella notó como una de las manos de él buscaba su ano e introducía en él uno de los nudos, después besó su vientre mientras le colocaba un nudo del otro extremo en el sexo. Rebeca Solé entendió que era un juego y se abandonó al notar que repetía la operación mientras lamía sus pies y mordisqueaba el dedo gordo, luego la mano del hombre empezó a masajearle el clítoris mientras se arrastraba sobre su cuerpo hasta la boca y la llenaba con una lengua rápida, enervante, que contrastaba con la lentitud de los gestos.

Ella pensó que no podría resistir más cuando el último nudo era introducido entre los labios verticales como un bombón que endulzaría su interior. La lengua nerviosa del hombre se trasladó de la boca de ella al clítoris, y jugó con él como si fuera un caramelo dulce, refrescante. El orgasmo se abría paso sin obstáculos, él lo intuyó y tiró del pañuelo de seda hacia fuera liberando los nudos de su encierro consentido. El cuerpo de Rebeca Solé se convulsionó y su cerebro estalló en mil sensaciones. El orgasmo se prolongó hasta sentir que su cuerpo volvía a contener un pene erecto, ansioso, que se movía en su interior excitándola, conduciendo su cuerpo hacia mundos que desconocía.