miércoles, 6 de enero de 2010

ADIOS A CLARA OCHOA

En los últimos meses del 2008 creé este blog con la ayuda de mi amigo Javier, yo era una inexperta internauta, y empecé una aventura literaria que duró hasta Diciembre de ese mismo año.

Fue excitante para mi escribir y que de inmediato pudiera ser leído por quien se acercara a este blog. Que diferente a los dos años que pasé entre acabar mi libro "El diario de tapas rojas" y que fuera editado por Plaza & Janés.

Sé que ha pasado un año desde mi última entrada, donde os prometía volver en cuanto supiera quién había asesinado a Clara Ochoa, pero en realidad qué importa cómo murió, lo realmente importante es cómo vivió y eso podéis leerlo en el archivo de este blog. He sabido más cosas de su vida y quizás algún día siga narrándolas pero no ahora.
En este último año 2009 me han pasado muchas cosas, entre ellas que he vuelto a pintar. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo y ha sido gracias a mi amiga Charo Mur, una excelente pintora que tiene la suerte de poseer en su estudio un tórculo precioso, lo que me ha permitido crear monotipos. He editado algunos junto a este texto. También hay un dibujo al carbón.
Estoy también escribiendo un nuevo libro, y quizás ha sido ese el motivo que me ha impulsado a volver, el deseo de la inmediatez, de generar textos que puedan ser leídos de inmediato, contrariamente a lo que sucede cuando estás gestando una novela, donde la soledad solo se llena con tus personajes.

Así que he escrito un cuento que os traslado de inmediato. Sucede en Isla Plana, el pueblo donde nació mi madre.

Volveré la semana que viene con un nuevo cuento.

Un abrazo y mi agradecimiento para todo el que me visite.

RECUERDOS

I

Cuando yo tenía siete años, a mitad de la década de los cincuenta, aun no había llegado la electricidad al pueblo de Isla Plana. Se alumbraban con los mismos candiles de carburo con que los hombres bajaban a la mina, una pequeña explotación de material de hierro frente al mar.

Los candiles, eran unos objetos cilíndricos, de apenas veinte centímetros de largo por diez de diámetro, que exhalaban un fuerte olor a azufre. Uno de los extremos, provisto de un agarradero, mostraba su superficie ligeramente abombada, y de ella sobresalían: un pitorro por donde brotaba la llama, y a su lado, una pequeña rueda para regular la intensidad. A duras penas alumbraba, lo que sí hacía, con una perfección inquietante, era llenar de sombras móviles cualquier espacio habitado en cuanto el mar levantaba una suave brisa que movía delicadamente la llama.

La tienda de mi tía Salvadora era cuadrada, podías penetrar en ella a través de dos puertas situadas frente a frente, como dos enamorados que se resisten a dejar de mirarse.

Si entrabas desde la carretera, descubrías en la pared derecha dos puertas exactamente iguales, que estaban siempre abiertas de par en par. En su interior, disueltos en la penumbra, se intuían dos dormitorios, pulcramente ordenados, en los que la luna del armario, al asomarte, reflejaba siempre tu imagen enmarcada por el dintel.

A la izquierda estaba el mostrador, una plancha de mármol gris, gastada por el tiempo y el roce de todas aquellas manos de mujer agrietadas y secas, que solo conocían la huerta y el mar. Detrás, después de un espacio que permitía la movilidad de mi tía Salvadora, gruesa y de escasa altura, se incrustaban en la pared dos aparadores que se elevaban hasta el techo. En medio de ellos un pequeño dintel te permitía la entrada a un cuarto oscuro y poco ventilado, donde en montañas sobre el suelo, se guardaban las patatas, las cebollas, y cuando llegaba el otoño, las almendras y los boniatos.

Siguiendo a mano izquierda, en un pequeño recodo, estaba la cocina de leña, un ancho hueco abierto en el muro a una altura manejable, coronado por una chimenea que robaba parte de espacio al pequeño cuarto situado detrás, al que se accedía por un dintel sin puerta. En su interior, sobre una larga mesa de madera adosada a la pared, se hallaban dos grandes barreños donde se fregaban los platos, y enfrente, unas tinajas llenas de agua descansaban en su soporte de madera. La pequeña ventana sin vidrio que lo ventilaba, te permitía curiosear desde el exterior, a través del dintel sin puerta, la pared donde se hallaban los dormitorios y un espacio bastante extenso de la tienda. Se adornaba con una gruesa cruz de hierro llena de espigones, que a falta de Santa Cena, confirmaba que, aquel, era un hogar cristiano,

Frente a la cocina, una vieja mesa cuadrada de madera maciza, y cuatro sillas de anea, suplantaban al comedor.

