sábado, 30 de enero de 2010


EL ERROR


Siente frío en los pies. Un frío que amenaza con escalarle el cuerpo. Se levanta y patalea contra el suelo intentando conseguir algo de calor.

La luna está en cuarto creciente e ilumina un mar en completa quietud.

El aire juega lejos de allí.

Sus ojos, a punto de ser atrapados por el sueño, otean un horizonte donde la línea recta no se ve alterada por ninguna silueta que anuncie la inminente presencia de un barco de guerra.

Nunca antes había oído hablar de Isla Plana. Roberto era de Jaén, un mundo de olivos y aceite, nada sabía de mar.

El nombre de Isla Plana lo origina la pequeña isla de no más de 200X100 metros, que se halla frente al pueblo que toma su nombre. Se encuentra en el centro del perímetro de la gran bahía de Mazarrón, que se cierra por el extremo norte con Cabo Tiñoso y por el sur con el Puerto de Mazarrón. La primera vez que contempló aquella inmensa mancha azul verdosa, el alma le vibró con una frecuencia desconocida. Se le erizó la piel, sus ojos se humedecieron y un sentimiento que confundió con admiración lo desbordó.

Él no lo intuyó entonces, pero su cuerpo supo desde ese momento que no podría vivir alejado del mar.

La guerra lleva ya dos años embruteciendo el país, a él solo hace tres meses que le destinaron a Isla Plana.

Su novia María le ha robado a su madre un pedazo de pan, un tomate, y un trozo de melva que ha sacado del barril donde se hallaba en salazón. Todo reposa ahora a su lado.

Un rumor lo inquieta, se levanta y mira a través de la ranura por donde el cañón asoma su falo de muerte.

Atiende en silencio.

El rumor es ahora un chapoteo sigiloso que pretende no ser oído, y de pronto las ve, dos mamparras que han salido de la Playa de los Barcos con el motor apagado.

Se extraña.

Rebusca en su zurrón hasta encontrar los prismáticos, y a través de ellos contempla el rostro de Adela Ramos, la muchacha que sirve en el Huerto de los Clares, la amiga de María. Junto a ella reconoce a su hermano y a su madre. En la otra barca está el padre y Manuel Mendoza, su primo, más dos personas que no conoce. Todos ellos se acomodan en los extremos ya que en el centro de las embarcaciones se amontonan un buen número de cajas de madera no demasiado grandes.

Enseguida lo relaciona con el contrabando, pero descarta las armas por tratarse de la familia Ramos.

Pitillos, piensa, o tabaco en picadura. Eso es cosa de la guardia civil. Así que Roberto se arrincona y se dispone a comer lo que le ha dado su novia.

Las horas se mueven lentas.

Él y María han conseguido mantener su amor en secreto en un mundo acotado donde todos están al descubierto, no quieren que se entere Juan.

El sopor de la digestión acaba por vencer su resistencia y los ojos se le cierran para poder abrirlos en un mundo de sueños donde la guerra no existe, y el hambre, el frío y la miseria, no se conocen.

El sonido hiriente del teléfono de campaña lo despierta, corre a descolgarlo.

–¡Estás durmiendo o te has quedado ciego, hijo de puta!

La voz se le enrosca en la lengua y tartamudea cuando contesta.

–Es…estoy en el bunker sur, mi capitán y todo está tranquilo.

–Pues empieza a correr hacia el otro, y como no haya nadie, os monto un consejo de guerra que se va a cagar la burra.

–Voy hacia allí y le confirmo, mi capitán.

–No quiero que me confirmes, quiero que empieces a disparar en dirección a Cabo Tiñoso hasta que hundas a los cabrones que están destrozando Castillitos.

–Pero… mi capitán, en Castillitos tienen un cañón más grande, más pot…

–Ellos tienen una mierda con el carenado de giro inservible ¡Qué empieces a correr, coño!

Roberto está corriendo hacia el bunker norte con el cuerpo encorvado, sabe que Ginés está allí, y si no ha empezado a disparar es porque ocurre algo. Inserta la bayoneta en su fusil y abre la puerta de un puntapié.

La escena le encoge el alma, Ginés descansa sobre un charco de sangre. Salta hacia la noche y apoya su espalda contra la pared exterior del bunker, junto al quicio de la puerta, el arma amartillada, el sudor escarchando su rostro.

Escucha atento el silencio.

Entra de forma brusca intentando sorprender al enemigo.

Nada se altera en el interior de la casamata.

Se mueve con agilidad escrutando hasta el último escondrijo, y cuando se asegura de que solo Ginés está con él, empieza a preparar el cañón. Tiene que moverlo tres grados al este. Agarra con fuerza la manivela y empieza a girarlo, luego dispara una, dos, tres veces. La munición está apilada en pirámide a la derecha. Sus movimientos son precisos.

Finalmente una gran explosión, el fuego, y una densa nube negra, lo alertan de que ha dado en el blanco.

Mira a través de los prismáticos.

Aun no está hundido.

Vuelve de nuevo a disparar, una, dos, tres veces, y los dos últimos proyectiles impactan también en el buque de guerra, que se hunde mansamente.

Roberto también se siente hundido, resbala contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Entonces se permite llorar, los sollozos escapan expulsados por pequeñas contracciones del diafragma. El aire entra en sus pulmones repleto de sal, la boca se le reseca, los ojos le escuecen.

Se levanta con movimientos lentos, inseguros, el fusil queda olvidado contra la pared.

Cuando sale de la casamata, una neblina luminosa se está extendiendo por el horizonte.

No regresa a su puesto de vigilancia, se dirige hacia el puente de madera que une la isla con la Playa de los Barcos, sus pasos se encaminan hacia la casa de Sebastián el “Chacho”, el padre de María, el que la ha comprometido en matrimonio con Juan. A esas horas aun no ha vuelto de pescar, tiene que pasar primero por El Puerto de Mazarrón para vender el pescado en la lonja. Pero ella se levanta al despuntar el alba.

Cuando Roberto llega, está salpicando de agua el suelo de tierra para poder barrer la entrada sin levantar polvo.

Sus ojos se encuentran, y en ellos sabe leer María el dolor, la impotencia, la muerte. Su cuerpo se queda inmóvil, las manos agarran el cubo de agua.

–Han matado al Ginés –la voz de Roberto suena extraña, distorsionada.

Silencio.

María sigue quieta, fija la vista en él.

–Estaba en mi puesto, se lo cambié esta noche a última hora porque en el bunker sur hace menos relente y yo no me encontraba bien.

Aquellas palabras la hacen saltar como un resorte. Lo no dicho explota en su cara y el cubo se le cae de las manos encharcando la tierra a su alrededor. Corre hacia él y le abraza mientras estalla en llanto.

–Hemos de irnos ahora mismo, donde Juan no pueda encontrarnos, no nos permitirá vivir si estamos juntos. Si no estás con él no tolerará que estés con nadie. Esta noche, en la oscuridad del bunker, ha confundido a Ginés conmigo, pero la próxima vez no habrá errores.

Roberto y María se alejan de Isla Plana por la carretera que va a las Cuestas del Cedazero, llevan una gastada maleta de cartón y van en busca de un refugio en las montañas desde donde se divise el mar.

Para ellos, la guerra ha terminado.