miércoles, 20 de enero de 2010

INSOMNIO

PRIMERA NOCHE

No podía dormir.

Encendió la tele y se dejó llevar por la película que aparecía en pantalla. Cuando acabó, sus ojos aun continuaban abiertos.

Leería, eso la había ayudado otras veces. Se acercó al mueble librería que ocupaba la pared derecha de la sala, y sin detenerse a pensar escogió un libro entre los que quedaron a la altura de sus ojos. El tacto le transmitió la seducción del objeto, probó la flexibilidad antes de abrirlo, paseó las yemas de los dedos sobre la portada a la vez que admiraba el diseño. Mientras con una mano sostenía el lomo, el dedo pulgar de la otra pasaba las páginas velozmente, oliendo el aire desplazado que emitía aromas a disolvente y encierro.

Era un volumen de relatos. Lo abrió por una página cualquiera, y apareció, en su inicio, uno de los diecisiete que contenía. Leyó su escueto título, “El Aleph”.

Que hermosa palabra pensó y la repitió varias veces en voz alta. Luego cerró el libro. Paseó largamente por el piso y visitó a sus hijos, a su marido, que dormían de forma apacible, ajenos a ella. Sintió rabia, estaba irritada.

Las primeras luces del alba asomaron a través de los visillos.

Con un humor de perros, decidió ducharse e iniciar el ritual de preparar el desayuno familiar. Exprimió naranjas para sus hijos y pomelo para su marido. Colocó sobre la mesa, ordenados meticulosamente, el jarro de leche, cereales, galletas, tostadas, la cafetera, tarros de diferentes mermeladas y mantequilla.

Cuando toda su familia atravesó por fin la puerta de salida, se dirigió hacia el pequeño cuarto que desde hacía un año había habilitado bajo la escalera que subía hasta el primer piso. Una mesa, una silla con ruedas, una impresora y un ordenador portátil de última generación, poblaban el interior, su otra intimidad.

Cuando se encendió la pequeña pantalla de doce pulgadas y acabaron los protocolos de inicio, descubrió, atónita, que una carpeta con el título "Para Ana" ocupaba en solitario el centro mismo del rectángulo iluminado.

Con el estómago contraído y la respiración en suspenso, pulsó doble clic sobre el ratón y de inmediato la silueta de un enorme gato negro ocupó toda la pantalla.

SEGUNDA NOCHE

No podía dormir.

Recorrió toda la casa descalza, sin encender ninguna luz, evitando cualquier roce que generara un sonido capaz de extenderse sin barreras a través del silencio. Se paró unos minutos ante la enorme cristalera del comedor armada con doble vidrio, desde donde vio cómo el viento, inclemente, recorría el perímetro de la casa agitando los arbustos y jugando con el solitario ciprés del jardín. Ni un solo sonido llegó hasta ella, como en una inquietante película muda,

No quiso encender la tele, ¿para qué?.

Se calentó un vaso de leche.

En la cocina quedaban aún los restos de la cena de negocios que había organizado para su marido. María era una imbécil, una prepotente, y ese rasgo en las mujeres lo odiaba mucho más que en los hombres.

Su marido tendría problemas con ella, se lo había advertido, pero él no contestó, la miró como si delante tuviera a alguien que acabara de aterrizar procedente de Marte.

Como una autómata, mientras el microondas descontaba los segundos, empezó a recoger la mesa, todo quedó en su sitio. Por la mañana ya pondría en marcha el lavavajillas, hacía demasiado ruido, podía despertar a su marido

Pensó en leer.

Se acordó del libro que había abierto la noche anterior.

Fue a buscarlo.

El libro sobresalía unos milímetros del resto.

Antes de cogerlo, lo colocó adecuadamente a la misma altura que los demás y se paró a mirar la perfecta uniformidad en la alineación de los volúmenes. Luego lo tomó, buscó el relato y comenzó a pasear sus ojos por él: "La candente mañana de Febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía..." Cerró el libro.

Antes de encender la televisión, se colocó los cascos que le pasaban el sonido directamente a ella. Sus oídos se llenaron con una melodía triste y sus ojos con una película agridulce. Todo ello se asentó en su ánimo.

A las siete se estaba duchando, y veinte minutos después, llenaba la mesa de la cocina con zumo de naranja, pomelo, leche, café, cereales, galletas, tostadas, mermelada y mantequilla.