Cuando el sol se ocultaba, Luisa la Moñogordo, la Nenachica, la Agustina, la Tomarricha y la Petra, entraban por la puerta para acompañar a mi tía Salvadora, y armar historias y chismes en aquellos días lejanos y amables en que el pueblo solo tenía una tienda

Todas apretaban bajo su brazo el haz de esparto que ya habían golpeado en la piedra grande, frente al mar, hasta que los nervios se rompían y dejaban trenzar las cuerdas que después los maridos utilizarían en las barcas. También fabricaban suelas para las alpargatas y enormes bolsas para transportar material y grano.

Como si de una pequeña secta se tratase, todas vestían de negro con delantales a rayas grises.

Ese fue el escenario, el universo cerrado en el que sucedió todo.

II

La única luz que se abría paso entre las tinieblas de aquel mundo cuadrado, era la llama del candil de carburo

–¡Mira quien viene! –dijo la Petra

–¡Si es la Antoñica! ¿Cuándo has llegao de Barcelona?

–Esta tarde, señora Luisa.

–¡Vaya, vaya! ¡Si estás hecha una mujer!

–Ya tengo siete años.

–Bueno ¿y que cuentas? Estás tú muy callada esta noche.

–No, mujer, lo que pasa es que no quiere que la oiga su madre y se la lleve a la cama –dijo mi tía Salvadora.

–¡Bueno con la mengaja esta! ¡Menudo escarcillo estás hecha!

–Señora Luisa, me ha dicho el señor Carlos que usted había visto un fantasma ¿es verdad?

–Ya lo creo, hijica –sonrió, mientras recorría los rostros de las otras mujeres que le devolvían una mirada cómplice –. De eso hace mucho tiempo, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Tu madre acababa de nacer, y al tío Matabichos se lo había llevado la mar. Los del pueblo estábamos en su casa guardándole el duelo, y la Anita, su mujer, lloraba sin parar. Yo le dije a la Petra al oído que no entendía por qué. El tío Matabichos era un tacaño y un cafre y la tenía martirizada. ¡Aun se le notaban los moratones de la última paliza!

Hizo una pausa repentina, como si respondiera a un aviso interior que le hiciera notar que delante tenía a una niña de siete años. Me miró, y dio un giro a la conversación, obviando informarme de los malos tratos que por lo visto sufría la pobre Anita desde su boda

–Y la Petra que me dice que me calle, que no se habla así de los muertos, y a mí que me entran ganas de orinar y me voy al patio. ¡Era noche sin luna! —su tono adquirió solemnidad—. En un rincón me subo las sayas, abro las piernas y me pongo a mear. Entonces, como te estoy viendo a ti, veo llegar una nube blanca que se espesa en el centro hasta convertirse en el tío Matabichos ¡Daba miedo! Los ojos hundidos en las cuencas. Se para delante mío y me grita: ¿Dóoonde tengo que iiir… mujeeer? ¡No ha venío a buscarme naideee! Y yo que salgo corriendo como alma que lleva el diablo, atravieso la casa y me voy para la Iglesia ¿Donde vas tan deprisa? me grita la Petra, y yo que le contesto. A confesarme, que se me a aparecío el tío Matabichos y me ha nombrado.

–¿Y eso es malo, señora Luisa? –Le pregunté, mientras miles de mariposas volaban en el interior de mi estómago, y la luz del candil comenzaba a titilar rodeándome de sombras móviles.

–¿Malo? ¡Es malísimo! ¡Si te caes muerta sin haberte confesado, te vas al purgatorio para toda la eternidad!

–¿Y eso es malo, señora Luisa? –Repetí la pregunta, con la respiración agitada y el olor seco y dulce del esparto a punto de estallarme en los pulmones

–¡Pero bueno! ¿A ti que te enseñan en Barcelona?

–¡Juana, no le digas esas cosas a la cría! Allá la enseñarán lo que la tengan que enseñar –medió mi tía Salvadora.

Por la puerta del patio apareció entonces mi madre, y yo me acurruqué de inmediato junto a la tía Salvadora, que me tapó con su delantal.

