viernes, 26 de septiembre de 2008

Una llamada telefónica

(Septiembre de 2008)
–¿Antonia?
–Si.
–Soy Clara Ochoa.
Me quedo sorprendida, hasta ahora solo me ha escrito y mi teléfono lo conoce muy poca gente.
–¡Ah! Hola… ¿Cómo has conseguido mi número?
–No importa…
La interrumpo.
–Sí importa, Clara. A mí me importa.
–He prometido a la persona no decírtelo.
Empiezo a sentirme furiosa, sobre todo por el tono de su voz.
–Es tu problema, tu promesa, estoy empezando a hartarme de tanto secreto. O me dices quién te ha dado mi número o cuelgo y no hace falta que vuelvas a llamar.
–¿Qué tal si empezamos de nuevo? parece ser que no lo hemos hecho con buen pie.
–Primero el nombre.
Hay unos segundos de silencio. Debe estar pensando que no hay más remedio pero le cuesta decidirse.
–Georgina Sierra
–¿Mi hija?
–Si.
La ira se filtra en mi voz.
–¿De que coño conoces tú a mi hija? ¿Quién le has dicho que eras? Te estoy permitiendo que juegues conmigo, pero no consentiré que involucres a mi familia.
–Tú lo has hecho.
–¿Yo? ¿De que demonios estás hablando?
–¿A qué ha venido el viajecito a Isla Plana? ¿Crees que miento? ¿Qué sesgo la historia?
–Eso no tiene nada que ver.
–¿Por qué? ¿Por qué lo dices tú?
–No, porque tu marido es un personaje público. Un director de cine, de referencia para muchos. Él está muerto, no podía defenderse…
No me deja terminar.
–Si yo mentía ¡Claro!
–No, y lo dejé muy claro en el texto que colgué en el blog. Tu verdad está filtrada por ti, es lo que tú sientes, lo que percibes, ningún hecho, ningún acontecimiento tiene una sola verdad. Hay varias verdades, varias percepciones sería mejor definición, y yo me sentí obligada a contrastarla.
Silencio. Vuelvo a hablar yo.
–Y salió “La Santica” Clara, y apareció el gris, los matices. Además estoy escribiendo porque tú me lo pediste, si no quieres, dejo de hacerlo, y aquí paz y después gloria.
–¡No! Me gusta cómo escribes, aunque algunas veces no me reconozco. Lo leo y me parece que se trata de otra persona ¿Por qué no hablaste más de Teresa? Yo te di mucha información y tú apenas si la nombras. Para mí fue muy importante. Ella también tuvo su infierno a una edad próxima a la mía. Por eso nos entendimos de inmediato, por eso me sentí protegida. Gracias a ella sobreviví.
–No me pareció necesario, estabas tú y tu marido, los auténticos protagonistas, desarrollar otro personaje hubiera mermado la importancia de vuestra historia. De todas maneras la nombro, lo justo, creo, lo necesario.
–Quiero que hables más de ella.
–Si quieres que lo haga, construiré una historia aparte, un pequeño relato.
–Vale, pero quiero que salga, quiero que vea lo importante que es para mí. Hoy te he enviado por carta nuevos manuscritos. Gracias. Te llamaré.
Y cuelga el teléfono sin darme tiempo a volverle a preguntar cómo conoce a mi hija. Llamo al teléfono que aparece en el móvil y no contesta. Entonces llamo a mi hija y le pregunto de qué conoce a Clara Ochoa. Es su asesora financiera. Mi hija gestiona patrimonios y casualmente uno de los que negocia es el de ella.
Está empezando a cabrearme, no se si le aguantaré la tontería mucho más.


LA PEQUEÑA HISTORIA DE TERESA ANTES DE QUE GERARDO QUIROGA LA LLAMASE A ISLA PLANA PARA QUE SE ENCARGARA DE CLARA OCHOA.

