sábado, 13 de noviembre de 2010

“SI”

Mil novecientos ochenta y seis, estoy en el estudio que Toni comparte con Xavi, juntos estudiamos en la escuela Massana el último curso de pintura. La casa es muy pequeña, pintada de blanco, Toni se queja de que no tiene perspectiva, no puede alejarse lo suficiente del cuadro pese a que nos hallamos en lo que sería el comedor, la habitación más grande de la vivienda, yo estoy sentada en el suelo, en el espacio de pared que queda entre los dos balcones, el sol se cuela a través de ellos, atraviesa el aire, y descubre en su intimidad las motas de polvo que bailan en silencio hasta posarse rendidas sobre el pavimento. Estoy leyendo un libro de Margaret Millar, empecé a aficionarme a la lectura con Agatha Christie, cuando acabé con sus libros seguí con los de Dashiel Hammet, luego Ross MacDonald, no me atrevo a apartarme de la novela negra, Toni empieza a ponerse nervioso, hay algo en su cuadro que no le satisface, pero no acaba de localizar qué falta o qué sobra en él, Xavi se ríe, con esa risa franca que regala con generosidad, su cuadro es más pequeño, se halla sobre el suelo, separado de la pared lo justo para que pueda moverse con comodidad, pasea en círculos alrededor del perímetro con la mirada fija en él, una de sus manos sostiene la mitad de una botella de plástico cortada por un cuter llena de óleo magenta, en la otra un pincel, de tanto en tanto se agacha y deposita una nueva pincelada, como un ritual asumido por su cuerpo hace mucho, mucho tiempo. Leo la última página, la última palabra, se acabó, digo en voz alta, Toni se vuelve hacia mí y me pregunta ¿Has leído “Sí” de Thomas Bernhard? Le contesto si es novela negra, él dice no y yo arrugo la nariz, no seas tan cerrada, me dice, deja sobre una pequeña mesa los pinceles que lleva en las manos y sale de la habitación, vuelve con un libro muy delgado y pequeño, la mitad de un folio y apenas 120 páginas, empiezo a leer y el libro me atrapa, no hay ni un solo punto y aparte en todo el recorrido de las páginas que voy tragándome con avidez, como si cometiera un pecado de gula, tres horas más tarde leo la última palabra impresa, “sí” punto y final. Toni y Xavi están en el balcón, mirando con descuido las pocas personas que pasan bajo él, Xavi está fumando un cigarro, me acerco por detrás y desde allí abrazo a Toni, apoyo mi mejilla sobre su espalda, se vuelve, me separo y me sitúo junto a él apoyando mis brazos sobre la baranda, le digo, gracias, aun estoy emocionada, todos los sentimientos que ha desatado el libro en mí, continúan a flor de piel ¿Te ha gustado? Me pregunta, tío, acabas de descubrirme un mundo nuevo, le digo, y beso con ternura su mejilla. Hace ya mucho tiempo que no tengo noticias de Toni ni de Xavi, pero cada vez que recorro con la mirada los libros que se agolpan en mi biblioteca, los ojos se detienen ante el viejo ejemplar de “Sí” que me regaló aquel día Toni, su cara y la de Xavi tornan a mi memoria jóvenes, desbordando creatividad, vida, en ese momento, una pincelada de felicidad vuelve a iluminar mi alma.