–¿Habéis visto a mi Antonia?

–Nosotras no, debe de estar con el Jacinto, jugando a las piedras, o con el señor Carlos, jugando a las damas.

–Si la veis, decirle que se venga para casa, que ya es muy tarde.

Y desapareció en la penumbra, perseguida por las risas cómplices de aquellas mujeres y por el rítmico palmetear de sus manos enredando el esparto.

Jamás sabré si creyó a la Luisa, o si le siguió el juego, nunca se lo pregunté y mi madre ha muerto esta noche. Yo ahora estoy aquí, en este fragante y cálido amanecer de mayo, velando su cuerpo y recordando, para hacer mas llevadero el inmenso dolor de una muerte inesperada.

III

La Frasquita debía saberlo.

La tía Frasquita lo sabía todo.

Era hermana de mi abuela y de la tía Salvadora, y vivía sola entre las dos casas, en un pequeño espacio con apenas dos cuartos donde se mantuvo vigilante aquella noche. Cuando yo pasé ante su puerta, de camino a la casa de mi abuela, solo le vi media cara a través de la rendija, pero oí su voz, siseante y llena de recelo que me decía:

–¡Venga pa tu casa, que tu madre hace horas que te busca!

–No es verdad, tía Frasquita –le contesté con un hilo de voz y el corazón encogido–. Ha venido hace poco a la tienda.

–¡A mi tú no me replicas, mocosa. Como coja la alpargata y salga por la puerta…!

La sola mención de su alpargata puso alas a mis pies y atravesé como una exhalación los pocos metros que me separaban de mi casa.

–¡Bueno! ¿Ya has podido llegar? –me dijo mi abuela, sentada en la mecedora del comedor acunando su vejez–. Anda, acuéstate antes de que vuelva tu madre.

Supongo que fue el calor, ese calor pegajoso y húmedo que te regala el mar y no te deja dormir, lo que me mantuvo en duermevela aquella noche, permitiendo que oyera el grito que me hizo saltar de la cama.

IV

La Maruja, la hija de la Petra, abrió su viejo armario y se quedó mirando, detenidamente, las pocas prendas limpias y ordenadas que guardaba en él. Supuso, con acierto, que todas le cabrían en el atillo, y empezó a colocarlas sobre el ancho pañuelo a cuadros. La puerta de su cuarto estaba cerrada. Su madre se había ido, como cada noche, a la tienda de la Salvadora, pero aun así, no quería que la sorprendieran.

Hacía dos años que ella y Joaquín estaban enamorados. Había sido muy difícil ocultarlo en un pueblo tan pequeño, pero cuando al fin fueron descubiertos, su padre la llenó de correazos. La madre estaba allí, junto a ella, pero no dijo nada. Se mordió los labios. Esperó hasta verla caer de rodillas y vomitar sobre el tosco suelo de la cocina. Entonces chilló, como un animal herido:

–¡Déjala ya, Sebastián, déjala! ¿No ves que vas a matarla?

–¡Calla, mujer! ¡Quiero que se entere, que lo sepa bien claro! ¡Antes muerta que verla casada con ese hijo de puta!

–Pero Joaquín era una criatura cuando pasó todo –intercedió Petra con voz suplicante.

Mientras lo decía, agarraba con firmeza el brazo de su marido, que aun sostenía en el aire la correa para seguir descargando golpes sobre la hija.

–Él no te ha hecho nada, fue su padre.

–¡Que pronto olvidáis las mujeres! ¡Por su padre murió tu hermano, y mi padre, y el hijo del Matabichos, y cuantos más que no sabemos!

–¡Pero era la guerra civil, Sebastián. Murió mucha gente!

–¡No lo diré más, Petra! –sentenció Sebastián mientras volvía a ceñirse la correa a los pantalones–. Que os quede esto bien claro a ti, y a tu hija: a los Sandalios no hay que darles ni agua, cuanto más, sangre de mi sangre.

Después de guardar cama durante tres días a consecuencia de la paliza que le pegó su padre, de eso hacía un mes, la Maruja había estado preparando la fuga con Joaquín. Aquella noche, si nada se torcía, iban a llevarla a cabo. Habían quedado de acuerdo en encontrarse detrás de la iglesia, en los tajos, donde nadie se aventuraba en la oscuridad. Luego bajarían hasta la Playa de los Barcos, arrastrarían la traina al agua, y se irían en silencio, remando. Hasta que no dejaran atrás la isla, no encenderían el motor. Confiaban llegar a Melilla al día siguiente.

