viernes, 10 de octubre de 2008

La Juana

Clara Ochoa tenía cinco años cuando vio por primera vez a su madre leerle las manos a una mujer alta, llena de aristas, con un elegante traje chaqueta y un anillo con una piedra que la fascinó por la luz que emanaba.

Su madre trató a la mujer con respeto y la acomodó, mientras ella y sus hermanos eran conminados a salir fuera. Clara Ochoa no se alejó de la chabola, sentía una tremenda curiosidad y se quedó sentada bajo la pequeña ventana que daba al comedor, escuchando una conversación que no entendía en su totalidad y que al cabo de quince minutos la aburría, así que se levantó y se fue a jugar con sus hermanos en una especie de pequeña plaza donde los niños de la zona se reunían. Lo que la dejó inquieta fue el cambio en la voz de su madre, más profunda, tranquila, utilizando extrañas palabras que nunca le había oído pronunciar.

Cuando vio partir en un coche rojo a la mujer alta llena de aristas, corrió a su casa para acribillar a su madre a preguntas. La Juana rió de buena gana y le dijo que era demasiado pequeña, pero que en cuanto cumpliera dos años más, empezaría a enseñarle un arte que había pasado de madres a hijas en su familia desde el principio de los tiempos.

Clara Ochoa recordaba todo eso, mientras contemplaba a su madre en la cama de hospital donde un cáncer de páncreas inoperable la tenía consumida. Hacía catorce horas que estaba allí, había pasado la noche con ella y esperaba la llegada de su padre para relevarla. La Juana no había abierto los ojos en ningún momento.

De pronto lo hizo y la brusquedad del gesto sobresaltó a Clara Ochoa que se acercó de inmediato:

–¿Estás bien mamá? ¿Te duele el vientre? ¿Quieres que llame a la enfermera?

La mujer la miró sorprendida y sus ojos brillaron.

–¡Hija! ¿Estas aquí? ¿Y tu padre? ¿Dónde está tu padre?

–Tranquila mamá, he pasado la noche contigo y papá está por llegar.

–No queda mucho tiempo criatura, dame tu mano.

–¡Mamá! Ya estamos otra vez, te lo he dicho mil…

La Juana no la dejó acabar, sus ojos brillaron con una intensidad que Clara Ochoa no recordaba.

–Me estoy muriendo, chiquilla…

–¡No digas eso, mamá, pronto…!

–Clarita, hija, necesito irme tranquila, necesito ver en tu mano, necesito saber que cuanto te tenía que decir ha quedado dicho.

Los ojos de Clara Ochoa empezaron a humedecerse, pero no quería llorar y menos delante de su madre. Respiró profundamente relajando el diafragma pero el nudo de sentimientos alojado en el pecho la impulsaba al llanto. Se sonó la nariz en un último intento por dominarlo.

–Está bien ¿cuál quieres?

–Primero la izquierda. Ponme un cojín detrás de la cabeza, necesito incorporarme un poco.

Obedeció sin rechistar, las lágrimas acariciaban su cara en su camino de descenso. Cuando la Juana se sintió cómoda agarró la mano izquierda de su hija y observó la palma minuciosamente, luego le dio la vuelta y le hizo cerrar el puño, que también contempló de forma prolija. Luego fue la mano derecha la que examinó con la misma atención. Al finalizar, su cara estaba envuelta en cenizas, le costó empezar a hablar.

–Antes que nada me has de prometer que leerás las manos de cuantos te rodean, de las personas a las que quieres y a las que crees odiar, una de ellas guarda un secreto que se resiste a ser revelado. Debes conseguir descubrirlo, que se manifieste, revelarlo al mundo, por ti y por el hombre que te ama.

–Casi no recuerdo lo que me explicaste cuando era niña. Solo entonces hice los ejercicios, luego lo dejé, me cogió miedo, ya sabes lo que pasó con Rafaela.

–No fue culpa tuya, cariño, fue ella quien tomó la decisión de matarse, tu solo le dijiste lo que te había sido revelado, tu don es muy fuerte ¡me recuerdas tanto a tu abuela! Llegaste hasta el fondo de su alma pero ella fue incapaz de enfrentarse a eso, era frágil, apática, apagada.

>>No tengas miedo, aunque yo me vaya siempre estaré a tu lado, te ayudaré. Tu vida no va a ser fácil, pero va a estar salpicada de momentos hermosos. Podrás resistirlo, eres más fuerte de lo que crees. No tendrás hijos, pero no estarás sola, siempre habrá alguien junto a ti para acompañarte y protegerte. Gerardo es bueno. Si no puedes amarlo respétalo, es lo mínimo que se merece. Solo tienes que mirarte a ti misma, lo que has conseguido, eres una señora. No te digo que se lo debas a él, pero de lo que puedes estar segura es que sin él no lo habrías conseguido. Estarías en el barrio, casada con un prepotente que te repudiaría por no poder darle hijos, estarías muerta para el clan. Pero tu muerte va a ser dulce, como la mía, rodeada de la gente que ames. Cuida tu corazón, es tu víscera más frágil. Siempre has sido mi niñita ¡estoy tan orgullosa de ti!

Las últimos palabras las dice en un murmullo, su respiración se fragmenta.

–Tranquila mamá –Clara Ochoa habla entre sollozos–, no te esfuerces, descansa.

–Necesito decirte algo más –la voz de la Juana es muy débil, Clara Ochoa acerca su oído a la boca de su madre–. Una mujer oscurecerá tu vida. Apártala de ti por todos los medios que tengas. Por todos, Clarita.

Acabó de decir su nombre y de nuevo cerró los ojos, como si toda la energía se le hubiera acabado de repente, fue entonces cuando, a sus espaldas, oyó la voz de su padre:

–¿Cómo ha pasado la noche?

Clara Ochoa se giró y se abrazó a él, intuía que aquellas serían las últimas palabras que le oiría a su madre.

Cuando regresó al día siguiente, lo hizo con el tiempo justo para verla morir.