sábado, 2 de octubre de 2010

JUAN
El verano de 1945 estaba siendo diferente en el pequeño pueblo pesquero de Isla Plana.
El calor se presentó tarde, y desde Barcelona, llegaron tres hombres para desguazar la mina de hierro.
Cristóbal era uno de ellos.
Dormían en casa de la Damiana, la única que por sus proporciones podía alquilarles dos dormitorios, y comían en el viejo ventorrillo de la Salvadora, junto a los pocos buhoneros que entre semana visitaban el pueblo voceando sus mercancías y el recovero, que proveía a las mozas de puntillas, y a las mujeres de ropa para vestir sus lutos.
La pesca y la mina entretenían a los hombres. Pero hacía dos años que sacar el material casi superaba el precio de venta, por eso, en primavera, la mina cerró.
Con la Salvadora vivían su marido, su hija, una adolescente mimada y consentida hasta la exageración, y su sobrina Lucía, que era la tercera de diez hijos.
Cuando la Salvadora pidió a su hermana María que le prestara a una de sus hijas para ayudarla en la tienda, no escogió a Lucía porque sí. La sonrisa era la expresión más frecuente de su rostro, y la paciencia, su virtud.
Tenía veintisiete años, y desde los catorce se levantaba cada día con el alba para barrer la tienda. Luego cogía dos haces de esparto, y en la piedra plana, frente al mar, los golpeaba con el mazo hasta que rompía los nervios, hasta que perdían la rigidez. Volvía despacio, aspirando el aire salobre de la mañana, y se sentaba en el poyo de la puerta a hacer filete. Los metros de cuerda salían de sus hábiles y rugosas manos con rapidez.
–Buenos días nos de Dios, Lucía. Despáchame una onza de aceite.
–Hola "Churra", muy pronto vienes hoy.
–Sí, he de hacer la comida de mi hijo, que se va a la mina a ayudar al Cristóbal y a los otros dos. Parece ser que el vapor para llevarse las vagonetas, el ascensor y los raíles de la mina llega hoy desde Barcelona y aun no tienen preparada la primera carga.
–¿Ya viene hoy? Esta mañana solo he visto mamparras en el mar.
–Pues sí. Poco van a durar aquí los mozos. Poco debe quedar ya por cortar.
–¿Algo más, "Churra"?
–Sí, que espabiles, mi hijo me ha dicho que tienes los ojillos raros y... ya sé que no es mi casa, pero ese Cristóbal es una buena persona y te mira bien. Mejor está que el Lorenzo.
–¡Mira que os gusta emparejar!
–Si, bueno...bueno, dame el aceite, yo ya sé lo que me digo.
Lucía dejó el filete y empezó a pasearse por la tienda, aquella noche haría una cena consistente, abundante, vendrían cansados. Era su manera, la única que conocía, la única que le habían enseñado de dar salida a la ternura que almacenaba su alma, de hacer evidente su interés.
Hacía una semana que el primer buque, con parte de la carga, había partido de Isla Plana, y desde entonces, Lucía acompañaba todas las tardes a Cristóbal hasta la salida del pueblo y allí se despedían. Luego él caminaba cinco kilómetros, dos y medio de ida, dos y medio de vuelta, hasta la venta de la Tomarricha, la única que disponía de una vieja máquina italiana en quince kilómetros a la redonda, para conseguir saborear una humeante taza de café exprés.
En el pequeño pueblo todos conocían esa excentricidad de Cristóbal, y sonreían benevolentes al verlo pasar, estirados en cómodas hamacas a la puerta de las casas, tomando el fresco, o permitiéndose una siesta.
Esa tarde, Lucía le hizo una pregunta extraña.
–¿Habéis cortado ya a Juan? –Cristóbal se volvió con el semblante atónito.
–¿Juan?
Lucía se echó a reír con esa risa suya suave y llena, y durante unos segundos no pudo dejar de hacerlo. Cristóbal se había parado y esperaba.
–Bueno… yo la llamo Juan, es la plancha de hierro que hay en la entrada de la mina, la que a veces sirve de puerta, la que mira al mar. Durante dos años le estuve llevando la comida a mi tío Sebastián, que en aquel entonces era uno de los capataces. Mientras el comía, yo me sentaba junto a Juan y me apoyaba en él. Era mi confidente. A veces, cogía las piedras más duras que encontraba en el suelo, y escribía sobre su robín. También dibuje una vez un barco que estuvo varado durante dos semanas en la punta de la Azohía.
Al día siguiente, mientras ella le llenaba el plato de lentejas, Cristóbal levantó la vista y le dijo:
–Hoy, Salvador quería cortar a Juan porque era muy grande para cargarlo, pero le he convencido de que no lo haga. En Barcelona hay un chaval que vive cerca del almacén, dice que es escultor, siempre viene pidiendo cosas raras, y solo quiere que lo atienda yo. Dice que mis manos, aunque yo no lo sepa, son de artista. Le he dicho que se lo podríamos vender. Pero José María, que así se llama, solo se lo quedaría entero, o sea, que ya me ves a Fulgencio, a Salvador y a mí, cargando la plancha en la barca y llevándola hasta el buque. Bueno… ¿qué te parece?.
–Mañana os haré arroz con leche.
Los tres hombres rieron, y los ojos de Lucía se iluminaron con la llama temblorosa del candil de carburo.
Aquella noche, después de cenar, Cristóbal se acercó a Lucía y le dijo:
–¿Me acompañas hasta la piedra plana?
Juntos caminaron por el acantilado, donde una luna creciente dibujaba su sombra sobre el mar.
–Antes de embarcar a Juan, yo también he escrito algo en él. Estaba lleno de frases hermosas, y tu barco parecía navegar por mares de fuego.
Cristóbal calló y Lucía lo miró, esperando.
–En tres o cuatro días habremos acabado de cargar el buque y mis compañeros y yo volveremos a Barcelona. No soy demasiado bueno con las palabras, pero sé que no voy a poder olvidar tu risa ni tus ojos color miel. Haces el mejor arroz con leche que he comido nunca.
Los dedos de Cristóbal avanzaron tímidamente hacia los de Lucía hasta rozarlos y un estremecimiento recorrió los dos cuerpos.
–¿Qué has escrito en la plancha?
Los labios de Cristóbal se acercaron al oído de Lucía y le murmuró unas palabras al amparo del viento, para que no volaran hacia el mar, para que no se perdieran en la noche.
La voz de Lucía sonó resuelta cuando le dijo a Cristóbal:
–Mañana por la mañana llamas a tu jefe y le dices que tú volverás en tren conmigo unos días más tarde, le tengo mucho miedo al mar, se ha llevado demasiada de mi gente.
Hacía diez minutos que mi hija Georgina escuchaba la historia. Ella casi no recordaba a su abuelo Cristóbal, que murió cuando apenas tenía dos años, pero sentía verdadera pasión por su abuela Lucía. Tres días antes se habían cumplido dos años de su muerte.
Este hecho, había coincidido con la exposición retrospectiva en el Macba del escultor José Mª Subirachs, y ante nosotros, erguido y solemne en medio de la sala, estaba Juan.
En la parte superior derecha se apreciaba la forma sutil de un barco y a su lado, con letras de molde apenas intuidas, se leía, amo a Lucía.

sábado, 22 de mayo de 2010

LA CENA DEL VIERNES

–Paco ¿Cómo consigues no llegar nunca a la hora acordada?