Teresa nunca conoció al marido de su hermana.
Ana se había ido lejos siendo ella muy joven, después de una fuerte discusión con su padre.
Nunca supo el por qué, pues en aquellos momentos solo contaba diez años y se había escondido en el rincón mas alejado de la casa, huyendo de la violencia que atravesaba en fuertes oleadas el viejo comedor. Odió a su hermana con todas las fuerzas de un cuerpo de niña a punto de convertirse en mujer. Primero por dejarla sola, y después, por la inmensa tristeza que fue descubriendo, día tras día, en los ojos de su madre, que murió dos años después. Habían sido treinta años de odio sin una carta, sin una llamada, nada a lo que aferrarse para poder comprender.
Pero esa noche Ana volvía a Isla Plana, volvía a la casa familiar acompañada por su marido.
El padre de ambas había muerto el día anterior, después de una enfermedad de diez años que le acentuó día a día el egoísmo, la impaciencia, la ira. Teresa estaba sola, lo cuidó buscando refugio en aquellas imágenes de un padre cariñoso que, siendo niña, la tomaba en brazos, le hacía cosquillas bajo el vestido, y le acariciaba después suavemente la espalda.
También buscó refugio en el odio a la hermana. La culpó de su soledad, de sus ataduras, de su carácter amargo, de su impotencia. Le echó en cara, una y otra vez, que al marcharse se había llevado hasta el alma de sus padres.
Ahora Teresa tenía cuarenta años, la casa había envejecido con ella y ya no se hallaba a las afueras del pueblo.
Volvió dos horas antes de que cerrasen el tanatorio, quería arreglar la casa y tenerlo todo a punto. Limpió un lavabo impoluto y barrió un suelo sin rastro de suciedad. Sin apenas darse cuenta, se encontró frente al antiguo dormitorio de su hermana sosteniendo entre las manos las sábanas para vestir la cama, preguntándose en voz alta, como si de repente reparara en ello:
–¿Cómo se habrá enterado de la muerte de padre?
Por teléfono solo se habló de la hora de llegada, sobre las doce de la noche. La llamó el marido de Ana, y su voz le dejó regustos de prepotencia.
Cuando todo estuvo a punto, bajó hasta la cocina para calentarse leche que inundó de cacao. Permaneció allí sentada más de dos horas. En algún momento, durante ese tiempo, apoyó la cabeza sobre el dorso de las manos y se quedó dormida.
La despertó la guardia civil sobre la una de la madrugada golpeando con fuerza la puerta de entrada. Venían a informarla del grave accidente que había arrebatado la vida a su cuñado. De la hermana le dijeron que tenía las piernas destrozadas y se hallaba en estado de coma.
Mientras los agentes esperaban en la cocina, recorrió la casa con paso lento, asegurándose que todas las luces quedaban cerradas. Se paró unos segundos ante la puerta de la alcoba, donde en aquellos momentos debería estar durmiendo el matrimonio, y se acercó a la cama. Permaneció ante ella inmóvil, la mirada fija en la imagen de la virgen que presidía la habitación, y alisó con la mano la pequeña arruga que se había creado en el embozo mientras una ligera sonrisa se le insinuaba en los labios.
Con paso decidido se dirigió a su cuarto y, como si de un regalo se tratara, rasgó el papel que envolvía la caja de cartón apoyada sobre la cama. Sacó de ella la rebeca de color negro que se había comprado aquella misma tarde y se la puso.
Desde la puerta de la cocina salió a la noche escoltada por la guardia civil, e iniciaron el viaje de diez kilómetros que la llevaría hasta el Hospital Provincial.
Al atravesar el dintel de la habitación 207, en la segunda planta, se encontró con una mujer de cuarenta y ocho años llena de canas que le envejecían las facciones y de contusiones que le deformaban parte del cuerpo. Respiraba asistida por una maquina empeñada en inundar la habitación con el sonido monótono del fuelle. Se acercó a la mujer y, con extrema lentitud en los gestos, le arregló un doblez de la sábana, le acarició suavemente la frente, apartó de ella un mechón de pelo y, acercando los labios al oído de su hermana, le dijo:
–Hola Ana, no temas, yo cuidaré de ti.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Isla Plana

