viernes, 25 de julio de 2008

Julian Ribés

(Verano de 2001)

La noche en que Julián Ribés le robó el cojín a Clara Ochoa, la invitó a tomar una copa mientras el grupo se desperdigaba finalizada la sesión de terapia.
Posible sentimiento de culpa pensó ella, pero aceptó, no le apetecía quedarse sola y empezar a pensar en todo lo que había sucedido en el interior del círculo. Además, desde el primer momento Julián había captado su atención. No era especialmente guapo, pero Clara Ochoa nunca había prestado interés al exterior, lo que realmente la desarmaba era la inteligencia, y en Julián adivinaba, mundo, cultura y una gran habilidad para la conversación. Su marido, Gerardo Quiroga, se había aislado en Isla Plana durante quince días, cada vez lo hacía más a menudo, Julián podía ser un buen sustituto.
Intuyó algo oscuro, una indefinible sensación de peligro, pero se deshizo de ella antes de que pudiera alterar su necesidad de no pensar, de no enfrentarse a todo el raudal de sentimientos que la sesión de terapia había dejado al descubierto. No quiso pensar que aquel no era un buen momento, que se encontraba en un estado de indefensión donde cualquiera podía penetrar en su interior y manipularlo sin que encontrara ningún obstáculo. Y ahora ya no se trataba de un cojín, había más cosas en juego.
El local donde entraron era amplio, decorado sin duda en los lejanos años sesenta. Al fondo, excesivamente iluminados, se hallaban seis billares americanos, cinco ocupados por un grupo de turistas asiáticos que jugaban creando un gran alboroto y uno por una pareja extraña que permanecían en el más absoluto silencio. Sus movimientos pausados contrastaban con los apresurados y caóticos de los japoneses ¿o eran chinos? Clara Ochoa pensó que le parecía extraordinario que pudieran distinguirse unos a otros. Se sentaron algo alejados para poder hablar, pero la mirada de Clara Ochoa se había quedado suspendida del hombre y la mujer vestidos de negro y de los movimientos que realizaban, semejantes a un ballet contemporáneo perfectamente sincronizado.
Durante unos segundos su mirada se cruzó con la de la mujer, que le regaló una sonrisa.
Julián Ribés pidió un martini seco, ella un whisky sin hielo. La conversación la inició él y de lo primero que habló fue del marido de Clara Ochoa. Le comentó que hasta aquella tarde no había sabido que era el gran Gerardo Quiroga, uno de los directores de cine que más admiraba, que debía ser apasionante compartir la vida con un hombre así, que por qué nunca hablaba de él en las sesiones de terapia, que vaya una suerte haberla conocido y por fin la petición que deseaba hacer desde el principio:
–Me encantaría pasarme algún día por tu casa para poder conversar con tu marido.
Menudo hijo de puta, pensó Clara Ochoa, primero me jode en la terapia y ahora me humilla ignorándome, para que quede claro que yo no soy nadie, que a nadie le importo, soy, simplemente, el escalón que lleva hasta mi marido.
Si de algo le estaba sirviendo la terapia, era para reconocer a los imbéciles y para dejarle claro que no tenía por qué aguantarlos, así que se bebió de un trago el whisky que aun le quedaba en el vaso, recogió su bolso, y mientras se levantaba le tiró lentamente a la cara, sílaba a sílaba, la palabra jó-de-te, como si esa fuera la despedida más adecuada, la más correcta, la más amable.
No se giró. Salió a la calle y caminó unos metros, luego se detuvo y se escondió en el interior de un portal desde donde podía ver la entrada del bar.
Su compañero de terapia tardo cinco minutos en salir y se alejó en dirección contraria a la que ella se encontraba. Clara Ochoa permaneció oculta durante una hora más, no era Julián Ribés quien le importaba, tenía un pálpito, una necesidad y hubiera esperado más tiempo, el necesario, en un estado de aletargamiento que le era fácil conseguir, sin pensar, sin plantearse nada, porque plantearse algo era aceptar que había buenas y malas decisiones.
Cuando vio salir al hombre y la mujer vestidos de negro, enseguida recuperó el estado de alerta y los siguió, a cierta distancia, durante diez minutos, hasta que vio como la mujer se despedía con dos besos en la mejilla y el hombre seguía su camino. Entonces, empezó a acortar distancias.
La luna llena no permitía que las sombras se adueñaran de las calles, y el intenso calor que había tragado el asfalto durante el día, hacía que el relente de la noche se evaporara con solo posarse sobre él, creando una neblina lechosa que jugaba entre los pies de Clara Ochoa y el hombre vestido de negro, como un primer vínculo que conectara sus cuerpos.
El semáforo en rojo fue la oportunidad que estaba esperando. Acabó de acercarse a él, y mientras lo hacía, notó el fuerte olor que exudaba el cuerpo del hombre. Aspiró complacida el aroma ácido y dulzón mientras su voz desgranaba las primeras palabras que iniciaban el ritual de seducción.
–Hola, nos hemos visto en el Snoker. ¡Me encanta cómo juegas al billar! Siempre he querido aprender.