­–No te creas, tiene su merito y su dificultad.

–Pues por mí no hace falta que te molestes, puedes llegar en punto.

–¡Vamos, Julia! Cualquiera diría que llego una hora tarde.

–¡Veinte minutos, Paco! ¿Te parece poco?

–Pero si estás en este estupendo bar, con calefacción, cómodamente sentada y bebiéndote uno de los mejores chocolates que se hacen en Barcelona.

–Eso sí, nadie puede negar que el estilo te sale por las orejas, que sabes donde citar a la gente, pero vamos a lo que vamos ¿Me has traído el original?

–Te lo he traído. No he tenido tiempo de corregirlo todo, no se… el último cuento…

–Todos los autores sois iguales.

–¡Vaya frase hecha que acabas de soltar!

–¡Y?

–Nada, nada, ya veo que hoy vienes de sensible

–¡SOY, sensible, y cínica, y encantadora, inteligente, culta, maniática, consecuente, honrada, vanidosa…

–Vale, vale, ya me has dejado impresionado para siete meses.

–¿Vendrá Teresa el viernes a la cena?

–No se, estos días esta liada. Se lo dije y me contestó que ya me diría algo, pero…

–Ya la llamaré yo.

–¡Qué pasa! ¿Te crees que no se lo he dicho?

–No digas tonterías. Pero estoy segura de que no habrás insistido ¿Cómo lo lleváis?

–Lo llevamos.

–Amplía.

–¡Joder, Julia! Una separación es algo doloroso, íntimo ¡Ya sabes! eso que uno quiere guardarse para sí, encerrarlo en una cajita de plata e intentar que el exterior, y sobre todo los “amigos”, no lo contaminen.

–Pero da la puñetera casualidad de que yo no soy tu amiga, soy tu editora, y en ocasiones, como la cena del viernes, os necesito a los dos relajados, sonrientes y felices.

–Pues te va a costar.

–Pues ya te estás poniendo las pilas.

–Solo hay una cosa que odio de esta profesión. El periodo de promoción que sigue a la edición de un libro. Un libro que has acabado hace dos años, del que no quieres volver a oír hablar porque es agua pasada, y porque estás escribiendo otro que absorbe tu cerebro al doscientos por cien.

–Tienes más razón que un santo, pero es lo que hay. “Convivencia” se está vendiendo muy bien y necesito que me ayudéis a mantener esas ventas al mismo nivel. Eso quiere decir entrevistas, televisión y todo lo que se me ocurra. Y no me mires con esa media sonrisa o te llevo al programa de libros de la dos…

–¡Nooo, por favor! Eso no es una promoción, es una putada máxima.

–Pues que sepas que me ha llamado, quería entrevistaros a los dos, pero finalmente he conseguido que solo vaya Teresa. Ten claro que me debes una y no es de las pequeñas.

–¿Te apetece un poco Julia?

–Tiene muy buena pinta eso que te acaban de traer ¿Es una crep?

–Si. Está rellena de chocolate y el helado es dulce de leche.

–¡Qué suerte tienes! ¡No sabes la envidia que me das! Comes lo que te da la gana y siempre estás delgado. Yo tengo que conformarme con mirar.

–Pues el tazón de chocolate no te lo has mirado mucho.

–¿Has leído el último de Ishiguro?

–Si.

–¿Y?

–¡Bien! No está a la altura de Los Inconsolables, pero es un Ishiguro.

–Yo no consigo meterme.

–No te fuerces, Ishiguro necesita que estés receptiva, ya encontrarás el momento. Déjalo un par de semanas y luego vuelve a cogerlo, pero no empieces a partir de lo ya leído, comienza de nuevo, desde la primera página.

–¡Vale! Ya te diré que tal me ha ido.

–Y hablando de lo que se supone que habíamos venido a hablar. He puesto los relatos en el orden en que los he escrito, prefiero que decidas tú cual será el primero.

–De acuerdo. Lo miraré con todo el cariño del mundo. ¡Tu primer libro sin Teresa!

–No quiero que lo mires, quiero que lo leas.

–No seas borde. Tengo que marcharme ya. He quedado con Pedro Oñate en el despacho. Los leeré y te llamaré en cuanto lo haya hecho. Recuerda la cena del viernes. Ya llamaré yo a Teresa.

–¡Vale, vale! Vaya prisa te ha entrado.

–Si no hubieras llegado veinte minutos tarde…

–El último tengo que arreglarlo…

–Si, ya me lo has dicho. No te preocupes, lo tendré en cuenta, pero estoy segura de que estará bien. Eres un maniático. Dame un beso.

–Adiós, cariño.

–No te olvides de la cena del viernes

miércoles, 5 de mayo de 2010

CONTAR UN CUENTO

No recuerdo si todo sucedió al iniciarse la tarde o cuando los coches que circulaban frente a mí empezaron a encender las luces de posición.