Cuando Clara Ochoa llegó a Isla Plana por primera vez, algo se movió en su interior.
Habían aterrizado en San Javier, el aeropuerto de Murcia, y desde allí un taxi los llevó a la “Casa del Alma”, nombre con el que se refería siempre a la antigua vivienda de pescadores propiedad de sus abuelos. Ellos ya habían muerto pero en verano toda la familia se reunía allí. Cuando le preguntó por qué la llamaba así, le pareció notar en su expresión una transformación muy sutil, como si un sentimiento de añoranza asomara a sus ojos y su boca se expandiera levemente para apuntar una sonrisa.
–Porque mi alma nació aquí, indistintamente de donde naciera mi cuerpo.
–¿Por qué has tardado diez años en traerme?
–Porque tú necesitabas tiempo y yo también. Yo te he amado, te he entregado mi alma desde el primer momento, desde que te vi aparecer a través de aquella puerta desvencijada y sucia. Pero tú me has odiado desde entonces.
¿Por qué le dolían de aquella manera las palabras de su marido? Era la verdad y sin embargo de repente le parecía tan cruel haber odiado a aquel hombre durante diez años. Estaban atravesando las Cuestas del Cedacero, montañas resecas, sin un árbol, rocas amarillas, naranjas, lilas, sedientas, golpeadas por un sol implacable y pensó que aquel paisaje era su reflejo. Pero en una revuelta, como un regalo que las hadas benéficas hacían a los hombres apareció la gran bahía, el mar azul que sesteaba por la ausencia de aire, sin una ola, como un lago dormido que ronronea al llegar a la playa. Aquella visión la desarmó, su belleza la dejó estremecida. Sedó el odio. En Barcelona había mar, pero aquel era distinto siendo el mismo Mediterráneo, otra faceta, otra forma de relacionarse con la tierra. Me estoy haciendo daño, pensó, estoy permitiendo que mi alma se vaya secando poco a poco y pronto será un telo muerto sin nada en su interior.
Seguían bajando hacia el llano, Isla Plana se encontraba en la parte central del perímetro de la bahía, en la punta izquierda La Azohía, otro pueblo pequeño y a la derecha el Puerto de Mazarrón una urbe masificada que en verano se llenaba de turistas hasta sumar más de cien mil habitantes. Pero estaba lejos, a cinco kilómetros, y esa distancia protegía a Isla Plana.
La “Casa del Alma” la sorprendió. Ella esperaba encontrarse con un gran caserón pero solo era una casa de pescadores, con el exterior y el interior, incluido el suelo, encalados de blanco para rechazar los rayos del sol, las ventanas pequeñas y la puerta de entrada tapada con una cortina, para evitar al máximo el calor y las moscas.
Al entrar sintió frescor y calma, como un mini monasterio donde recogerte y curar las heridas.
La familia de Gerardo Quiroga le recordó a la suya, las mujeres mayores vestidas de negro guardando un luto sin final, las de mediana edad mas abiertas a la moda y las hijas, casi todas de su edad, libres ya de antiguos tabúes. Los hombres como ausentes, incapaces de acceder a aquel mundo de mujeres, un matriarcado perfectamente jerarquizado. La recibieron con naturalidad y Clara Ochoa lo agradeció, liberada de temores y de falsas expectativas.
Habían cuatro habitaciones y cinco familias, así que tuvieron que compartir el cuarto con dos hermanas. Gerardo Quiroga ya estaba acostumbrado y a Clara Ochoa no le importó. Cuando salieron, equipados con el traje de baño y la toalla, él le preguntó si quería ir a los tajos o a la playa y ella le cogió la mano y le contestó que el primer día le apetecía playa.
Los días siguientes trajeron convivencia y confidencias y la familia le descubrió otro Gerardo Quiroga que ella desconocía. Incluso su tía Amelia guardaba unos relatos que él había escrito con no más de veinte años y se los regaló.
Me he atrevido a solicitárselos a Clara Ochoa porque me parece muy interesante conocer los primeros pasos de uno de nuestros mejores directores de cine, y os los transcribo a continuación porque los originales estaban escritos a mano.



EL ERROR
(Relato escrito por Gerardo Quiroga)

Siente frío en los pies. Un frío que amenaza con escalarle el cuerpo. Se levanta y patalea contra el suelo intentando conseguir algo de calor.
La luna está en cuarto creciente e ilumina un mar en completa quietud.
El aire juega lejos de allí.
Sus ojos, a punto de ser atrapados por el sueño, otean un horizonte donde la línea recta no se ve alterada por ninguna silueta que anuncie la inminente presencia de un barco de guerra.
Nunca antes había oído hablar de Isla Plana. Fernando era de Jaén, un mundo de olivos y aceite, nada sabía de mar.
El nombre de Isla Plana lo origina la pequeña isla de no más de 200X100 metros, que se halla frente al pueblo que toma su nombre. Se encuentra en el centro de la gran bahía de Mazarrón, que se cierra por el extremo norte con Cabo Tiñoso y por el sur con el Puerto de Mazarrón. La primera vez que contempló aquella inmensa mancha azul verdosa, el alma le vibró con una frecuencia desconocida. Se le erizó la piel, sus ojos se humedecieron y un sentimiento que confundió con admiración lo desbordó.
Él no lo intuyó entonces, pero su cuerpo supo desde ese momento que no podría vivir alejado del mar.
La guerra lleva ya dos años embruteciendo el país, a él solo hace tres meses que le destinaron a Isla Plana.