Al quedarse sola, se encerró en su refugio y volvió a poner en marcha el ordenador.

De nuevo estaba allí.

La misma carpeta.

El día anterior la había borrado con gestos ansiosos y ahora volvía a ocupar el centro de la pantalla.

Para Ana.

La miró largo rato, creía haber desconectado todos los puertos USB de su ordenador el día anterior. Se fue a Preferencias del Sistema y lo comprobó. Todos estaban cerrados a excepción del que baba acceso a su portal de internet.

TERCERA NOCHE

No podía dormir.

Recorrió toda la casa descalza apagando las luces que habían quedado encendidas. Vio a sus hijos dormir ajenos a todo y a su marido invadir con su cuerpo el lado de la cama donde debería estar ella. Se dirigió al comedor y se sentó sobre el parquet, frente a los ventanales. No vio su imagen reflejada en los cristales, debía haberse vuelto invisible. Un leve balanceo se inició de forma espontánea de atrás hacia adelante, mientras un canturreo monocorde se escapaba de sus labios. Pensó que acunaba el cuerpo para conseguir llegar hasta el sueño.

Después de un tiempo se levantó muy lentamente, estaba cansada, los ojos le ardían. Se dirigió decidida hacia la librería, cogió el libro donde se hablaba de la muerte de Beatriz Viterbo y empezó a leer obsesivamente.

No pensó en ducharse, se dirigió hacia la cocina y llenó la mesa con zumo de naranja, leche, café, cereales, tostadas, galletas, mermelada y mantequilla.

Cuando salieron, corrió a su refugio y volvió a poner en marcha el ordenador. El centro de la pantalla lo ocupaba de nuevo la misma carpeta que el día anterior había borrado sin abrir. Esta vez ejecutó doble clic y apareció de nuevo la silueta de un gato negro ocupando toda la pantalla.

Insertó el CD con el programa de rastreo, lo copió en su disco duro y una vez en él lo puso en marcha. Tardó poco tiempo en comprobar que alguien estaba puenteando la línea de acceso directo a su portal de internet. Había entrado con total carencia de respeto en su ordenador, en su alma cibernética, había curioseado sin ningún pudor, se había sentido poderoso, un dios arrogante que dejaba constancia de su conquista.

Sintió asco, su estómago se revolvió y la obligó a correr hacia el lavabo donde vomitó lo poco que había almorzado.

Algo más tranquila, se sentó frente al ordenador y volvió a poner en marcha el programa de rastreo. Tardó dos horas en localizarlos, pero al final los tenía allí, delante suyo, 0157, los números de acceso al puerto de red que le abriría el interior del ordenador que la había estado puenteando. Los apuntó en la primera página del libro, que reposaba sobre la mesa.

CUARTA NOCHE

No podía dormir.

Un ligerísimo temblor se inició en sus manos y fue extendiéndose a todo el cuerpo.

Se estiró en el suelo del comedor, boca arriba, y fue a rastras recorriéndolo centímetro a centímetro, la mirada fija en el techo, que le devolvía una luminosidad gris.

Después fue el pasillo, luego el cuarto de baño, la cocina.

¡Tenía que estar allí, tenía que estar por algún sitio, tenía que encontrar "El Aleph"!.

Finalmente la luz atravesó los visillos y Ana se dirigió a la cocina con el pelo enmarañado y la bata ennegrecida por la espalda, sus manos luchaban por menguar el temblor que las dominaba.

Derramó el café y un bote de mermelada acabó estrellándose en el suelo.

Cuando al quedarse sola encendió el ordenador, tiró a la papelera la carpeta sin mirarla "Para Ana" que volvía a ocupar el centro de la pantalla. Abrió el programa de rastreo, tecleó los números y se dispuso a navegar en el interior del ordenador invadido/invasor. Lo primero que apareció en su pantalla, fue el icono del disco duro, y bajo él, un nombre, Ignacio Abrera.

Abrió la boca en un espasmo, aspirando con ansiedad el aire que se negaba a entrar en los pulmones. Las manos cayeron a ambos lados del cuerpo sin fuerza ninguna y una presión de fuera adentro se le instaló en el pecho. Los ojos miraban, sin acabar de aceptarlo, el nombre de su marido ubicado bajo el icono.

