viernes, 26 de septiembre de 2008

Una llamada telefónica

(Septiembre de 2008)
–¿Antonia?
–Si.
–Soy Clara Ochoa.
Me quedo sorprendida, hasta ahora solo me ha escrito y mi teléfono lo conoce muy poca gente.
–¡Ah! Hola… ¿Cómo has conseguido mi número?
–No importa…
La interrumpo.
–Sí importa, Clara. A mí me importa.
–He prometido a la persona no decírtelo.
Empiezo a sentirme furiosa, sobre todo por el tono de su voz.
–Es tu problema, tu promesa, estoy empezando a hartarme de tanto secreto. O me dices quién te ha dado mi número o cuelgo y no hace falta que vuelvas a llamar.
–¿Qué tal si empezamos de nuevo? parece ser que no lo hemos hecho con buen pie.
–Primero el nombre.
Hay unos segundos de silencio. Debe estar pensando que no hay más remedio pero le cuesta decidirse.
–Georgina Sierra
–¿Mi hija?
–Si.
La ira se filtra en mi voz.
–¿De que coño conoces tú a mi hija? ¿Quién le has dicho que eras? Te estoy permitiendo que juegues conmigo, pero no consentiré que involucres a mi familia.
–Tú lo has hecho.
–¿Yo? ¿De que demonios estás hablando?
–¿A qué ha venido el viajecito a Isla Plana? ¿Crees que miento? ¿Qué sesgo la historia?
–Eso no tiene nada que ver.
–¿Por qué? ¿Por qué lo dices tú?
–No, porque tu marido es un personaje público. Un director de cine, de referencia para muchos. Él está muerto, no podía defenderse…
No me deja terminar.
–Si yo mentía ¡Claro!
–No, y lo dejé muy claro en el texto que colgué en el blog. Tu verdad está filtrada por ti, es lo que tú sientes, lo que percibes, ningún hecho, ningún acontecimiento tiene una sola verdad. Hay varias verdades, varias percepciones sería mejor definición, y yo me sentí obligada a contrastarla.
Silencio. Vuelvo a hablar yo.
–Y salió “La Santica” Clara, y apareció el gris, los matices. Además estoy escribiendo porque tú me lo pediste, si no quieres, dejo de hacerlo, y aquí paz y después gloria.
–¡No! Me gusta cómo escribes, aunque algunas veces no me reconozco. Lo leo y me parece que se trata de otra persona ¿Por qué no hablaste más de Teresa? Yo te di mucha información y tú apenas si la nombras. Para mí fue muy importante. Ella también tuvo su infierno a una edad próxima a la mía. Por eso nos entendimos de inmediato, por eso me sentí protegida. Gracias a ella sobreviví.
–No me pareció necesario, estabas tú y tu marido, los auténticos protagonistas, desarrollar otro personaje hubiera mermado la importancia de vuestra historia. De todas maneras la nombro, lo justo, creo, lo necesario.
–Quiero que hables más de ella.
–Si quieres que lo haga, construiré una historia aparte, un pequeño relato.
–Vale, pero quiero que salga, quiero que vea lo importante que es para mí. Hoy te he enviado por carta nuevos manuscritos. Gracias. Te llamaré.
Y cuelga el teléfono sin darme tiempo a volverle a preguntar cómo conoce a mi hija. Llamo al teléfono que aparece en el móvil y no contesta. Entonces llamo a mi hija y le pregunto de qué conoce a Clara Ochoa. Es su asesora financiera. Mi hija gestiona patrimonios y casualmente uno de los que negocia es el de ella.
Está empezando a cabrearme, no se si le aguantaré la tontería mucho más.


LA PEQUEÑA HISTORIA DE TERESA ANTES DE QUE GERARDO QUIROGA LA LLAMASE A ISLA PLANA PARA QUE SE ENCARGARA DE CLARA OCHOA.

