domingo, 21 de febrero de 2010

Al Alba

Las luces del alba se filtraban por la ventana cuando acabó de escribir la carta. Con ademanes lentos la dobló y la introdujo en un sobre azul que había encontrado al fondo, en el cajón de la cómoda.

Recordaba aquel sobre.

Hace años protegió la carta de Alfonso, donde le proponía confiarse al mar, navegar sobre él hacia nuevas playas, lejos. Por eso lo había pintado de azul con tinta diluida.

El color no era uniforme.

En algunos lugares, intensificado por el tiempo, se asomaba indeciso el blanco del papel, y eso evocaba en ella la suave espuma que el viento de poniente dibuja sobre el mar. Se levantó, bajó en silencio las escaleras y apartó la cortina de la puerta que preservaba la casa de moscas y calor. Salió al exterior, ningún rincón de su cuerpo albergaba la duda cuando lo encauzó en una dirección de la que no se apartaría hasta llegar a destino.


Alfonso había pasado la noche intentando acallar su conciencia. Desde la llegada al pueblo de las brigadas navarras, en plena guerra civil, una idea había germinado en su interior hasta desbordarlo.

Lo delataría.

Delataría a Ginés por rojo.

Aquellos cafres no necesitaban mucho más para ejecutar a la gente al alba, y entonces él recuperaría su lugar, el que le correspondía, el que nunca debió arrebatarle.

Lo que más le dolió, no fue que Ginés comprara sus tierras por cuatro perras en pública subasta, sino el lento e imparable acoso con el que cercó a su novia. Dos semanas antes de la boda que había de unir a Elena y Alfonso, bailando en sus ojos la angustia, robándole al mar lágrimas, ella le reveló que su padre la había comprometido con Ginés, que sería con él con quien se casaría pasados quince días. Sus tierras, las que un día pertenecieron a Alfonso, lindaban con las del padre de Elena, y su unión haría que las familias pasaran a ocupar el primer lugar en el pueblo.

En ese instante se borró su futuro.

Su vida se desplomó como un castillo de naipes, y la desidia y el victimismo pasaron a formar parte de un mundo nuevo, acotado en la taberna de La Chara, del que siempre salía vacío de conciencia.


Ginés había vuelto a dormir solo, no le llegó el calor del cuerpo de Elena, ni la suave concavidad modelada por ella en las sábanas, ni la grata sensación de amparo que su contacto le transmitía. Debía tener de nuevo problemas de insomnio. Se levantó y bajó hasta la cocina, pero tampoco estaba allí. Se sentó y se quedó quieto. Hacía tiempo que notaba aquel sutil e imparable extrañamiento de su mujer. Él sabía que no se había casado enamorada, pero pensó que el tiempo, el cariño, la dedicación, acabarían ganando su corazón. Pero no era así, ni lo sería nunca mientras él permaneciera allí, ¿por qué no se había ido Alfonso? Él no decía nada ¡nunca decía nada! Pero estaba presente. Y esa presencia lo hacía sentirse desposeído de todo lo que era suyo. No creía poder aguantar mucho más, notaba su resistencia al límite. Hacía días que venía pensándolo y sin duda era la mejor solución.

Lo delataría.

Delataría a Alfonso por rojo.

Aquellos cafres no necesitaban mucho más para ejecutar a la gente al alba, y entonces él quedaría libre.


Al entrar en el cuartel de la guardia civil que servía de refugio a las brigadas navarras, Elena se dirigió al soldado de guardia y le pidió entrevistarse de nuevo con el capitán. La luz del sol empezaba a intuirse, preñando de rojo el aire, dejando atrás las sombras de una noche movida por el viento de lebeche. El día anterior había sido informada del modo en que debía llevar a cabo la denuncia. En su bolsillo, dentro del sobre azul, se hallaba todo lo necesario.


Alfonso acababa de levantarse cuando unos fuertes golpes sonaron en la puerta. Se quedó quieto. Solo los ojos se movieron veloces intentando localizar cualquier cosa que pudiera ayudarlo a defenderse. A través del quicio de la puerta, reparó en el cuchillo que descansaba sobre la mesa de la cocina, pero algo más allá, vio a un soldado que le estaba apuntando. Había entrado por la puerta del patio, casi siempre abierta, más por descuido que por intención. Lo encañonó hasta la puerta principal y la abrió. Cuatro hombres más entraron en la casa, lo inmovilizaron y, casi a rastras, lo sacaron a la calle y lo subieron al camión.


Ginés aun no se había movido de la cocina cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir sin recelo, y como un mal viento que atravesara su vida, cuatro hombres entraron en el recibidor apuntándolo con cuatro carabinas. En unos segundos se halló dentro de un coche en dirección al cuartel de la guardia civil. Ninguna de sus preguntas fue contestada.

Al llegar, lo sacaron sin demasiados miramientos y sin dejar de apuntarle. Lo trasladaron a una de las pequeñas celdas situadas en el ala norte, desde donde se escuchaba, a través del ventanuco, el rumor perenne del mar. Una vez dentro, se quedó inmóvil, aferrado a las rejas de la puerta, incapaz de reaccionar. Y fue entonces cuando oyó la voz enronquecida de Alfonso chillando, maldiciendo al final del pasillo.

Sus gritos iban dirigidos a él, a un Ginés imaginario que se encontrara junto a Alfonso en la celda. Lo llenaba de improperios y lo acusaba de delator, lo culpaba de todas sus desgracias y le deseaba la muerte más horrenda.

Ginés esperó a que se calmara y, desde su celda, lo llamó, le preguntó si sabía qué estaba pasando, qué hacían ellos dos allí.

No recibió respuesta.

Apretó entonces la frente sobre la reja de la puerta para poder escrutar mejor las sombras que llenaban el pasillo. La cara de Alfonso atónita, confundida, desconcertada, parecía una mancha blanca colgada sobre la puerta de la celda del fondo, que también daba al mar.

De repente, filtrándose desde el exterior, les llegó una voz de mujer que ambos reconocieron. Elena entonaba un canto sobre cobardía, abandono, imposiciones y miedo, mientras se alejaba de ellos camino de la playa, hacia el lugar donde al alba serían ejecutados.


Al alba, al alba,

al alba, al alba.

Dejaré que me abandones

amor mío, al alba,