jueves, 17 de julio de 2008

Empezaba a oscurecer

(Verano del 2008)

Junto a Clara Ochoa, el silencio y la penumbra eran los únicos ocupantes de la vieja casona rodeada de edificios modernos.
Desde hacia dos horas su cuerpo apenas se había movido, lo justo para beber varios sorbos de agua de un vaso situado sobre la mesita. A través de la cristalera frente a la que estaba sentada, los ojos miraban sin ver la suave claridad del atardecer. Un hastiado sillón de piel la amparaba como si intuyera la necesidad de protección que necesitaba en aquellos momentos de espera, de reflexión, de providencias.
Los recuerdos fluían deshilachados en su mente, y cuando alguno cogía mayor entidad, era degustado, analizado.
De repente las manos se desplazaron hasta las sienes porque necesitaba retener uno que parecía querer huir, esconderse entre los meandros de su cerebro. Cuando lo consiguió, de los labios, hasta aquel momento inertes, surgió una voz apenas audible: “Hijo de puta. El hijo de puta Julián Ribés”.

Hacía ya siete años y el recuerdo empezaba a oscurecerse. Clara Ochoa estaba sentada sobre un cojín, en el centro de la habitación, rodeada por sus compañeros de terapia que formaban un círculo a su alrededor.
Siete en total.
Sujetas a la pared, y enfocadas hacia el techo, dos lámparas iluminaban la escena de forma indirecta. En el cuarto, aparte de una generosa cantidad de cojines, solo había una pequeña estantería repleta de libros bajo la ventana, una cortina de algodón para tamizar la luz del exterior y las paredes cubiertas por pintura verde dentro de la escala de los tonos pastel. Todo estaba pensado en función de un espacio íntimo orientado al desahogo emocional.
La voz de la terapeuta gestáltica llegó a sus oídos con el nivel de suave determinación usual en ella: “Esta dramatización creo que puede ser reveladora para ti. Escoge la postura en que te sientas más cómoda. Has de defenderte, tenlo en cuenta, es importante”. Cogió uno de los cojines que se apilaban amontonados en una esquina y volvió con él junto a Clara Ochoa: “Ten, para ti, será quien quieras que sea. También puede representar a un grupo de personas. Lo has de estrechar fuertemente contra el pecho, no dejes que nadie te lo quite”.
Entonces se sentó a la altura del círculo y desde allí le preguntó a Clara: “¿Estás dispuesta?”. Ella le contestó que sí, aunque su corazón iba acelerando lentamente las pulsaciones y el cojín le pesaba cada vez más. Para el resto de compañeros, la orden fue que hicieran lo imposible por apoderarse de él.
Empezó una mujer sin demasiada convicción, sus gestos eran inseguros, no acababa de encontrar la manera de acercarse, la mirada de Clara Ochoa, que no se apartaba de ella ni un segundo, parecía intimidarla. Al cabo de dos minutos la terapeuta la ordenó retirarse. La siguiente fue más agresiva. Como si una campana de gong, que solo ella pudiera oír, hiciera vibrar el aire, se lanzó de repente hacia el plexo solar de Clara Ochoa, agarró con las dos manos el cojín y tiró de él con todas sus fuerzas. El resto de compañeros pareció tensarse y algunos se llevaron las manos al pecho como si protegieran un cojín inexistente. Clara Ochoa se sintió desamparada y a punto estuvo de soltar el cojín, pero una rabia que le nació en el estómago concentró su energía. Con un gesto brusco se dobló sobre sí misma, y como los gusanos de la humedad al ser atacados, se transformó en una bola que exhibió al exterior su parte más sólida, la espalda.
Cuando la segunda mujer abandonó y volvió a su lugar, Clara Ochoa no se movió, los brazos le pesaban como el hierro y sabía que el próximo era un hombre, así que se apretó contra el suelo y se encorvó cuanto pudo. Ignoraba cuánto podría aguantar.
Era alto, así que no le fue difícil arrodillarse y descansar su pecho sobre la espalda de Clara Ochoa. El peso del hombre le oprimió las costillas y la respiración se hizo rápida y superficial. Notaba sus intentos de llegar hasta el cojín por los costados, pero la estaba comprimiendo demasiado, su estrategia se había vuelto contra él. Cuando desistió y volvió a su lugar, Clara Ochoa se sentó de nuevo e intentó respirar, pero el picor en la nariz y la humedad en los ojos dieron pasó a un llanto irreprimible. Entonces llegó Julián Ribés, se sentó frente a ella con las piernas cruzadas y durante unos segundos pareció no querer hacer nada. Cuando alzó los ojos para mirarlo, extrañada ante su inmovilidad, él acercó la mano izquierda a la cara de su compañera de terapia y la acarició con ternura. De forma automática, la mano derecha de ella abandonó el cojín y se unió a la de él en un gesto de agradecimiento.
El movimiento de Julián con la mano derecha fue tan rápido y tan aislado, que Clara Ochoa no se dio cuenta de que le habían robado el cojín hasta al cabo de unos segundos, porque el resto del cuerpo, incluida la mirada del hombre, no se movieron un milímetro. Fue como la actuación de un mago, de un prestidigitador, limpia, ligera, veloz.
De su boca se escapó un “lo siento” sin fuerza acústica para atravesar el aire que los separaba.
Clara Ochoa se hundió. Descruzó las rodillas y las subió a la altura del pecho, ocultó el rostro tras ellas y con los brazos se rodeó las piernas. Un cuerpo compacto, doblado sobre sí mismo, a la defensiva.
Aislado.

Al vaso de agua que descansaba sobre la mesita solo le quedaban dos dedos de líquido y el sol ya había desaparecido. Las luces de las farolas, con bombillas de bajo consumo, habían empezado a iluminarse con esa luz difusa que solo ensucia las sombras. La penumbra del interior de la casa había atravesado la cristalera y se derramaba por el exterior contaminándolo todo.
Clara Ochoa seguía esperando.
En un movimiento inconsciente se deshizo de los zapatos de tacón y subió los pies desnudos al borde de la butaca, apoyó el mentón sobre las rodillas y rodeó las piernas con los brazos. No recordaba las palabras exactas que le había dicho su terapeuta en aquellos momentos, pero fue algo como: “¿por qué lloras? no entiendo tu angustia” Ella no podía responder. La terapeuta se acercó y puso las manos sobre las suyas: “Pero Clara ¡si tú siempre has estado sola! ¿por qué crees que te explicabas cuentos en voz alta cuando eras niña? Para hacerte compañía, igual que el cantar o el hablar contigo en voz alta. Pregúntate por qué temes la soledad cuando siempre te has sentido cómoda en ella”.

La oscuridad ya era absoluta en el interior de la casa. La luz de las farolas iluminaban el exterior a plena potencia. Clara Ochoa acababa de beberse los últimos sorbos de agua que quedaban en el vaso cuando sonó el timbre. Lo dejó sonar varias veces, luego se levantó y se dirigió a la puerta sin encender ninguna luz.
El hombre que apareció ante ella tenía a su lado, en el suelo, dos maletas de similar tamaño. La voz, gruesa y corrompida de cerveza, sonó fuera de lugar en aquel universo de silencio.
–Firme aquí, por favor.
Clara Ochoa se movió con lentitud, la espera había concluido.