sábado, 2 de octubre de 2010

JUAN
El verano de 1945 estaba siendo diferente en el pequeño pueblo pesquero de Isla Plana.
El calor se presentó tarde, y desde Barcelona, llegaron tres hombres para desguazar la mina de hierro.
Cristóbal era uno de ellos.
Dormían en casa de la Damiana, la única que por sus proporciones podía alquilarles dos dormitorios, y comían en el viejo ventorrillo de la Salvadora, junto a los pocos buhoneros que entre semana visitaban el pueblo voceando sus mercancías y el recovero, que proveía a las mozas de puntillas, y a las mujeres de ropa para vestir sus lutos.
La pesca y la mina entretenían a los hombres. Pero hacía dos años que sacar el material casi superaba el precio de venta, por eso, en primavera, la mina cerró.
Con la Salvadora vivían su marido, su hija, una adolescente mimada y consentida hasta la exageración, y su sobrina Lucía, que era la tercera de diez hijos.
Cuando la Salvadora pidió a su hermana María que le prestara a una de sus hijas para ayudarla en la tienda, no escogió a Lucía porque sí. La sonrisa era la expresión más frecuente de su rostro, y la paciencia, su virtud.
Tenía veintisiete años, y desde los catorce se levantaba cada día con el alba para barrer la tienda. Luego cogía dos haces de esparto, y en la piedra plana, frente al mar, los golpeaba con el mazo hasta que rompía los nervios, hasta que perdían la rigidez. Volvía despacio, aspirando el aire salobre de la mañana, y se sentaba en el poyo de la puerta a hacer filete. Los metros de cuerda salían de sus hábiles y rugosas manos con rapidez.
–Buenos días nos de Dios, Lucía. Despáchame una onza de aceite.
–Hola "Churra", muy pronto vienes hoy.
–Sí, he de hacer la comida de mi hijo, que se va a la mina a ayudar al Cristóbal y a los otros dos. Parece ser que el vapor para llevarse las vagonetas, el ascensor y los raíles de la mina llega hoy desde Barcelona y aun no tienen preparada la primera carga.
–¿Ya viene hoy? Esta mañana solo he visto mamparras en el mar.
–Pues sí. Poco van a durar aquí los mozos. Poco debe quedar ya por cortar.
–¿Algo más, "Churra"?
–Sí, que espabiles, mi hijo me ha dicho que tienes los ojillos raros y... ya sé que no es mi casa, pero ese Cristóbal es una buena persona y te mira bien. Mejor está que el Lorenzo.
–¡Mira que os gusta emparejar!
–Si, bueno...bueno, dame el aceite, yo ya sé lo que me digo.
Lucía dejó el filete y empezó a pasearse por la tienda, aquella noche haría una cena consistente, abundante, vendrían cansados. Era su manera, la única que conocía, la única que le habían enseñado de dar salida a la ternura que almacenaba su alma, de hacer evidente su interés.
Hacía una semana que el primer buque, con parte de la carga, había partido de Isla Plana, y desde entonces, Lucía acompañaba todas las tardes a Cristóbal hasta la salida del pueblo y allí se despedían. Luego él caminaba cinco kilómetros, dos y medio de ida, dos y medio de vuelta, hasta la venta de la Tomarricha, la única que disponía de una vieja máquina italiana en quince kilómetros a la redonda, para conseguir saborear una humeante taza de café exprés.
En el pequeño pueblo todos conocían esa excentricidad de Cristóbal, y sonreían benevolentes al verlo pasar, estirados en cómodas hamacas a la puerta de las casas, tomando el fresco, o permitiéndose una siesta.
Esa tarde, Lucía le hizo una pregunta extraña.
–¿Habéis cortado ya a Juan? –Cristóbal se volvió con el semblante atónito.
–¿Juan?
Lucía se echó a reír con esa risa suya suave y llena, y durante unos segundos no pudo dejar de hacerlo. Cristóbal se había parado y esperaba.
–Bueno… yo la llamo Juan, es la plancha de hierro que hay en la entrada de la mina, la que a veces sirve de puerta, la que mira al mar. Durante dos años le estuve llevando la comida a mi tío Sebastián, que en aquel entonces era uno de los capataces. Mientras el comía, yo me sentaba junto a Juan y me apoyaba en él. Era mi confidente. A veces, cogía las piedras más duras que encontraba en el suelo, y escribía sobre su robín. También dibuje una vez un barco que estuvo varado durante dos semanas en la punta de la Azohía.
Al día siguiente, mientras ella le llenaba el plato de lentejas, Cristóbal levantó la vista y le dijo:
–Hoy, Salvador quería cortar a Juan porque era muy grande para cargarlo, pero le he convencido de que no lo haga. En Barcelona hay un chaval que vive cerca del almacén, dice que es escultor, siempre viene pidiendo cosas raras, y solo quiere que lo atienda yo. Dice que mis manos, aunque yo no lo sepa, son de artista. Le he dicho que se lo podríamos vender. Pero José María, que así se llama, solo se lo quedaría entero, o sea, que ya me ves a Fulgencio, a Salvador y a mí, cargando la plancha en la barca y llevándola hasta el buque. Bueno… ¿qué te parece?.
–Mañana os haré arroz con leche.
Los tres hombres rieron, y los ojos de Lucía se iluminaron con la llama temblorosa del candil de carburo.
Aquella noche, después de cenar, Cristóbal se acercó a Lucía y le dijo:
–¿Me acompañas hasta la piedra plana?
Juntos caminaron por el acantilado, donde una luna creciente dibujaba su sombra sobre el mar.
–Antes de embarcar a Juan, yo también he escrito algo en él. Estaba lleno de frases hermosas, y tu barco parecía navegar por mares de fuego.
Cristóbal calló y Lucía lo miró, esperando.
–En tres o cuatro días habremos acabado de cargar el buque y mis compañeros y yo volveremos a Barcelona. No soy demasiado bueno con las palabras, pero sé que no voy a poder olvidar tu risa ni tus ojos color miel. Haces el mejor arroz con leche que he comido nunca.
Los dedos de Cristóbal avanzaron tímidamente hacia los de Lucía hasta rozarlos y un estremecimiento recorrió los dos cuerpos.
–¿Qué has escrito en la plancha?
Los labios de Cristóbal se acercaron al oído de Lucía y le murmuró unas palabras al amparo del viento, para que no volaran hacia el mar, para que no se perdieran en la noche.
La voz de Lucía sonó resuelta cuando le dijo a Cristóbal:
–Mañana por la mañana llamas a tu jefe y le dices que tú volverás en tren conmigo unos días más tarde, le tengo mucho miedo al mar, se ha llevado demasiada de mi gente.
Hacía diez minutos que mi hija Georgina escuchaba la historia. Ella casi no recordaba a su abuelo Cristóbal, que murió cuando apenas tenía dos años, pero sentía verdadera pasión por su abuela Lucía. Tres días antes se habían cumplido dos años de su muerte.
Este hecho, había coincidido con la exposición retrospectiva en el Macba del escultor José Mª Subirachs, y ante nosotros, erguido y solemne en medio de la sala, estaba Juan.
En la parte superior derecha se apreciaba la forma sutil de un barco y a su lado, con letras de molde apenas intuidas, se leía, amo a Lucía.