Lo que si he retenido en mi memoria es el lugar; "Starckbusch Café", el que se haya frente al centro comercial de La Illa en la parte alta de la Diagonal. Yo andaba intentando completar el guión de lo que pretendo sea mi próximo libro, sentada en uno de los cómodos sillones que ese local pone a disposición de sus clientes en una especie de imitación kitch de una sala de estar. A mí, pese a todas las reticencias anteriores, consiguen convencerme y casi siempre paso allí muchas de las horas que huyo de mi casa intentando alejarme de la presencia hostil, perenne e inamovible de la madre de Andrés.

Andrés es mi marido, pero debido a su carrera política, se ve muchas veces imposibilitado de prestarme los servicios que de su condición de cónyuge puedo exigir, como por ejemplo la compañía. Supongo que he sido un poco laberíntica para explicar que me siento sola casi siempre, por no generalizar y sacar el casi que he antepuesto a la palabra siempre, pero yo soy así. No querría que tomarais cuanto acabo de decir como una queja, en absoluto, en realidad es la vida que quiero vivir. Hago lo que me da la gana, pero sé que Andrés siempre estará a mi lado en el momento que realmente lo necesite. De eso no tengo ninguna duda.

Cuando llegué y después de pedir un café con hielo tome asiento, él, ya estaba allí.

Como voy en moto, cada vez que entro en algún local, ejecuto el mismo ritual. Primero descuelgo el bolso del hombro y lo dejo sobre la mesa, luego me despojo del casco, el chaquetón, la bufanda y los acomodo, abro el bolso, cojo el móvil, la libreta y las gafas de vista cansada, los deposito sobre la mesa, cierro el bolso, lo cuelgo de mi asiento o lo dejo junto al casco y el chaquetón. Punto final. Todo ello crea una especie de hipnosis colectiva entre las personas que me rodean, que vuelven a sus conversaciones en cuanto me siento, abro la libreta y empiezo a escribir.

Pero él no.

Él siguió mirándome, divertido, como si hubiera estado observando una escena teatral. Creo que no aplaudió por sentido del ridículo.

Levanté los ojos del bloc y le sonreí, enviándole con la mirada un mensaje cifrado: "Ya ves chico, es toda una historia, pero que se le va a hacer, ir en moto también tiene sus desventajas".

Nuestras miradas se cruzaron varias veces más, al levantar él la vista del libro que estaba leyendo y yo de mi cuaderno.

No creo que pasara más de media hora hasta que aparecieron la mujer despampanante de anchos pechos y estrecha cintura, todo ello debidamente publicitado, y un hombre con el cráneo afeitado, media camiseta naranja y la otra media a topos verde claro y verde oscuro, pantalón rojo cardenal y bambas indescriptibles, que resumiría como un tío raro. Hablaron unos pocos minutos y de repente él se levanta de su sillón, se acerca a mi y me dice casi sin respirar:

Hola, perdona que te moleste, mi nombre es Luís, Luís Coronado. Aquellos dos que están sentados conmigo son compañeros de trabajo. Estamos rodando un spot en los jardines de Piscinas y Deportes ¿Te importaría hacer ante una cámara todo lo que has hecho al entrar aquí?

Ya no estaba sentada en el Starckbusch Café. Como la lluvia había retrasado el rodaje, me acomodaron en una especie de tienda de campaña luminosamente blanca, de esas que salen en la tele con la cruz roja encima para que no la ametrallen los helicópteros.

Junto a mi estaba Luís, y desde hacía más de media hora lo tenía literalmente cosido a preguntas, igual que a la despampanante, que se llamaba Claudia y que respondía a las cuestiones de producción. El hombre raro, Eduardo, nos preparó unos combinados que estaban buenísimos y yo, poco acostumbrada, empecé a sentirme liviana como una nube y fascinada por cuanto me envolvía: Cámaras, focos, micros, ordenadores, mesas de mezclas y... y los ojos color avellana de Luís.

Si he de seros sincera nunca, hasta ese momento, me había planteado la posibilidad de pegarme un revolcón con alguien, pero el alcohol nubla los sentidos y yo ya llevaba dos combinados en mi cuerpo. Mis sonrisas eran cada vez más radiantes y hasta le reía las gracias a Claudia.

De repente paró de llover y todo se puso en marcha, a una velocidad que sobrepasaba mi ritmo vital y más en aquellos momentos. Mi actuación se resolvió en siete tomas, luego me senté, agotada y medio mareada , con los cócteles dando vueltas en mi estómago, hasta que salí disparada hacia un rincón del parque donde vomité todo lo vomitable.

Luego volví a sentarme en la misma silla de lona que ocupaba anteriormente e intenté calmarme para poder coger mi moto y volver a mi hogar, donde la madre de Andrés me daría la bienvenida con sus momificados ademanes.

No creo que pasara una semana cuando volví al Starckbusch Café y me senté a contemplar el ir y venir de coches y personas en una de las manifestaciones más auténticas del movimiento contínuo.

Yo ya estaba sentada cuando entró Luís y se dirigió directamente hacia mí. ¿Volvéis a necesitar una "motard"? le dije entre risas nerviosas, no, me contestó con destellos fulgentes de luz en sus ojos color avellana, pasaba por la acera, te he visto y he pensado que podíamos ir a comer aquí delante, al Hilton. Por supuesto si tienes tiempo y si te apetece.

