viernes, 5 de septiembre de 2008

El clan Ochoa (segunda parte)

(Verano de 1978)

Durante el mes que el equipo de cine estuvo grabando en el barrio de La Mina, Clara Ochoa vivió con un sentimiento de inquietud creciente. Se sentía observada, y raro era el día que no se cruzaba en su horizonte Gerardo Quiroga, siempre con una sonrisa en el rostro, siempre con un gesto amable, pero nunca se acercaba, nunca un ¡Hola, cómo estás! O un ¿Me conoces? soy el director de la película que estamos filmando…
No entabló conversación con ella hasta que una vez acabado el rodaje fue a visitar a su padre, y a esa reunión se sumaron su abuelo, el jerarca del clan, y sus tíos.
Nunca supo lo que se habló en esa reunión, que duró apenas media hora aunque en ella se decidiera el resto de su vida. Su madre intentó ahuyentar sus temores, pero Clara Ochoa sabía que Gerardo Quiroga era un hombre relacionado con el poder, un hombre popular, con éxito, al que se le concedían todos los caprichos, y una persona así podía hacerle daño a su familia a poco que se negaran a sus deseos.
Lo leyó en los ojos de su abuelo y de su padre en cuanto salieron de la chabola. Su madre, que había sido requerida hacía unos minutos, salió detrás de los hombres con un pañuelo anudado entre las manos en cuyo interior se encontraban las escasas pertenencias de Clara Ochoa.
De su rostro no cayó ni una lágrima, era demasiado orgullosa y sabía que toda resistencia era inútil. Su madre sí lloraba, y la abrazó al entregarle el hatillo. Mi pequeña, ten mucho cuidado, le susurró al oído. El silencio parecía esconder todas las palabras que querían ser dichas. A Gerardo Quiroga se le veía nervioso, las manos en los bolsillos, cambiando constantemente de postura, como si le fuera imposible acceder a la que correspondía adoptar en ese momento.
Clara Ochoa se arrodilló ante su abuelo para recibir la bendición. No se trataba de una boda gitana, pero había ritos que no podían ser omitidos.
–Clarita, has traído la bendición a esta familia que gracias a ti podrá abandonar esta chabola, quiero que lo sepas y que te sientas orgullosa. Él nos ha prometido que podrás visitarnos cada semana, si tú quieres, y yo le he prometido que eras virgen y que le serás fiel, que todo se cumpla y que Dios te bendiga.
Clara Ochoa se levantó después de besar las manos de su abuelo y se acercó a su padre para abrazarlo con todas sus fuerzas. Él no tenía la culpa, él no la habría abandonado, pero se debía al clan. A punto estuvo de rendirse al llanto, pero se había jurado que aquel hombre nunca la vería llorar y menos ante su familia.
Subió al coche, y como si fuera el momento de su muerte, una película de su corta vida atravesó su cerebro. Cerró los ojos para concentrarse en ella y sin darse cuenta se quedó dormida.
La despertó la voz amable de Gerardo Quiroga:
–¡Clara, Clara! Ya hemos llegado, despierta, por favor.
Estaban en un parking. Durante unos segundos se sintió desconcertada, pero el rostro del hombre que la había separado de su familia la devolvió a la realidad más inmediata.
Bajó del coche y lo siguió hasta el ascensor que comunicaba directamente con el rellano de su casa. Cuando entró en ella, Clara Ochoa no pudo ocultar un gesto de admiración, nunca había visto algo tan hermoso. Solo en las películas.
La casa de Gerardo Quiroga seguía a rajatabla las últimas tendencias. Uno de los totems del diseño en Barcelona, la casa Vinçon, se la había decorado, y su mano se notaba en los espacios anchos, los muebles justos y la simplicidad casi espartana. Los colores de las paredes tenían como preferencia el blanco y algunas estaban pintadas en colores suaves. La sorprendió la ausencia de cortinas.
Ella lo fue siguiendo por un pasillo lleno de estanterías repletas de libros hasta un cuarto ancho, con un gran ventanal y una cama de matrimonio en la pared frontal a la puerta. Le deseó buenas noches y por primera vez la tocó. Puso las manos sobre sus hombros y le dio un beso en la frente. Luego cerró la puerta tras de sí. Ella se quedó en la misma postura durante varios minutos, como una estatua que hubiera venido a adornar la habitación. La despertó de su ensimismamiento unos golpes en la puerta y la voz desde el exterior que le preguntaba:
–He olvidado preguntarte si tenías hambre ¿Te apetece cenar?
–No, Gracias.
Fueron las únicas palabras que salieron de la boca de Clara Ochoa desde ese momento, hasta que, desnuda, se deslizó entre las sábanas para sentir en todo su cuerpo la suavidad y la frescura que consiguieron relajarla y predisponerla al sueño.
Por la mañana la despertó una mujer de voz enérgica. La informó que era su preceptora, la encargada de su educación, y que aquella mañana tenían que ir de compras .
Fue un día de gran actividad, no solo compraron ropa, también adquirieron libros y material escolar. Teresa Suárez resultó ser una mujer amble pese al tono de su voz, de una edad aproximada a la de su madre. Eso hizo que se rindiera de inmediato ante ella. Eso, y el hecho de que en ningún momento se sintió juzgada, ni un asomo de sombra en los ojos de aquella mujer.
Cenaron los tres unos espaguetis cocinados por Teresa y la conversación la llevaron mayormente Gerardo Quiroga y ella, que le informó de todo lo hecho durante el día. Clara Ochoa enmudecía ante la presencia de aquel hombre.
Al acabar de comer, la mujer se quedó fregando platos y arreglando la cocina mientras Clara Ochoa se dirigía a su cuarto seguida por Gerardo Quiroga, que esta vez no se quedó en el exterior. Entró junto a ella y se sentó en el pequeño sillón situado frente a la ventana. El delgado cuerpo de la muchacha se quedó rígido y los ojos volaron hacia el exterior para fijarlos en una luna llena creciente que parecía la C de su nombre al revés, como una metáfora de su estado de ánimo.
Cuando sintió las manos sobre ella, bajando con suavidad los tirantes del vestido a través de sus brazos, el cuerpo, además de rígido, se le quedó vacío, su piel inhibió el tacto y ya no sintió nada más, los ojos fijos en la luna.
Solo oyó la voz lejana de Gerardo Quiroga:
–¡Dios mío Clara, eres tan hermosa…!