Su novia María le ha robado a su madre un pedazo de pan, un tomate, y un trozo de melva que ha sacado del barril donde se hallaba en salazón. Todo reposa ahora a su lado.
Así que Fernando se arrincona y se dispone a comer lo que le ha dado.
Las horas se mueven lentas.
Él y María han conseguido mantener su amor en secreto en un mundo acotado donde todos están al descubierto, no quieren que se entere Juan.
El sopor de la digestión acaba por vencer su resistencia y los ojos se le cierran para poder abrirlos en un mundo de sueños donde la guerra no existe, y el hambre, el frío y la miseria, no se conocen.
El sonido hiriente del teléfono de campaña lo despierta, corre a descolgarlo.
–¡Estás durmiendo o te has quedado ciego, hijo de puta!
La voz se le enrosca en la lengua y tartamudea cuando contesta.
–Es…estoy en el bunker sur, mi capitán y todo está tranquilo.
–Pues empieza a correr hacia el otro, y como no haya nadie, os monto un consejo de guerra que se va a cagar la burra.
–Voy hacia allí y le confirmo, mi capitán.
–No quiero que me confirmes, quiero que empieces a disparar en dirección a Cabo Tiñoso hasta que hundas a los cabrones que están destrozando Castillitos.
–Pero… mi capitán, en Castillitos tienen un cañón más grande, más pot…
–Ellos tienen una mierda con el carenado de giro inservible ¡Qué empieces a correr, coño!


Fernando está corriendo hacia el bunker norte con el cuerpo encorvado, sabe que Ginés está allí, y si no ha empezado a disparar es porque ocurre algo. Inserta la bayoneta en su fusil y abre la puerta de un puntapié.
La escena le encoge el alma, Ginés descansa sobre un charco de sangre. Salta hacia la noche y apoya su espalda contra la pared exterior del bunker, junto al quicio de la puerta, el arma amartillada, el sudor escarchando su rostro.
Escucha atento el silencio.
Entra de forma brusca intentando sorprender al enemigo.
Nada se altera en el interior de la casamata.
Se mueve con agilidad escrutando hasta el último escondrijo, y cuando se asegura de que solo Ginés está con él, empieza a preparar el cañón. Tiene que moverlo tres grados al este. Agarra con fuerza la manivela y empieza a girarlo, luego dispara una, dos, tres veces. La munición está apilada en pirámide a la derecha. Sus movimientos son precisos.
Finalmente una gran explosión, el fuego, y una densa nube negra, lo alertan de que ha dado en el blanco.
Mira a través de los prismáticos.
Aun no está hundido.
Vuelve de nuevo a disparar, una, dos, tres veces, y los dos últimos proyectiles impactan también en el buque de guerra, que se hunde mansamente.
Fernando también se siente hundido, resbala contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Entonces se permite llorar, los sollozos escapan expulsados por pequeñas contracciones del diafragma. El aire entra en sus pulmones repleto de sal, la boca se le reseca, los ojos le escuecen.
Se levanta con movimientos lentos, inseguros, el fusil queda olvidado contra la pared.
Cuando sale de la casamata, una neblina luminosa se está extendiendo por el horizonte.
No regresa a su puesto de vigilancia, se dirige hacia el puente de madera que une la isla con la Playa de los Barcos, sus pasos se encaminan hacia la casa de Sebastián el “Chacho”, el padre de María, el que la ha comprometido en matrimonio con Juan. A esas horas aun no ha vuelto de pescar, tiene que pasar primero por El Puerto de Mazarrón para vender el pescado en la lonja. Pero ella se levanta al despuntar el alba.
Cuando Fernando llega, está salpicando de agua el suelo de tierra para poder barrer la entrada sin levantar polvo.
Sus ojos se encuentran, y en ellos sabe leer María el dolor, la impotencia, la muerte. Su cuerpo se queda inmóvil, las manos agarran el cubo de agua.
–Han matado al Ginés –la voz de Fernando suena extraña, distorsionada.
Silencio.
María sigue quieta, fija la vista en él.
–Estaba en mi puesto, se lo cambié esta noche a última hora porque en el bunker sur hace menos relente y yo no me encontraba bien.
Aquellas palabras la hacen saltar como un resorte. Lo no dicho explota en su cara y el cubo se le cae de las manos encharcando la tierra a su alrededor. Corre hacia él y le abraza mientras estalla en llanto.
–Hemos de irnos ahora mismo, donde Juan no pueda encontrarnos, no nos permitirá vivir si estamos juntos. Si no estás con él no tolerará que estés con nadie. Esta noche, en la oscuridad del bunker, ha confundido a Ginés conmigo, pero la próxima vez no habrá errores.