Con la esperanza de que todo se cumpliera como estaba previsto, Maruja abandonó la casa por el patio, atravesando la cocina sin encender la luz. Desde allí salió a la era, rodeó el Huerto del Cura y empezó a caminar hacia la iglesia. No supo de dónde había salido, pero el Jacinto se le plantó delante y la miró con aquellos ojos redondos, alelados, sin expresión alguna.

–¿Dónde vas a estas horas con ese fardo? ¿Lo sabe ya tu madre? La he visto trenzando esparto en la tienda.

–¡Déjame en paz! No voy a ningún sitió. Le llevo estas sayas a la tía Frasquita.

–¿Y dónde está tu Joaquín? ¿No te acompaña? –canturreó con voz chirriante, aguda.

–¡Qué me dejes en paz te digo! –manoteó la Maruja azuzando el aire.

Luego corrió en dirección a la iglesia, hacia los tajos, rezando a la noche para alejar el miedo de su alma.

Jacinto contempló en silencio como se distanciaba. Era el tonto del pueblo, un débil mental que cobijaba veneno en las entrañas. Una sonrisa torcida y hosca se dibujó en su rostro mientras se dirigía a la casa de donde Maruja acababa de huir.

V

Joaquín contemplaba inquieto el reloj.

–Es ya muy tarde, padre. Creo que me acostaré, estoy cansado.

–¡Qué poco aguantáis los jóvenes hoy día, ni que hubieras vuelto de Cartagena andando! ¿Lo ves, Ginesa? –Dirigió la mirada hacia su mujer–. No tendría que haberle comprado el camión. Es demasiado señorito este hijo tuyo. Lo ha tenido todo muy fácil.

Joaquín no contestó a su padre, la cabeza le andaba en otras cosas. Aun no estaba seguro de hacer lo que quería, lo había hablado más de una vez con la Maruja, y era ella quien de verdad lo tenía claro. Fue su seguridad la que consiguió minar, poco a poco, las últimas dudas. Aquella noche, tenía que abandonar la comodidad que disfrutaba en casa de sus padres, y una vida resuelta gracias al camión que le acababan de regalar.

Decidió no darle más vueltas y subió al dormitorio. Una vez en él, cogió la maleta y la abrió sobre la cama. No iba a caber todo, tendría que escoger. Se llevaría lo más nuevo y también sus botas de montar. En Melilla habría caballos. Se deslizó en silencio hacia el cuarto de sus padres, a los que oía discutir en la planta baja. Abrió el armario donde sabía que se guardaba la caja con el dinero ganado en la lonja de pescado, y se apoderó de todo el que había en ella. Lo metió en su faltriquera, volvió a su dormitorio, y tiró la maleta por la ventana. Después, saltó él.

VI

Hacía un rato que las seis mujeres no hablaban, estaban ensimismadas en sus pensamientos, mientras las manos palmeaban acompañando melodías inexistentes.

–Petra, ¿ese que entra no es tu Sebastián?

Petra se volvió hacia la puerta y un viento negro le atravesó el corazón. La cara de su marido estaba desencajada y los puños cerrados.

–¿No está aquí tu hija? –preguntó con la voz envuelta en ecos de amenaza.

–La dejé en casa contigo. ¿Qué está pasando Sebastián? ¿Por qué vienes así?

–¿Que qué me pasa? ¡Qué la Maruja se ha ido, coño! ¡Y se ha llevaó to lo que tenía! El Jacinto ha venido a avisarme, la ha visto ir hacia la iglesia con un hato. Le ha preguntado y ella ha dicho que venía a casa de la tía Frasquita. Pero allí no está, y veo que aquí tampoco.

Sus palabras electrizaron el aire.

–Serénate, Sebastián. Siéntate. Te daré un vaso de agua.

–¡Que vaso de agua ni que leches, Salvadora! Esa se me va con el Joaquín, el hijo del Sandalio. Pero la avisé, ¿verdá Petra? La avisé.

Y se dirigió corriendo hacia el patio donde la noche lo engulló.

La Petra se había quedado muda, sus manos seguían palmeando el esparto en un gesto mecánico, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, y su cara de horror.

–¡Me la va a matar, Salvadora, me la va a matar!