Y ya ha llegado el final de la historia, enmarcado en esta lujosa habitación del Hilton donde se hospeda Luís. Él hace rato que ha salido hacia el aeropuerto con destino a Nueva York para empezar un rodaje y yo sigo aquí, relajando mi ansiedad en este maravilloso jacuzzi, sin acabar de creer que estas cosas pasen en la vida real.

Nos hemos dicho adiós con la mirada alegre, hasta que volvamos a encontrarnos, algún día, en el Starckbusch Café.

miércoles, 21 de abril de 2010

OTRA VEZ ESTA AQUI

Otra vez está aquí y yo sigo con el turno de noche.

También es mala suerte.

Tres veces seguidas.

Su cena parece un ritual, no toma ningún tipo de aperitivo, pide ensalada de queso de cabra y carpaccio de ternera con foie, e incomprensiblemente lo riega con “Vi de gel”, sin duda lo más parecido a un pecado mortal.

Luego los cafés. Hasta tres. El último nunca antes de las dos.

* * *

Otra vez está aquí y yo sigo con el turno de noche.

También es mala suerte.

Cinco veces seguidas.

Una primera mirada, nunca te revelaría lo borde y prepotente que puede llegar a ser. Su pelo de buen corte, algo descuidado al peinarse, junto con el grueso bigote, confieren a su cara un aspecto amable.

La categoría de su traje está a la altura de un Armani, la pajarita siempre de seda, sus Lottuse y un discreto Rolex de oro que rara vez le asoma a través del puño de la camisa.

A las tres de la mañana, cuando le ayudo a ponerse su abrigo de pelo de camello, está impoluto, exactamente igual que cuando entró.

* * *

Otra vez está aquí y yo sigo con el turno de noche.

También es mala suerte.

Siete veces seguidas.

Son las dos de la mañana, en estos momentos estamos en el restaurante él y yo solos. La cocina ha cerrado hace una hora y ya se han ido. Me pide el último café, como siempre sin un “por favor” o un ”lo siento ya sé que és muy tarde”. Juan, el camarero de la barra, me pasa el café y se despide.

Es el tercer café, todos sabemos que será el último por esta noche.

Yo me siento al extremo de la sala, las otras veces había permanecido de pie, como ordena el reglamente interno del restaurante. Pero hoy estoy un poco harto, y además cansado. Su mirada de desaprobación atraviesa el restaurante hasta instalarse en mi piel.

* * *

Otra vez está aquí y yo sigo con el turno de noche.

También es mala suerte.

Nueve veces seguidas.

Mis compañeros le llaman con sorna, “el expreso de las tres”. Entre nosotros dos, se ha establecido un diálogo no hablado sobre humillación, sobre deseos frustrados, sobre poder. Sus gestos, mesurados con la exactitud de un metrónomo, se amplifican a mis ojos hasta extremos no soportables.

Creo que es una lucha y creo que quiere joderme.

* * *

Otra vez está aquí. Es mi último día en el turno de noche.

Mañana no estaré.

Tú no lo sabes, pero ésta, es la última noche que vas a verme. El café que llevo en la bandeja es el arma que cambiará de manos el poder.

Son las dos y media y me acerco a ti porque me llamas. Algo te ha sentado mal, estás muy pálido.

Yo me siento a tu lado y te miro, tu brazo izquierdo se está quedando rígido y un tremendo dolor te invade el pecho. Te hablo de la “Gelistamina”, inodora e insípida y que solo siete gotas serán las responsables de tu muerte. Y te hablo de la generosidad, pero ya no puedes escucharme.

* * *

Otra vez está aquí y yo sigo con el turno de día.

También es mala suerte.

Tres veces seguidas.

Es una mujer de pelo rubio, y sus ojos verdes, fríos como el hielo, solo me hablan de desprecio...

sábado, 20 de marzo de 2010

SOLEDADES


JLS347 – Video 502


A mi siempre me han gustado las rubias, claro que si no hay rubias, me conformaré. Pero necesito que sea fuerte y trabajadora y puestos a pedir que sepa cocinar y que sea amable y buena y también un poco puta, para que les voy a engañar. ¡Ah!, también quiero que mida menos de 165 centímetros. Lo que no soportaría, es una mujer mas alta que yo.


–Ves lo que te dije Lucía, siempre está igual, mirando por la ventanilla ¡Me pone de los nervios! La cogería por los hombros y la sacudiría hasta que reaccionara.

–No seas bestia, Juana, a ti que más te da como esté, procura calmarte, no creo que tengamos que pasar juntas mucho mas tiempo.

–¡CAAARMEN!

–¡Joder Lucía! ¿por qué chillas de esa manera? No soy sorda. Estoy en la misma habitación ¡Siempre estamos en esta habitación!

–Perdona, habla con Juana y procura calmarla. A la que nos descuidemos es capaz de montar un cirio. Voy a ver como está Teresa, ayer aun tenía bastante fiebre.

SAP767 – Vídeo 503

Me da lo mismo, mientras joda bien. Bueno... también que sea limpia. Bueno... la verdad es que me da igual. Bueno, en realidad es que me obligan. ¡Yo que sé!... ¡ya está!... esta cámara me está poniendo nervioso.

–Lucía, no me digas que no es para estamparla contra el vidrio. No ha dicho una sola palabra, ni una sola puta palabra.

–Carmen, díselo tu, a ver si a ti te hace mas caso.

–Ya nos avisaron Juana, nos lo dijeron, y tu estuviste de acuerdo, como todas las demás.