Fernando y María se alejan de Isla Plana por la carretera que va a las Cuestas del Cedazero, llevan una gastada maleta de cartón y van en busca de un refugio en las montañas desde donde se divise el mar.
Para ellos, la guerra ha terminado
.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Un resfriado de verano

(Verano de 1983)

La opresión en el pecho le había comenzado la noche anterior, su marido le preguntó si se encontraba bien, tienes mala cara, le dijo. Ella contuvo las nauseas e intentó dibujar una sonrisa en su rostro que relajara la inquietud de Gerardo Quiroga.
–¿Estás segura que quieres pasar el fin de semana con tus padre? ¿No sería mejor que te quedaras en cama?
–Hace tres meses que no voy a verlos, se lo prometí a mi madre. No se encuentra muy bien y que mi hermano haya ingresado en la cárcel no la ayuda en absoluto.
En realidad, que su mujer visitara a su familia le molestaba y el tiempo, en vez de disolver ese sentimiento, lo acentuaba. Se había inventado infinidad de excusas a lo largo de los cinco años que convivía con Clara Ochoa para evitar el desplazamiento de su mujer hasta el barrio de La Mina. El no había vuelto, pese a que la película filmada allí le había hecho ganar el Festival de Berlín.
Aquel fin de semana él tampoco se encontraba bien, había discutido con el productor de la película que estaba filmando en aquellos momento, con el diseñador de vestuario, con el director de fotografía y la más grave y la que peor le había sentado, con su mujer. Él le exigió, le ordenó que se quedara aquel fin de semana, venían dos productores americanos y quería que estuviera junto a él, apoyándolo.
Lo que Gerardo Quiroga ignoraba, y nunca supo, es que Clara Ochoa necesitaba desesperadamente ir a casa de su madre, que ya le tenía concertado una encuentro con la tía Moñogordo ( que así la llamaban para no pronunciar su nombre) con la “abortera”.
Estaba de dos meses, y tomar aquella decisión había sido para ella un infierno. En el momento que lo supo todo su ser se iluminó, era algo que había deseado desde que empezó a jugar con muñecas, siempre miraba a las mujeres embarazadas con arrobo, como si fueran vírgenes de una religión de la que deseara formar parte. ¡Le parecían tan hermosas! Los ojos siempre brillantes, la actitud orgullosa de quien se sabe portadora de vida.
Pero pesaba más el odio que aun sentía por aquel hombre.
Nunca le daría un hijo.
Y saber que en aquella acción se unían el castigo a su marido con su propio castigo la tuvo despierta muchas noches.
Cuando llegó a casa de sus padres, la palidez del rostro alertó a su madre.
–¿Estás bien, hija? ¿Has comido todo lo que te dije durante la semana? Tienes que estar muy fuerte para que la Moñogordo te quite a tu hijo.
Las últimas palabras se le clavaron como aguijones en el cerebro y se derrumbó en una silla. Quería gritar, pero solo un hilo de voz salió de su boca.
–No vuelvas a decirme eso, no es mi hijo, no es nada, es solo un montón de células que van a extirparme.
–¡Claro, hija, claro! ¿Estás bien?
–No mamá, llevo toda la mañana vomitando, cuanto antes acabemos con esto, mejor ¿dónde está la tía Eufrasia? ¡tendría que haber venido ya!
Ahora fue la cara de su madre la que se cubrió de ceniza y lanzó un grito de angustia.
–¡Clara! ¡Por el amor de Dios, no vuelvas a llamarla por su nombre! No, mientras ejerza de “abortera”.
En aquel momento una mujer vestida de negro apareció en el dintel de la puerta. Un cuerpo espigado, casi seco, avanzó hacia Clara Ochoa. Se removió inquieta en la silla hasta que la voz de aquella mujer la dejó subyugada, no tenía nada que ver con su aspecto, era suave, envolvente, y el tono tranquilo, sosegado.
–¡No le hagas caso, pequeña, no voy a contagiarte! Son leyendas de beatas ¿dónde está la cocina?
Fue sobre la mesa de la cocina donde Clara Ochoa expulsó todos sus sueños de niña, todas las fantasías en las que se veía ante el espejo con una gran barriga de embarazada, todos los rostros que había recreado en su mente de hermosos bebés que la miraban con cariño.
Vomitó varias veces durante la intervención y al finalizar, su cuerpo estaba tan agotado que se estiró en la cama y durmió el resto del día y toda la noche. Cuando se despertó al día siguiente su madre estaba junto a ella y le hizo beber una sopa que no le supo a nada.
No se sentía con fuerzas para volver a la casa de Gerardo Quiroga, así que su madre lo llamó por teléfono para avisarle que hasta el lunes o el martes no volvería, se había resfriado y estaba en cama con fiebre.
–Ya sabes lo que son estos resfriados de verano, los peores.

