viernes, 17 de octubre de 2008

Carmen Aguado (Primera Parte)

Carmen Aguado entró en la vida de Clara Ochoa tres meses después de morir su madre.
Aun sentía luto en el corazón, todavía era una mujer vulnerable, por eso no prestó atención a las señales, no supo, desde el inicio, que aquella mujer podía rodear de oscuridad su vida.
En aquellos momentos, mediados los 90, Gerardo Quiroga estaba siendo castigado por la crítica a raíz de su película “Techos de armiño” donde plasmaba la corrupción de los altos ejecutivos de empresas multinacionales, sus nóminas astronómicas, su mundo dorado, comparándolo con el poder que sobre el pueblo ejercían los señores feudales en la Edad Media, los reyes en la Moderna o los zares en el siglo XIX. El protagonista era un terrorista solitario, un iluminado que pretendía librar al mundo de los nuevos oligarcas, irresponsables y vacíos como la Corte de Luis XVI, que desembocó en la revolución francesa.
Los adjetivos menos envenenados eran infantil, simplista, luego llegaban los más acerados, visión deformada por sus creencias políticas, alarmista…
Era la primera vez que la crítica se le ponía en contra de una manera unánime y Gerardo Quiroga no se encontraba en condiciones de asumir un fracaso tan estrepitoso. Se aisló en su despacho sin querer ver a nadie ni recibir llamadas telefónicas. Clara Ochoa estaba desbordada, no sabía como reaccionar, también ella se encontraba en una situación de desamparo debido a la muerte reciente de su madre.
Una noche en que tenían que cenar con un productor francés, Gerardo Quiroga se negó a salir y se encerró en su despacho. Después de ruegos, e incluso gritos en los que Clara le exigía reaccionar, tuvo que optar por acudir ella sola a la cena, alegando una indisposición grave de su esposo.
Carmen Aguado estaba en esa cena como representante en España de Armand Poule y también hacía las veces de traductora entre él y Clara Ochoa, que no dominaba el francés hasta el extremo de sostener una conversación de negocios. También asistían la mujer del productor, Irene Rojas, la actriz que más películas había realizado junto a Gerardo Quiroga acompañada de su última pareja y Eduardo Asensio, abogado, soltero y altamente codiciado por las mujeres que no conocían su tendencia homosexual.
Carmen Aguado se sentó junto a Clara Ochoa y la primera sensación que tuvo fue de rechazo, se sintió incómoda, pero a lo largo de la noche esa sensación se fue diluyendo ante la amabilidad de aquella mujer pelirroja, de ojos verde oscuro, como un lago lleno de vida interior a la que no tienes acceso sino quieres ahogarte.
La cena fue exquisita y la conversación entretenida, inteligente, llena de finas ironías sobre el medio en el que se movían y los personajes que lo poblaban. Clara Ochoa se divirtió y supo jugar con prudencia en el momento de enfrentarse a la discusión de negocios.
Solo habían pasado tres días desde que se celebrara la cena cuando, hacia media tarde, mientras Clara Ochoa estaba trabajando en su estudio, entró la asistenta para avisarla de que una tal Carmen Aguado quería hablar con ella. La primera impresión fue de sorpresa, pero enseguida se alegró de volver a verla. Atravesó con paso ágil el largo pasillo que desembocaba en el comedor, luego la sala de estar y finalmente llegó al recibidor, una amplia estancia con un pequeño sillón de dos plazas, sobre el que descansaba una de las primeras obras de Clara Ochoa
–Hola Carmen, perdona mi aspecto, estaba trabajando, no esperaba a nadie.
–Tú siempre estás guapa, pero si vengo en mal momento puedo volver más tarde.
–No, no, pasa, pasa.
Carmen Aguado la siguió hasta la sala y ambas se sentaron en un sofá de tres plazas situado frente a la terraza.
–Tienes una casa preciosa. Toda la vida he deseado vivir en un ático, pero los precios se han puesto a un nivel que…
–La verdad es que Gerardo tuvo suerte, se lo compró hace un montón de años a la sobrina de una anciana soltera que había muerto, y como ella vivía en París…
–Tu marido siempre ha tenido suerte. Demasiado mimado por la vida.
–¿Conoces a Gerardo?
–No. He venido precisamente para hablar con él. Sobre el contrato con Armand Poule.
–¿Te apetece algo? Un café, un té…
–Nada caliente ¿tienes whisky de malta?
Clara Ochoa le contesta mientras se levanta del sofá y se acerca al pequeño bar situado junto a la puerta.
–¿Lo quieres solo?
–Con hielo, por favor.
Se lo entrega mientras le dice:
–Ten, voy a buscarlo.
Mientras se dirige al despacho de su marido su cara va perdiendo la sonrisa. No sabe con qué se va a encontrar y reza para que la puerta no tenga la llave puesta.
Tiene suerte.
Cuando llega, Teresa, que ahora cumple las funciones de secretaria, está saliendo al pasillo.
–¡No cierres, por favor! –le grita.
–Sigue con el humor torcido –le susurra Teresa cuando se cruzan.
–Pues tengo que sacarlo, está Carmen Aguado, la representante de Poule, es por el contrato.
–¿Quieres que entre contigo?
–No puede negarse a salir ¡es su proyecto!
–Estaré cerca por si me necesitas, yo puedo reñirlo como a un niño, obligarlo, a ti no te lo permitirá, es demasiado machito.
Clara Ochoa entra en el amplio despacho de su marido que hace también las funciones de pequeña sala de cine. En aquel momento Gerardo Quiroga está visualizando “Techos de armiño” por enésima vez.
–¿Qué ganas con torturarte?
–No me estoy torturando, quiero entender por qué. Es una buena película, mejor que muchas de las anteriores que tanto han alabado.
–Es el tema. Te lo dije el primer día, les asusta, no es que no puedan entenderlo, es que no quieren. Si aceptan tu tesis aceptan que en cualquier momento se puede ir todo a la mierda… Pero no volvamos a discutir otra vez sobre lo mismo, Carmen Aguado, la representante de Armand Poule está en la sala. Necesita hablar contigo. Arréglate un poco para salir.
La primera intención es negarse, pero algo en su interior lo alerta de que está jugando demasiado al límite, así que se levanta y se dirige al dormitorio para cambiar su bata por unos tejanos y una camiseta donde se puede leer el nombre de un conjunto de rock.
Clara Ochoa camina detrás de él, por eso, al entrar en la sala, no ve la expresión de Gerardo Quiroga al descubrir a la mujer esbelta, pelirroja, de aspecto elegante, que clava en él sus enigmáticos ojos verdes.