Teresa nunca conoció al marido de su hermana.
Ana se había ido lejos siendo ella muy joven, después de una fuerte discusión con su padre.
Nunca supo el por qué, pues en aquellos momentos solo contaba diez años y se había escondido en el rincón mas alejado de la casa, huyendo de la violencia que atravesaba en fuertes oleadas el viejo comedor. Odió a su hermana con todas las fuerzas de un cuerpo de niña a punto de convertirse en mujer. Primero por dejarla sola, y después, por la inmensa tristeza que fue descubriendo, día tras día, en los ojos de su madre, que murió dos años después. Habían sido treinta años de odio sin una carta, sin una llamada, nada a lo que aferrarse para poder comprender.
Pero esa noche Ana volvía a Isla Plana, volvía a la casa familiar acompañada por su marido.
El padre de ambas había muerto el día anterior, después de una enfermedad de diez años que le acentuó día a día el egoísmo, la impaciencia, la ira. Teresa estaba sola, lo cuidó buscando refugio en aquellas imágenes de un padre cariñoso que, siendo niña, la tomaba en brazos, le hacía cosquillas bajo el vestido, y le acariciaba después suavemente la espalda.
También buscó refugio en el odio a la hermana. La culpó de su soledad, de sus ataduras, de su carácter amargo, de su impotencia. Le echó en cara, una y otra vez, que al marcharse se había llevado hasta el alma de sus padres.
Ahora Teresa tenía cuarenta años, la casa había envejecido con ella y ya no se hallaba a las afueras del pueblo.
Volvió dos horas antes de que cerrasen el tanatorio, quería arreglar la casa y tenerlo todo a punto. Limpió un lavabo impoluto y barrió un suelo sin rastro de suciedad. Sin apenas darse cuenta, se encontró frente al antiguo dormitorio de su hermana sosteniendo entre las manos las sábanas para vestir la cama, preguntándose en voz alta, como si de repente reparara en ello:
–¿Cómo se habrá enterado de la muerte de padre?
Por teléfono solo se habló de la hora de llegada, sobre las doce de la noche. La llamó el marido de Ana, y su voz le dejó regustos de prepotencia.
Cuando todo estuvo a punto, bajó hasta la cocina para calentarse leche que inundó de cacao. Permaneció allí sentada más de dos horas. En algún momento, durante ese tiempo, apoyó la cabeza sobre el dorso de las manos y se quedó dormida.
La despertó la guardia civil sobre la una de la madrugada golpeando con fuerza la puerta de entrada. Venían a informarla del grave accidente que había arrebatado la vida a su cuñado. De la hermana le dijeron que tenía las piernas destrozadas y se hallaba en estado de coma.
Mientras los agentes esperaban en la cocina, recorrió la casa con paso lento, asegurándose que todas las luces quedaban cerradas. Se paró unos segundos ante la puerta de la alcoba, donde en aquellos momentos debería estar durmiendo el matrimonio, y se acercó a la cama. Permaneció ante ella inmóvil, la mirada fija en la imagen de la virgen que presidía la habitación, y alisó con la mano la pequeña arruga que se había creado en el embozo mientras una ligera sonrisa se le insinuaba en los labios.
Con paso decidido se dirigió a su cuarto y, como si de un regalo se tratara, rasgó el papel que envolvía la caja de cartón apoyada sobre la cama. Sacó de ella la rebeca de color negro que se había comprado aquella misma tarde y se la puso.
Desde la puerta de la cocina salió a la noche escoltada por la guardia civil, e iniciaron el viaje de diez kilómetros que la llevaría hasta el Hospital Provincial.
Al atravesar el dintel de la habitación 207, en la segunda planta, se encontró con una mujer de cuarenta y ocho años llena de canas que le envejecían las facciones y de contusiones que le deformaban parte del cuerpo. Respiraba asistida por una maquina empeñada en inundar la habitación con el sonido monótono del fuelle. Se acercó a la mujer y, con extrema lentitud en los gestos, le arregló un doblez de la sábana, le acarició suavemente la frente, apartó de ella un mechón de pelo y, acercando los labios al oído de su hermana, le dijo:
–Hola Ana, no temas, yo cuidaré de ti.