viernes, 3 de octubre de 2008

Esther Winslow

Clara Ochoa estudió Bellas Artes en la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde que se incorporó al mundo de Gerardo Quiroga el arte rodeó su vida, y la fue alimentando hasta conseguir que toda la sensibilidad que por herencia de raza poseía, saliera al exterior y se manifestara en la pintura.
La primera exposición, donde se alineaban cuadros en blanco y negro ejecutados con carbón y goma de borrar, fue un éxito que los desbordó a todos. Hasta el crítico de arte de El Periódico, Josep Mª Cadena, le puso tres estrellas y recomendó su visita.
Clara Ochoa se sentía realizada, feliz, y durante todo el año siguiente trabajó de forma obsesiva encerrada en la estancia que Gerardo Quiroga le había preparado, la más grande y luminosa de la casa.
Y organizó su segunda exposición. Su mente estaba llena de expectativas, y como en el cuento de la lechera, sus cuadros ya habían llegado a los museos más importantes del arte contemporáneo. Por eso el golpe fue mucho más fuerte, más cruel, porque no estaba en condiciones de asumirlo. El fracaso era la única opción que no había contemplado ni por un segundo Clara Ochoa, pero la crítica la masacró. Josep Mª Cadena se preguntaba en su columna de El Periódico dónde habían ido a parar la frescura, el trazo enérgico, la valentía, porque ante él solo se encontraba una pintura constreñida, de trazo errático, sin interés alguno.
Clara Ochoa enfermó. Nada en su cuerpo denotaba el origen de una fiebre extraña que no la abandonó durante dos semanas. Cuando lo hizo se sintió débil, había perdido varios kilos y sobre su frente se alojaba un tenue dolor de cabeza que no conseguía hacer desaparecer. Gerardo Quiroga decidió entonces que necesitaba distraerse, e iniciaron el primero de los tres grandes viajes que realizarían juntos.
Java, Sumatra, Borneo, Bali y luego el salto al continente australiano. Clara Ochoa se extasió ante aquellos mundos que le parecieron llenos de magia y Gerardo Quiroga no se cansaba de traspasarle cuanto sabía de su historia y su cultura.
Fue casi al final cuando conoció a Esther Winslow. Habían chocado literalmente al salir ella del ascensor en el hotel donde se hospedaban en Sydney, se sonrieron y ambas se pidieron disculpas. Al día siguiente se saludaron a la hora del desayuno y al siguiente ya se sentaron juntas. Estaban preparando los camareros la sala para la comida cuando se levantaban de la mesa. Esther no paró de hablar, pero Clara no se quedó atrás.
La inglesa era profesora de literatura en uno de los Colegios Mayores de Cambridge y por aquel entonces Clara Ochoa ya se había convertido en una lectora compulsiva. Devoraba todo cuanto caía en sus manos y ya fuera por tiempo o porque sus lecturas eran más selectivas, no siempre su marido había leído lo mismo que ella, con lo que se le negaba el placer de comentar algunos de los libros que le gustaban. Resultó que Esther Winslow era, como ella, una fan de la novela negra. Novelas que él consideraba de género y por las que no sentía ningún interés.
Eso hizo que los diez días que les quedaban de estancia en Sydney, fueran compartidos casi en su totalidad por “la inglesa” como la llamaba Gerardo Quiroga con cierto de desprecio y lo que hasta entonces había sido un placentero viaje empezó a resquebrajarse y aparecieron las discusiones.
Cuanto más denostaba él a Esther, más la defendía Clara Ochoa. Lo que podía haber durado tanto como los días que estuvieran juntas, se alargó en el tiempo. Dos o tres veces al año, durante tres años, Clara Ochoa visitó a su amiga en Cambridge. Al principio su amistad era puramente literaria, pero ya el primer año notó en varias ocasiones caricias inofensivas que le quemaban la piel y la hacían sentirse incómoda. Aquella mujer pequeña, delgada, de mirada acuosa, parecía vampirizarle la energía y mantenerla en estado casi hipnótico durante toda su estancia en Cambridge. No la dejaba salir de casa y nunca le presentó a sus amigos. Tenía lagunas en su mente de momentos perdidos.
Fue al tercer año cuando, como si despertara de un sueño, se descubrió en la cama de Esther, junto a ella y a otra mujer que no conocía, las tres desnudas y visiblemente excitadas sexualmente. Sentía su cuerpo ardiendo, como si le abrasara la fiebre, mientras la mujer desconocida estimulaba su clítoris y el de Esther Winslow y ésta mordisqueaba sus pezones.
Dejó que le llegara el orgasmo y luego se durmió.A la mañana siguiente hizo la maleta y se marchó de la casa de Esther Winslow sin una nota, estaba demasiado enfurecida, ya en el aeropuerto, algo más calmada, compró una postal y en ella descargó su enfado. El texto finalizaba con un: “…En este momento odio tus gestos, tu voz, odio tu amabilidad y me odio a mí misma por dejarme manipular de esta forma tan sucia. No intentes ponerte en contacto conmigo, no contestaré nada que provenga de ti.”