viernes, 19 de septiembre de 2008

Isla Plana

Cuando Clara Ochoa llegó a Isla Plana por primera vez, algo se movió en su interior.
Habían aterrizado en San Javier, el aeropuerto de Murcia, y desde allí un taxi los llevó a la “Casa del Alma”, nombre con el que se refería siempre a la antigua vivienda de pescadores propiedad de sus abuelos. Ellos ya habían muerto pero en verano toda la familia se reunía allí. Cuando le preguntó por qué la llamaba así, le pareció notar en su expresión una transformación muy sutil, como si un sentimiento de añoranza asomara a sus ojos y su boca se expandiera levemente para apuntar una sonrisa.
–Porque mi alma nació aquí, indistintamente de donde naciera mi cuerpo.
–¿Por qué has tardado diez años en traerme?
–Porque tú necesitabas tiempo y yo también. Yo te he amado, te he entregado mi alma desde el primer momento, desde que te vi aparecer a través de aquella puerta desvencijada y sucia. Pero tú me has odiado desde entonces.
¿Por qué le dolían de aquella manera las palabras de su marido? Era la verdad y sin embargo de repente le parecía tan cruel haber odiado a aquel hombre durante diez años. Estaban atravesando las Cuestas del Cedacero, montañas resecas, sin un árbol, rocas amarillas, naranjas, lilas, sedientas, golpeadas por un sol implacable y pensó que aquel paisaje era su reflejo. Pero en una revuelta, como un regalo que las hadas benéficas hacían a los hombres apareció la gran bahía, el mar azul que sesteaba por la ausencia de aire, sin una ola, como un lago dormido que ronronea al llegar a la playa. Aquella visión la desarmó, su belleza la dejó estremecida. Sedó el odio. En Barcelona había mar, pero aquel era distinto siendo el mismo Mediterráneo, otra faceta, otra forma de relacionarse con la tierra. Me estoy haciendo daño, pensó, estoy permitiendo que mi alma se vaya secando poco a poco y pronto será un telo muerto sin nada en su interior.
Seguían bajando hacia el llano, Isla Plana se encontraba en la parte central del perímetro de la bahía, en la punta izquierda La Azohía, otro pueblo pequeño y a la derecha el Puerto de Mazarrón una urbe masificada que en verano se llenaba de turistas hasta sumar más de cien mil habitantes. Pero estaba lejos, a cinco kilómetros, y esa distancia protegía a Isla Plana.
La “Casa del Alma” la sorprendió. Ella esperaba encontrarse con un gran caserón pero solo era una casa de pescadores, con el exterior y el interior, incluido el suelo, encalados de blanco para rechazar los rayos del sol, las ventanas pequeñas y la puerta de entrada tapada con una cortina, para evitar al máximo el calor y las moscas.
Al entrar sintió frescor y calma, como un mini monasterio donde recogerte y curar las heridas.
La familia de Gerardo Quiroga le recordó a la suya, las mujeres mayores vestidas de negro guardando un luto sin final, las de mediana edad mas abiertas a la moda y las hijas, casi todas de su edad, libres ya de antiguos tabúes. Los hombres como ausentes, incapaces de acceder a aquel mundo de mujeres, un matriarcado perfectamente jerarquizado. La recibieron con naturalidad y Clara Ochoa lo agradeció, liberada de temores y de falsas expectativas.
Habían cuatro habitaciones y cinco familias, así que tuvieron que compartir el cuarto con dos hermanas. Gerardo Quiroga ya estaba acostumbrado y a Clara Ochoa no le importó. Cuando salieron, equipados con el traje de baño y la toalla, él le preguntó si quería ir a los tajos o a la playa y ella le cogió la mano y le contestó que el primer día le apetecía playa.
Los días siguientes trajeron convivencia y confidencias y la familia le descubrió otro Gerardo Quiroga que ella desconocía. Incluso su tía Amelia guardaba unos relatos que él había escrito con no más de veinte años y se los regaló.
Me he atrevido a solicitárselos a Clara Ochoa porque me parece muy interesante conocer los primeros pasos de uno de nuestros mejores directores de cine, y os los transcribo a continuación porque los originales estaban escritos a mano.



EL ERROR
(Relato escrito por Gerardo Quiroga)

Siente frío en los pies. Un frío que amenaza con escalarle el cuerpo. Se levanta y patalea contra el suelo intentando conseguir algo de calor.
La luna está en cuarto creciente e ilumina un mar en completa quietud.
El aire juega lejos de allí.
Sus ojos, a punto de ser atrapados por el sueño, otean un horizonte donde la línea recta no se ve alterada por ninguna silueta que anuncie la inminente presencia de un barco de guerra.
Nunca antes había oído hablar de Isla Plana. Fernando era de Jaén, un mundo de olivos y aceite, nada sabía de mar.
El nombre de Isla Plana lo origina la pequeña isla de no más de 200X100 metros, que se halla frente al pueblo que toma su nombre. Se encuentra en el centro de la gran bahía de Mazarrón, que se cierra por el extremo norte con Cabo Tiñoso y por el sur con el Puerto de Mazarrón. La primera vez que contempló aquella inmensa mancha azul verdosa, el alma le vibró con una frecuencia desconocida. Se le erizó la piel, sus ojos se humedecieron y un sentimiento que confundió con admiración lo desbordó.
Él no lo intuyó entonces, pero su cuerpo supo desde ese momento que no podría vivir alejado del mar.
La guerra lleva ya dos años embruteciendo el país, a él solo hace tres meses que le destinaron a Isla Plana.