Un grito desgarrador salió de su garganta al reaccionar. Con el haz de esparto todavía bajo su brazo, se levantó y echó a correr hacia la noche.

–¡¡¡Sebastiaaaaan!!!

Las cinco mujeres se miraron angustiadas, tenían que hacer algo. Como si de repente se hubiesen puesto de acuerdo, dejaron al mismo tiempo el esparto en el suelo, y corrieron también hacia la puerta del patio. Antes de llegar, vieron entrar a la Maruja jadeando de sudor y miedo. Detrás entró su padre, con una barra de hierro entre las manos y los ojos virados de locura.

La acorraló entre las dos puertas de los dormitorios.

La Maruja se incrustó en la pared, rezando para que su cuerpo la atravesara.

–¡Voy a reventarte a palos, a ver si aprendes! ¡Desgraciada!

Nadie vio aparecer a la Petra, solo yo, que cuando oí su grito, me levanté asustada y salí al patio. No me atreví a entrar en la tienda y, amparada por la oscuridad de una noche sin luna, llegué hasta la ventana pequeña del cuarto de fregar. Mis ojos no podían apartarse de la escena que contemplé sin moverme, paralizada por el miedo.

La Petra llegó hasta la mesa del comedor, abrió el cajón, sacó un cuchillo que la luz del candil hizo brillar ante mis ojos, y se alejó decidida hacia el grupo de mujeres que rodeaban a su marido y su hija.

Una suave ráfaga de brisa, aventó en mi nariz el fuerte olor a azufre del carburo.

Sebastián solo pudo darle un golpe a la Maruja, que le abrió la cabeza y la dejó inconsciente.

El segundo se quedó en el aire.

Dos cuchilladas le atravesaron la espalda.

Solo tuvo tiempo de volver el rostro y ver la cara de su mujer, mientras la barra de hierro y el cuchillo caían al suelo.

Mi corazón quedó paralizado ante el grito desgarrado de Petra. Me volví con la intención de salir corriendo hacia la casa de mi abuela, pero una sombra salió del portal de la tía Frasquita y se deslizó tambaleante por el patio cargada con una maleta. Era Joaquín, el hijo del Sandalio. Se paró a unos metros de mí y pegué instintivamente mi espalda contra el muro. Durante unos segundos miró hacia la tienda, luego bajó la cabeza, oí un sollozo, y desapareció en dirección a su casa.

La tía Frasquita salió poco después camino de la tienda, y aunque me acurruqué para que no me viera, sus ojos eran como los de un búho.

–¿Qué haces tu aquí, mengaja? Como se lo diga a tu abuela te va a poner buena. Ahora mismo vas a volver a la cama.

En aquel momento, mi madre y mi abuela, alteradas por el alboroto, salían corriendo de su casa.

En la tienda, el llanto mojaba el aire y envolvía los cuerpos.

—¡Quieta, no te muevas! –me dijo la tía Frasquita mientras agarraba con fuerza mi mano–. Ahora entraremos sin que nos vean y te acostarás en tu cama. ¡No quiero oírte chistar, ni una palabra! ¡Y entérate muy bien de lo que voy a decirte! ¡Tú, nunca te has levantado, no has visto nada, el hombre con la maleta no existe! ¿Estamos?

¡Cómo obedecí aquella orden! Nadie supo nunca que yo había contemplado la escena desde la ventana. Ni yo misma, que enterré las imágenes en lo más profundo del sueño.

Llegué a olvidarme hasta hoy.

VII

Sentada a mi lado está mi prima Luci. Ha venido conduciendo toda la noche desde Isla Plana hasta Barcelona para estar conmigo. Me vuelvo a mirarla.

–¿Te acuerdas de aquella noche de verano en el pueblo, hace mucho tiempo, cuando la Petra mató a su marido?

–Eso son historias que se cuentan. Mi madre me dijo que el marido de la Petra murió en el mar, se cayó una noche de tormenta. Nunca lo encontraron. La guardia civil estuvo mucho tiempo buscando el cuerpo.

–No es verdad, todo pasó en la tienda de la tía Salvadora. Yo lo vi, desde el patio, a través de la ventana pequeña del fregadero ¿Te acuerdas de dónde te digo? la que tenía aquella cruz de hierro.

>>Lo mató su mujer de dos cuchilladas.

>>Fue la primera vez que me enfrenté a la muerte.