La ira llegó lentamente, desde el centro mismo de la tierra. Le subió por los pies y llenó por completo el cuerpo de Ana, que ya tecleaba frenéticamente la respuesta para su marido. La guardó dentro de una carpeta "Para Ignacio".

Después de revisar sin misericordia todo el contenido del ordenador, no la guardó en el centro de la pantalla, la arrastró hasta el interior de otra carpeta donde se leía: "Mails de María".

Los siguientes cuarenta y cinco minutos estuvieron centrados en borrar todos los rastros que había ido dejando al intervenir el ordenador de su marido, luego activó las alertas de su ordenador y cerró todos los puertos USB de red con una contraseña, un cortafuegos. Para ella, un muro que salvaría su intimidad de agresiones externas.

Necesitaba un mínimo de seis dígitos y las palabras llegaron hasta ella deslizándose suavemente en su cerebro. Eran perfectas, nadie podría descifrarlas, pertenecían a un mundo alejado de la realidad: "ELALEPH"

QUINTA NOCHE

No podía dormir.

Su marido y sus hijos habían intentado convencerla hasta bien entrada la noche que aquello era imposible de aguantar. ¿Cómo no se le había ocurrido tomarse un somnífero? ¿hablar con el médico?

¡No sabían que llevaba cuatro noches sin dormir!

¡Ella no lo había dicho!

Y era importante que durmiera, porque al día siguiente tenía que llevar a sus hijos al dentista y era imposible anularlo, además, María vendría de nuevo a cenar, su marido y ella tenían mucho trabajo.

Mientras hablaban los estuvo mirando sin abrir la boca, los ojos iban de uno a otro y los oídos escuchaban atentos.

Finalmente se acostaron.

Cuando se quedó sola, volvió a mirar por toda la casa.

¡Tenía que estar allí, tenía que estar por algún sitio, necesitaba encontrar "El Aleph"!.

De repente pensó que no lo había buscado en su refugio ¿Cómo podía haberlo pasado por alto? Abrió lentamente la puerta y sin encender la luz la cerró. Se estiró en el suelo con alguna dificultad por lo angosto del espacio y empezó a buscar

La oscuridad era casi absoluta.

Entonces la vio, allí, en la esquina del fondo, una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creyó giratoria; luego comprendió que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba.

Vio el cielo nocturno del desierto inundado de estrellas, vio el arco iris que bajo la luz de la luna, derramaba sus tonos grises en las abundantes aguas de las Cataratas de Iguazu, vio todos los peces del mar y todas las ballenas, vio la nieve derretirse, vio el sol y la niebla, y un enorme espejo que atravesaba Alicia, y el virus del sida, y un hermoso cuadro de Monett, y todos los cuadros de todos los tiempos, y vio a María pasearse con su marido, y vio todos sus besos y todas sus caricias. Ella también estaba allí de mil formas, unas las conocía, otras estaba segura de verlas algún día. Vio a millones de chinos atravesar el espacio con sus bicicletas, y vio la noche, y todos los atardeceres, y vio a Marylin y a John abrazarse y quemar sus cuerpos en el deseo, y vio a todos los escritores y todos los libros y vio a Borges que miraba embelesado el Aleph.

De pronto, la luz del alba y una voz gritando ansiosa ante ella le hizo mover la vista.

–¡Por Dios! ¿estás bien? ¿que haces aquí metida? ¡acabarás volviéndote loca!

Ella cerró los ojos y se durmió de forma plácida, como nunca lo había hecho.

Durmió durante cinco días y cinco noches.

Al despertar la mañana del quinto día, Ana se levantó tranquila y empezó a recitar para sus adentros la palabra–muro que ejercería de límite entre los demás y su piel: El Aleph, El Aleph, El Aleph...

También aquella mañana, Ana tiró de la cadena sin preocuparse por el ruido de las cañerías y se duchó hasta que se sintió limpia, activa. Luego se dirigió a la cocina y se preparó el desayuno. Al llegar su marido y sus hijos, la encontraron sentada en la mesa, leyendo un libro, mientras se bebía un inmenso tazón de chocolate.

–Mamá ¿No has hecho zumo?

–En la cesta están las naranjas, cariño, y en el armario de la izquierda el exprimidor, mamá está desayunando.

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