Su novia María le ha robado a su madre un pedazo de pan, un tomate, y un trozo de melva que ha sacado del barril donde se hallaba en salazón. Todo reposa ahora a su lado.
Así que Fernando se arrincona y se dispone a comer lo que le ha dado.
Las horas se mueven lentas.
Él y María han conseguido mantener su amor en secreto en un mundo acotado donde todos están al descubierto, no quieren que se entere Juan.
El sopor de la digestión acaba por vencer su resistencia y los ojos se le cierran para poder abrirlos en un mundo de sueños donde la guerra no existe, y el hambre, el frío y la miseria, no se conocen.
El sonido hiriente del teléfono de campaña lo despierta, corre a descolgarlo.
–¡Estás durmiendo o te has quedado ciego, hijo de puta!
La voz se le enrosca en la lengua y tartamudea cuando contesta.
–Es…estoy en el bunker sur, mi capitán y todo está tranquilo.
–Pues empieza a correr hacia el otro, y como no haya nadie, os monto un consejo de guerra que se va a cagar la burra.
–Voy hacia allí y le confirmo, mi capitán.
–No quiero que me confirmes, quiero que empieces a disparar en dirección a Cabo Tiñoso hasta que hundas a los cabrones que están destrozando Castillitos.
–Pero… mi capitán, en Castillitos tienen un cañón más grande, más pot…
–Ellos tienen una mierda con el carenado de giro inservible ¡Qué empieces a correr, coño!


Fernando está corriendo hacia el bunker norte con el cuerpo encorvado, sabe que Ginés está allí, y si no ha empezado a disparar es porque ocurre algo. Inserta la bayoneta en su fusil y abre la puerta de un puntapié.
La escena le encoge el alma, Ginés descansa sobre un charco de sangre. Salta hacia la noche y apoya su espalda contra la pared exterior del bunker, junto al quicio de la puerta, el arma amartillada, el sudor escarchando su rostro.
Escucha atento el silencio.
Entra de forma brusca intentando sorprender al enemigo.
Nada se altera en el interior de la casamata.
Se mueve con agilidad escrutando hasta el último escondrijo, y cuando se asegura de que solo Ginés está con él, empieza a preparar el cañón. Tiene que moverlo tres grados al este. Agarra con fuerza la manivela y empieza a girarlo, luego dispara una, dos, tres veces. La munición está apilada en pirámide a la derecha. Sus movimientos son precisos.
Finalmente una gran explosión, el fuego, y una densa nube negra, lo alertan de que ha dado en el blanco.
Mira a través de los prismáticos.
Aun no está hundido.
Vuelve de nuevo a disparar, una, dos, tres veces, y los dos últimos proyectiles impactan también en el buque de guerra, que se hunde mansamente.
Fernando también se siente hundido, resbala contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Entonces se permite llorar, los sollozos escapan expulsados por pequeñas contracciones del diafragma. El aire entra en sus pulmones repleto de sal, la boca se le reseca, los ojos le escuecen.
Se levanta con movimientos lentos, inseguros, el fusil queda olvidado contra la pared.
Cuando sale de la casamata, una neblina luminosa se está extendiendo por el horizonte.
No regresa a su puesto de vigilancia, se dirige hacia el puente de madera que une la isla con la Playa de los Barcos, sus pasos se encaminan hacia la casa de Sebastián el “Chacho”, el padre de María, el que la ha comprometido en matrimonio con Juan. A esas horas aun no ha vuelto de pescar, tiene que pasar primero por El Puerto de Mazarrón para vender el pescado en la lonja. Pero ella se levanta al despuntar el alba.
Cuando Fernando llega, está salpicando de agua el suelo de tierra para poder barrer la entrada sin levantar polvo.
Sus ojos se encuentran, y en ellos sabe leer María el dolor, la impotencia, la muerte. Su cuerpo se queda inmóvil, las manos agarran el cubo de agua.
–Han matado al Ginés –la voz de Fernando suena extraña, distorsionada.
Silencio.
María sigue quieta, fija la vista en él.
–Estaba en mi puesto, se lo cambié esta noche a última hora porque en el bunker sur hace menos relente y yo no me encontraba bien.
Aquellas palabras la hacen saltar como un resorte. Lo no dicho explota en su cara y el cubo se le cae de las manos encharcando la tierra a su alrededor. Corre hacia él y le abraza mientras estalla en llanto.
–Hemos de irnos ahora mismo, donde Juan no pueda encontrarnos, no nos permitirá vivir si estamos juntos. Si no estás con él no tolerará que estés con nadie. Esta noche, en la oscuridad del bunker, ha confundido a Ginés conmigo, pero la próxima vez no habrá errores.

Fernando y María se alejan de Isla Plana por la carretera que va a las Cuestas del Cedazero, llevan una gastada maleta de cartón y van en busca de un refugio en las montañas desde donde se divise el mar.
Para ellos, la guerra ha terminado
.