–Si, lo sé, pero... ¡joder! no puedo evitarlo.

–Tienes cosas con las que distraerte, y en la pantalla hay unidades de relajación ¿Por qué no miras alguna? A mi me han ido bien.


BNU921 – Vídeo 504


Ya se que puede sonar un poco extraño y hasta inadecuado pero... habéis dicho que sea sincero. Yo desearía que fuera culta, que le gustara leer y la música, que no fuera demasiado aficionada a la pantalla. No me importa si es fea, yo tampoco soy muy deseable, pero agradeceré que sea amable y alegre.


–¿Quien era que conocía a Berta, tú o Carmen?

–No, yo no Juana, creo que era Teresa. Si vas a hablar con ella procura no cansarla demasiado, aun está muy débil.

–Hola Teresa ¿Cómo te encuentras? Yo te veo buena cara,

–Si, estoy mejor, pero he llegado a creer que no podría seguir. Me gustaría ser tan fuerte como tú, que de mi cuerpo emanara esa energía que a ti te sale por todos los poros. Nunca has estado enferma ¿verdad Juana?.

–No, la verdad es que no, pero no creo que eso sea ninguna virtud. Oye Teresa ¿tú conocías a Berta antes del viaje, verdad?

–Si

–¿Qué le pasa, por qué es así?

–¿Te envía Lucía para que intente convencerte de que la dejes en paz? No creo que nadie quisiera estar en su lugar. Desde los cinco años Berta ha trabajado sin descanso hasta conseguir ser una de las mejores bailarinas que han actuado en nuestros escenarios. La danza es su vida.

–¿Pero... si es coja, es... una tullida?

–Si, desde el accidente provocado por ella, en el que su padre, su marido y su hija perdieron la vida y ella se dio un fuerte golpe en la cadera y en la frente. Estuvo durante dos años en coma. Su madre no lo resistió y murió seis meses antes de que ella recuperara la conciencia. Creo que podrás imaginarte el dulce despertar.

–¡Vaya mierda!


GUJ519 – Vídeo 505


Me ascienden a capataz y ya conocéis la política. Me ha sido sugerido que un capataz soltero no es precisamente un buen ejemplo. Necesito tener hijos y cuanto antes mejor. Solo pido una cosa, que sea fuerte, que tenga salud.


–¿Juegas con nosotros Carmen? Solo somos tres. Necesitamos una más para hacer dobles parejas y ya sabes, Berta es a su ventanilla lo que su ventanilla es a Berta.

–Si, ahora vengo. Y no seas tan irónica que no te va.

–¿Qué insinúas, que soy demasiado simple? No llego... a tu nivel intelectual.

–No eres simple. Eres bruta, patosa, quisquillosa, neurótica, pero simple, no, en absoluto.

–Vaya Lucía, como mínimo eras psiconeuróloga antes de conocerte.

–No cariño, era puta y ya sabes, eso te da mucha experiencia. ¿Y tú, qué eras tú Juana?.

–Una mujer de pueblo. Una mujer de pueblo que se quedó viuda y a la que su nuera dejó en la puta calle.

–Buen grupo nos hemos juntado.

–No. Nos han juntado y el Gabinete sabrá por qué.

–Somos cinco mujeres, una bailarina tullida, una puta, una viuda, una mujer enferma a la que le han recetado oxígeno para salvar su vida y yo.

–Si, y tú. Una bailarina tullida, una puta, una viuda, una mujer enferma a la que le han recetado oxígeno y una psicópata regresiva a la que le va la marcha.


MNX212 – Vídeo 506


Desde que murió mi madre, hay un vacío en mi vida. Y me diréis que vaya tontería que os estoy diciendo, que claro que hay un vacío, estoy solo ¡SOLO! Eso me puede. Aguanto el trabajo, las duras condiciones climáticas, la pésima comida, pero necesito tener a alguien. Alguien que me cuide y a quien cuidar. Sabéis por mi ficha que soy homosexual, pero quiero dejar claro que cuando firmé el contrato sé que me comprometí a tener hijos. Me gusta mi trabajo y no estoy dispuesto a perderlo.


–¡Que hermoso es!

–¿Habéis oído? ¡no me lo puedo creer! Berta está hablando.

–¡Que hermoso es!

–El qué, Berta, ¿qué es hermoso?.

–¡Que hermoso es!

–¡Joder! Acércate Juana, ves a ver que coño está mirando Berta.

–¡Es... increíble! ¡EH!, VENIR TODAS, ACERCAOS. Es... azul. Nunca me lo imagine de ese color.

–Que maravilla, no había visto nada igual en mi vida.

–Cierto, es hermoso. Es resplandeciente.

–¿Cómo se llama, Carmen? A ti te lo dijeron ¿verdad?.

–Tierra, se llama Tierra. Por nuestro anterior Primero. El planeta se descubrió durante su mandato.

sábado, 13 de marzo de 2010

Rebeca

Aquella noche Víctor había atacado a Rebeca Solé de forma sistemática, quizá por eso, al finalizar la sesión de terapia gestáltica la invitó a tomar una copa mientras el resto del grupo se desperdigaba.

