jueves, 31 de julio de 2008

El hombre vestido de negro

(Verano del 2001)

La noche había perdido la claridad de hacía unos minutos, al cubrir la luna llena una nube densa y oscura. El hombre vestido de negro y Clara Ochoa seguían andando lentamente, saboreando el paseo. Él apenas respondía con monosílabos a las preguntas de ella, pero sus ojos no habían dejado de escanear, como un radar perfectamente equilibrado, hasta el último rincón de su cuerpo.
Se detuvo en los pies.
Ella notó la insistencia de su mirada y un leve cosquilleo se instaló en su nuca, conocía aquella sensación, durante unos segundos se sintió inquieta.
El hombre vestido de negro nunca se había detenido a pensar por qué le atraían los pies, simplemente era así, y si estaban enfundados en zapatos de talón de corte clásico, el deseo se convertía en ansiedad, en una necesidad irreprimible de liberarlos de su encierro, de acariciarlos, de chupar y mordisquear los dedos.
Clara Ochoa nunca llevaba zapatos de talón, sus pies eran menudos, de proporciones casi áureas. Él lo había apreciado de una ojeada y en su mente ya notaba su suave tacto acariciándole el pecho, bajando lentamente hacia su sexo y apretando con suavidad el pene. La reacción inmediata fue llevarse la mano derecha hacia la entrepierna para recolocar los genitales que habían iniciado una erección.
Clara Ochoa advirtió a la vez el desasosiego del hombre y su creciente excitación.
El siguiente gesto de él, fue juguetear con el pañuelo de seda que ella llevaba rodeando su cuello a modo de foulard, mientras los dedos, tropezaban como por casualidad con la piel. La contestación a ese gesto fue inmediata, Clara Ochoa se paró, enfrentó su cuerpo a pocos centímetros del hombre y le despejó con suavidad la frente de unos mechones de pelo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, deslizó su mano por la mejilla hasta el cuello y luego fue uno de los dedos el que, como creando un camino en la nada, se paseó por el pecho hasta topar con el primer botón de la camisa.
Todo fluía como un ballet repetidamente ensayado. Las palabras se habían retirado para dejar paso a las emociones, a los deseos, a los sentimientos más primarios.
Los labios verticales de Clara Ochoa se habían humedecido y le transmitían un calor agradable. Una parte de ella, que no podía creer que actuara con la normalidad que lo estaba haciendo, contemplaba con asombro a una mujer salvaje, primitiva, que estaba emergiendo del rincón más oculto de su ser. Encerrada, aislada, escondida desde ya no recordaba cuándo.
El hombre vestido de negro la empujó sin violencia hasta apoyarla en la pared de un edificio, le cogió el pañuelo de seda del cuello y con él le ató las manos a la espalda. La sensación de indefensión la excitó hasta tal punto que se entregó por completo. Él apretó su cuerpo contra el de Clara Ochoa y subió su rodilla por entre las piernas de ella presionando y aflojando rítmicamente la entrepierna al mismo tiempo que la besaba repetidamente en el cuello.
La bocina de un coche, estridente y grosera, junto a las risas de los jóvenes que lo ocupaban, los hizo separarse de forma instintiva. Siguieron su camino cogidos de la mano, con las miradas manteniendo el caudal de emociones.
Las palabras seguían ausentes.
Cinco minutos después, entraban en la portería del edificio donde vivía el hombre vestido de negro. La puerta aun no se había cerrado cuando ella se encontró suspendida en el aire contra la pared, sus piernas rodeándole las caderas, apoyando su sexo contra el del hombre. Él lo halló viscoso, húmedo, anhelante y arremetió con furia, casi con desesperación. El ritmo frenético, delirante, hizo que el primer orgasmo estallara en el cerebro de Clara Ochoa. El segundo llegó pocos segundos después unido al de él.
Los dos respiraban trabajosamente, cuando se encendió la luz y el chasquido del ascensor les avisó de que alguien estaba bajando. Él cogió su mano y ambos subieron las escaleras hasta el segundo piso. Al entrar en él, ella pensó que continuaría la furia, pero se equivocó. De repente los gestos del hombre se habían vuelto lentos, suaves. La despojó de la ropa sin permitir que ella hiciera lo mismo con él, tomándose su tiempo, una a una, con sumo cuidado, como si Clara Ochoa fuera una pieza de arte exquisita y frágil.
Estaba desnuda en medio de la sala de estar, viendo como él había cogido su pañuelo de seda y se lo había puesto alrededor del cuello. Luego empezó a desnudarse sin dejar de mover las caderas, exhibiendo de nuevo un abultado paquete. Por cada prenda que caía flácida al suelo, el hacía un nudo en el pañuelo. Hizo tres en una de las puntas y dos en la otra.
Clara Ochoa lo miraba hechizada ¡era tanta la sensualidad que despedía el cuerpo de aquel hombre!
Al unirse los dos sobre la alfombre, ella notó como una de las manos de él buscaba su ano e introducía en él uno de los nudos, después besó su vientre mientras le colocaba un nudo del otro extremo en el sexo. Clara Ochoa entendió que era un juego y se abandonó al notar que repetía la operación mientras lamía sus pies y mordisqueaba el dedo gordo, luego los dedos de él empezaron a masajearle el clítoris mientras se arrastraba sobre su cuerpo hasta la boca y la llenaba con una lengua rápida, enervante, que contrastaba con la lentitud de los gestos.
Ella pensó que no podría resistir más cuando el último nudo era introducido entre los labios verticales como un bombón que endulzaría el interior. La lengua nerviosa de él se trasladó de la boca de ella a sus atributos de hembra, y jugó con el clítoris como si fuera un caramelo dulce, refrescante. El orgasmo se abría paso sin obstáculos y, justo en ese momento en que lo sabes cerca, él tiró del pañuelo de seda hacia fuera liberando los nudos de su encierro consentido. El cuerpo de Clara Ochoa se convulsionó y su cerebro estalló en mil sensaciones.
El orgasmo se prolongó hasta sentir que su cuerpo se deshacía en luces.