miércoles, 10 de septiembre de 2008

Un resfriado de verano

(Verano de 1983)

La opresión en el pecho le había comenzado la noche anterior, su marido le preguntó si se encontraba bien, tienes mala cara, le dijo. Ella contuvo las nauseas e intentó dibujar una sonrisa en su rostro que relajara la inquietud de Gerardo Quiroga.
–¿Estás segura que quieres pasar el fin de semana con tus padre? ¿No sería mejor que te quedaras en cama?
–Hace tres meses que no voy a verlos, se lo prometí a mi madre. No se encuentra muy bien y que mi hermano haya ingresado en la cárcel no la ayuda en absoluto.
En realidad, que su mujer visitara a su familia le molestaba y el tiempo, en vez de disolver ese sentimiento, lo acentuaba. Se había inventado infinidad de excusas a lo largo de los cinco años que convivía con Clara Ochoa para evitar el desplazamiento de su mujer hasta el barrio de La Mina. El no había vuelto, pese a que la película filmada allí le había hecho ganar el Festival de Berlín.
Aquel fin de semana él tampoco se encontraba bien, había discutido con el productor de la película que estaba filmando en aquellos momento, con el diseñador de vestuario, con el director de fotografía y la más grave y la que peor le había sentado, con su mujer. Él le exigió, le ordenó que se quedara aquel fin de semana, venían dos productores americanos y quería que estuviera junto a él, apoyándolo.
Lo que Gerardo Quiroga ignoraba, y nunca supo, es que Clara Ochoa necesitaba desesperadamente ir a casa de su madre, que ya le tenía concertado una encuentro con la tía Moñogordo ( que así la llamaban para no pronunciar su nombre) con la “abortera”.
Estaba de dos meses, y tomar aquella decisión había sido para ella un infierno. En el momento que lo supo todo su ser se iluminó, era algo que había deseado desde que empezó a jugar con muñecas, siempre miraba a las mujeres embarazadas con arrobo, como si fueran vírgenes de una religión de la que deseara formar parte. ¡Le parecían tan hermosas! Los ojos siempre brillantes, la actitud orgullosa de quien se sabe portadora de vida.
Pero pesaba más el odio que aun sentía por aquel hombre.
Nunca le daría un hijo.
Y saber que en aquella acción se unían el castigo a su marido con su propio castigo la tuvo despierta muchas noches.
Cuando llegó a casa de sus padres, la palidez del rostro alertó a su madre.
–¿Estás bien, hija? ¿Has comido todo lo que te dije durante la semana? Tienes que estar muy fuerte para que la Moñogordo te quite a tu hijo.
Las últimas palabras se le clavaron como aguijones en el cerebro y se derrumbó en una silla. Quería gritar, pero solo un hilo de voz salió de su boca.
–No vuelvas a decirme eso, no es mi hijo, no es nada, es solo un montón de células que van a extirparme.
–¡Claro, hija, claro! ¿Estás bien?
–No mamá, llevo toda la mañana vomitando, cuanto antes acabemos con esto, mejor ¿dónde está la tía Eufrasia? ¡tendría que haber venido ya!
Ahora fue la cara de su madre la que se cubrió de ceniza y lanzó un grito de angustia.
–¡Clara! ¡Por el amor de Dios, no vuelvas a llamarla por su nombre! No, mientras ejerza de “abortera”.
En aquel momento una mujer vestida de negro apareció en el dintel de la puerta. Un cuerpo espigado, casi seco, avanzó hacia Clara Ochoa. Se removió inquieta en la silla hasta que la voz de aquella mujer la dejó subyugada, no tenía nada que ver con su aspecto, era suave, envolvente, y el tono tranquilo, sosegado.
–¡No le hagas caso, pequeña, no voy a contagiarte! Son leyendas de beatas ¿dónde está la cocina?
Fue sobre la mesa de la cocina donde Clara Ochoa expulsó todos sus sueños de niña, todas las fantasías en las que se veía ante el espejo con una gran barriga de embarazada, todos los rostros que había recreado en su mente de hermosos bebés que la miraban con cariño.
Vomitó varias veces durante la intervención y al finalizar, su cuerpo estaba tan agotado que se estiró en la cama y durmió el resto del día y toda la noche. Cuando se despertó al día siguiente su madre estaba junto a ella y le hizo beber una sopa que no le supo a nada.
No se sentía con fuerzas para volver a la casa de Gerardo Quiroga, así que su madre lo llamó por teléfono para avisarle que hasta el lunes o el martes no volvería, se había resfriado y estaba en cama con fiebre.
–Ya sabes lo que son estos resfriados de verano, los peores.