Posible sentimiento de culpa pensó ella, pero aceptó, no le apetecía quedarse sola y empezar a pensar en todo lo que había sucedido en el interior del círculo. Además, desde el primer momento Víctor había captado su atención. No era especialmente guapo, pero Rebeca nunca había prestado interés al exterior, lo que realmente la desarmaba era la inteligencia, y en Víctor adivinaba mundo, cultura y una gran habilidad para la conversación. Su marido, Julián Mora, se había aislado durante quince días en un pequeño pueblo de L’Empordà. Cada vez lo hacía más a menudo, Víctor podía ser un buen sustituto.

Intuyó algo oscuro, una indefinible sensación de peligro, pero se deshizo de ella antes de que pudiera alterar su necesidad de no pensar, de no enfrentarse a todo el raudal de sentimientos que la sesión de terapia había dejado al descubierto. No quiso pensar que aquel no era un buen momento, que se encontraba en un estado de indefensión donde cualquiera podía penetrar en su interior y manipularlo sin que encontrara ningún obstáculo.

El local donde entraron era amplio, decorado sin duda en los lejanos años sesenta. Al fondo, excesivamente iluminados, se hallaban seis billares americanos, cinco ocupados por un grupo de turistas asiáticos que jugaban creando un gran alboroto y uno por una pareja extraña que permanecían en el más absoluto silencio. Sus movimientos pausados contrastaban con los apresurados y caóticos de los japoneses ¿o eran chinos? Rebeca pensó que le parecía extraordinario que pudieran distinguirse unos a otros. Se sentaron algo alejados para poder hablar, pero la mirada de ella se había quedado suspendida del hombre y la mujer vestidos de negro y de los movimientos que realizaban, semejantes a un ballet contemporáneo perfectamente sincronizado.

Durante unos segundos su mirada se cruzó con la de la mujer, que le regaló una sonrisa.

Victor pidió un martini seco, ella un whisky sin hielo. La conversación la inició él y de lo primero que habló fue del marido de Rebeca Solé. Le comentó que hasta aquella tarde no había sabido que era el gran Julián Mora, uno de los directores de cine que más admiraba, que debía ser apasionante compartir la vida con un hombre así, que por qué nunca hablaba de él en las sesiones de terapia, que vaya una suerte haberla conocido y por fin la petición que deseaba hacer desde el principio:

–Me encantaría pasarme algún día por tu casa para poder conversar con tu marido.

Menudo hijo de puta, pensó Rebeca Solé, primero me jode en la terapia y ahora me humilla ignorándome, para que quede claro que yo no soy nadie, que a nadie le importo, soy, simplemente, el escalón que lleva hasta mi marido.

Si de algo le estaba sirviendo la terapia, era para reconocer a los imbéciles y para dejarles claro que no tenía por qué aguantarlos, así que se bebió de un trago el whisky que aun le quedaba en el vaso, recogió su bolso, y mientras se levantaba le tiró lentamente a la cara, sílaba a sílaba, la palabra jó-de-te, como si esa fuera la despedida más adecuada, la más correcta, la más amable.

No se giró. Salió a la calle y caminó unos metros, luego se detuvo y se escondió en el interior de un portal desde donde podía ver la entrada del bar.

Su compañero de terapia tardo cinco minutos en salir y se alejó en dirección contraria a la que ella se encontraba. Rebeca permaneció oculta durante una hora más, no era Víctor quien le importaba, tenía un pálpito, una necesidad y hubiera esperado más tiempo, el necesario, en un estado de aletargamiento que le era fácil conseguir, sin pensar, sin plantearse nada, porque plantearse algo era aceptar que había buenas y malas decisiones.

Cuando vio salir al hombre y la mujer vestidos de negro, enseguida recuperó el estado de alerta y los siguió, a cierta distancia, durante diez minutos, hasta que vio como la mujer se despedía con dos besos en la mejilla y el hombre seguía su camino. Entonces, empezó a acortar distancias.

La luna llena no permitía que las sombras se adueñaran de las calles, y el intenso calor que había tragado el asfalto durante el día, hacía que el relente de la noche se evaporara con solo posarse sobre él, creando una neblina lechosa que jugaba entre los pies de Rebeca Solé y el hombre vestido de negro, como un primer vínculo que conectara sus cuerpos.

El semáforo en rojo fue la oportunidad que estaba esperando. Acabó de acercarse a él, y mientras lo hacía, notó el fuerte olor que exudaba el cuerpo del hombre. Aspiró complacida el aroma ácido y dulzón mientras su voz desgranaba las primeras palabras que iniciaban el ritual de seducción.

–Hola, nos hemos visto en el Snoker. ¡Me encanta cómo juegas al billar! Siempre he querido aprender.

La noche había perdido la claridad de hacía unos minutos al tapar la luna llena una nube densa y oscura. El hombre vestido de negro y Rebeca Solé seguían andando lentamente, saboreando el paseo. Él apenas respondía con monosílabos a las preguntas de ella, pero sus ojos no habían dejado de escanear, como un radar perfectamente equilibrado, hasta el último rincón de su cuerpo.

Se detuvo en los pies.

Ella notó la insistencia de su mirada y un leve cosquilleo se instaló en su nuca, conocía aquella sensación, durante unos segundos se sintió inquieta.

