domingo, 28 de febrero de 2010

El zapato


Ana tira la chaqueta y el bolso sobre la cama, se vuelve hacia él con las manos descansando sobre las caderas en actitud desafiante y le advierte:

–Julián, estás hablando conmigo ¿recuerdas? No intentes darle la vuelta al asunto.

–Hoy no estás tú muy lúcida que digamos.

Mientras se sienta en la cama de la habitación del hotel, empieza a desatarse el cordón de uno de sus zapatos.

–¡Ah no, guapito, huelo tu mierda a distancia, me la he tragado demasiadas veces. El marrón es tuyo, yo, no tengo nada que ver.

–Pero que mierda, ni que marrón, ni que leches, solo estoy intentando decirte que yo no puedo. Mi mujer ya ha comprado los billetes para las mismas fechas.

Reprimiendo el deseo de lanzarlo contra la pared, sujeta con fuerza el zapato que se ha desatado

–¿Por qué metes a tu mujer en esto? ¿Por qué siempre que tú decides no hacer algo conmigo, se te arrugan los cojones e indiscutiblemente culpas a tu mujer?

–¿Me estás diciendo que no me atrevo a exponer ante su majestad, que no me apetecen nada cuatro días en París?

Apuntando a Ana con el dedo índice de la mano izquierda, se levanta de la cama medio descalzo mientras la mano derecha cae sobre el costado sin dejar de sostener el zapato.

–No, Julián, no. Esta reina no te pide vasallaje. Esta reina empieza a estar hasta los ovarios de tanto "no puedo". De tanto "Ay cariño, yo si querría, pero ya sabes, ese día no puedo dejar a Beatriz sola". Antes, tu mujer podía quedarse sola siempre que a ti te apetecía. Últimamente requiere tu presencia hasta para mear.

–No seas bestia Ana.

–Esta semana solo nos hemos visto hoy. Y al parecer no voy a poder estar contigo hasta dentro de diez días. Ya no me sirves Julián.

–Vamos a calmarnos...

Se sienta de nuevo en la cama en un intento de recuperar el control que se le está escapando de las manos

–No pienso calmarme, ¡estoy harta de calmarme! Tengo cuarenta y dos años y estoy pagando una terapia para poder dejar de calmarme, para hablar sin tapujos, sin hipocresías. Y si te jode, lo siento, puedo darte el teléfono de mi terapeuta.

–Estás empezando a ponerme nervioso.

El tono de su voz se eleva, mientras lanza el zapato contra la pared

–¡Bien!

Se cruza de brazos ella.

–No juegues conmigo, Ana. No estoy para juegos.

–No estás para nada, cariño, si me permites que te lo diga.

–Bueno ¡Basta!

Se pone en pie sin poder disimular su enfado

–Bueno, basta ¡Qué?

–Así no vamos a ninguna parte. Estamos empezando a decir cosas que luego desearemos no haber dicho.

Intenta acercarse a Ana pero ésta retrocede unos pasos. Los brazos de ella caen con desgana a ambos lados del cuerpo aunque sus puños permanecen cerrados. Los ojos están fijos en él.

–No Julián, de verdad ¡se acabó! Estoy cansada. Cansada de luchar por una relación que solo a mí me importa, o al menos esa es la sensación que tengo. ¡Se acabó! Me rindo, tu mujer ha sido más lista, más sutil. ¡Ha ganado!

–Ana ¡Por Dios! Te necesito. Será la última vez. En cuanto vuelva, nos vamos nosotros dos donde tú quieras.

Esta vez consigue agarrarla por los brazos hasta que ella, incómoda, logra desembarazarse.

–Estoy cansada, ya te lo he dicho. Eres demasiado alto, demasiado guapo, demasiado especial, demasiado divertido. Me agota estar compitiendo con Beatriz y con todas las mujeres que se agolpan a tu alrededor.

Mientras habla, Ana recoge su bolso, se asegura de que móvil, monedero y llaves están en el interior y se pone el abrigo. Julián se ha pegado a ella como si fuera su sombra hasta que, desafiante, da media vuelta y clava sus ojos en él. Julián se paraliza, solo su voz consigue salir al exterior envuelta en un tono de súplica que a él mismo le parece patético, un bumerang que atraviesa sus oídos.

–¡Pero nadie me importa como tú! ¡Te quiero Ana! Necesito...

Ana se aleja hacia la puerta.

–¿Dónde vas? ¡No te vayas!

Intenta seguirla.

–¡No dejaré que te vayas! ¡Tenemos que hablar! ¡no puedes dejarme! tenemos que aclarar este absurdo...

Pero ella ya ha cerrado la puerta tras de sí. En el aire aun flota su voz.

–Adiós Julián.

Julián se apoya en la puerta cerrada incapaz de abrirla y correr tras ella. Resbala lentamente hacia el suelo. Cae desmadejado sobre él con la mirada ausente, mirando sin ver el solitario zapato que, vuelto del revés, reposa en la moqueta frente a él.