El hombre vestido de negro nunca se había detenido a pensar por qué le atraían los pies, simplemente era así, y si estaban enfundados en zapatos de talón de corte clásico, el deseo se convertía en ansiedad, en una necesidad irreprimible de liberarlos de su encierro, de acariciarlos, de chupar y mordisquear los dedos.

Rebeca Solé nunca llevaba zapatos de talón, sus pies eran menudos, de proporciones casi áureas. Él lo había apreciado de una ojeada y en su mente ya notaba su suave tacto acariciándole el pecho, bajando lentamente hacia su sexo y apretando con suavidad el pene. La reacción inmediata fue llevarse la mano derecha hacia la entrepierna para recolocarlo. Había iniciado una erección.

Rebeca Solé advirtió a la vez el desasosiego del hombre y su creciente excitación.

El siguiente gesto de él, fue juguetear con el pañuelo de seda que ella llevaba rodeando su cuello a modo de foulard, mientras los dedos, tropezaban como por casualidad con la piel. La contestación a ese gesto fue inmediata, Rebeca se paró, enfrentó su cuerpo a pocos centímetros del hombre y le despejó con suavidad la frente de unos mechones de pelo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó su mano por la mejilla hasta el cuello y luego fue uno de los dedos el que, como creando un camino en la nada, se paseó por el pecho hasta topar con el primer botón de la camisa.

Todo fluía como un ballet repetidamente ensayado. Las palabras se habían retirado para dejar paso a las emociones, a los deseos, a los sentimientos más primarios.

Los labios verticales de Rebeca Solé se habían humedecido y le transmitían un calor agradable. Una parte de ella, que no podía creer que actuara con la normalidad que lo estaba haciendo, contemplaba con asombro a una mujer salvaje, primitiva, que estaba emergiendo del rincón más oculto de su ser. Encerrada, aislada, escondida desde ya no recordaba cuándo.

El hombre vestido de negro la empujó sin violencia hasta apoyarla en la pared de un edificio, le cogió el pañuelo de seda del cuello y con él le ató las manos a la espalda. La sensación de indefensión la excitó hasta tal punto que se entregó por completo. Él apretó su cuerpo contra el de Rebeca y subió su rodilla por entre las piernas de ella presionando suavemente, al mismo tiempo que la besaba repetidamente en el cuello.

La bocina de un coche, estridente y grosera, junto a las risas de los jóvenes que lo ocupaban, los hizo separarse de forma instintiva. Siguieron su camino cogidos de la mano, con las miradas manteniendo el caudal de emociones.

Las palabras seguían ausentes.

Cinco minutos después, entraban en la portería del edificio donde vivía el hombre vestido de negro. La puerta aun no se había cerrado cuando ella se encontró suspendida en el aire contra la pared, sus piernas rodeándole las caderas, apoyando su sexo contra el del hombre. Él lo halló viscoso, húmedo, anhelante y arremetió con furia, casi con desesperación. El ritmo frenético, delirante, hizo que el primer orgasmo estallara en el cerebro de Rebeca. El segundo llegó pocos segundos después unido al de él.

Los dos respiraban trabajosamente cuando se encendió la luz y el chasquido del ascensor les avisó de que alguien estaba bajando. Él cogió su mano y ambos subieron las escaleras hasta el segundo piso. Al entrar en el pequeño apartamento ella pensó que continuaría la furia, pero se equivocó. De repente los gestos del hombre se habían vuelto lentos, suaves. La despojó de la ropa sin permitir que ella hiciera lo mismo con él, tomándose su tiempo, una a una, con sumo cuidado, como si Rebeca Solé fuera una pieza de arte exquisita y frágil.

Estaba desnuda en medio de la sala de estar, viendo como él había cogido su pañuelo de seda y se lo había puesto alrededor del cuello. Luego empezó a desnudarse sin dejar de mover las caderas, exhibiendo de nuevo un abultado paquete. Por cada prenda que caía flácida al suelo, el hacía un nudo en el pañuelo. Hizo tres en una de las puntas y dos en la otra.

Rebeca Solé lo miraba hechizada ¡era tanta la sensualidad que despedía el cuerpo de aquel hombre!

Al unirse los dos sobre la alfombre, ella notó como una de las manos de él buscaba su ano e introducía en él uno de los nudos, después besó su vientre mientras le colocaba un nudo del otro extremo en el sexo. Rebeca Solé entendió que era un juego y se abandonó al notar que repetía la operación mientras lamía sus pies y mordisqueaba el dedo gordo, luego la mano del hombre empezó a masajearle el clítoris mientras se arrastraba sobre su cuerpo hasta la boca y la llenaba con una lengua rápida, enervante, que contrastaba con la lentitud de los gestos.

Ella pensó que no podría resistir más cuando el último nudo era introducido entre los labios verticales como un bombón que endulzaría su interior. La lengua nerviosa del hombre se trasladó de la boca de ella al clítoris, y jugó con él como si fuera un caramelo dulce, refrescante. El orgasmo se abría paso sin obstáculos, él lo intuyó y tiró del pañuelo de seda hacia fuera liberando los nudos de su encierro consentido. El cuerpo de Rebeca Solé se convulsionó y su cerebro estalló en mil sensaciones. El orgasmo se prolongó hasta sentir que su cuerpo volvía a contener un pene erecto, ansioso, que se movía en su interior excitándola, conduciendo su cuerpo hacia mundos que desconocía.