viernes, 5 de septiembre de 2008

El clan Ochoa (segunda parte)

(Verano de 1978)

Durante el mes que el equipo de cine estuvo grabando en el barrio de La Mina, Clara Ochoa vivió con un sentimiento de inquietud creciente. Se sentía observada, y raro era el día que no se cruzaba en su horizonte Gerardo Quiroga, siempre con una sonrisa en el rostro, siempre con un gesto amable, pero nunca se acercaba, nunca un ¡Hola, cómo estás! O un ¿Me conoces? soy el director de la película que estamos filmando…
No entabló conversación con ella hasta que una vez acabado el rodaje fue a visitar a su padre, y a esa reunión se sumaron su abuelo, el jerarca del clan, y sus tíos.
Nunca supo lo que se habló en esa reunión, que duró apenas media hora aunque en ella se decidiera el resto de su vida. Su madre intentó ahuyentar sus temores, pero Clara Ochoa sabía que Gerardo Quiroga era un hombre relacionado con el poder, un hombre popular, con éxito, al que se le concedían todos los caprichos, y una persona así podía hacerle daño a su familia a poco que se negaran a sus deseos.
Lo leyó en los ojos de su abuelo y de su padre en cuanto salieron de la chabola. Su madre, que había sido requerida hacía unos minutos, salió detrás de los hombres con un pañuelo anudado entre las manos en cuyo interior se encontraban las escasas pertenencias de Clara Ochoa.
De su rostro no cayó ni una lágrima, era demasiado orgullosa y sabía que toda resistencia era inútil. Su madre sí lloraba, y la abrazó al entregarle el hatillo. Mi pequeña, ten mucho cuidado, le susurró al oído. El silencio parecía esconder todas las palabras que querían ser dichas. A Gerardo Quiroga se le veía nervioso, las manos en los bolsillos, cambiando constantemente de postura, como si le fuera imposible acceder a la que correspondía adoptar en ese momento.
Clara Ochoa se arrodilló ante su abuelo para recibir la bendición. No se trataba de una boda gitana, pero había ritos que no podían ser omitidos.
–Clarita, has traído la bendición a esta familia que gracias a ti podrá abandonar esta chabola, quiero que lo sepas y que te sientas orgullosa. Él nos ha prometido que podrás visitarnos cada semana, si tú quieres, y yo le he prometido que eras virgen y que le serás fiel, que todo se cumpla y que Dios te bendiga.
Clara Ochoa se levantó después de besar las manos de su abuelo y se acercó a su padre para abrazarlo con todas sus fuerzas. Él no tenía la culpa, él no la habría abandonado, pero se debía al clan. A punto estuvo de rendirse al llanto, pero se había jurado que aquel hombre nunca la vería llorar y menos ante su familia.
Subió al coche, y como si fuera el momento de su muerte, una película de su corta vida atravesó su cerebro. Cerró los ojos para concentrarse en ella y sin darse cuenta se quedó dormida.
La despertó la voz amable de Gerardo Quiroga:
–¡Clara, Clara! Ya hemos llegado, despierta, por favor.
Estaban en un parking. Durante unos segundos se sintió desconcertada, pero el rostro del hombre que la había separado de su familia la devolvió a la realidad más inmediata.
Bajó del coche y lo siguió hasta el ascensor que comunicaba directamente con el rellano de su casa. Cuando entró en ella, Clara Ochoa no pudo ocultar un gesto de admiración, nunca había visto algo tan hermoso. Solo en las películas.
La casa de Gerardo Quiroga seguía a rajatabla las últimas tendencias. Uno de los totems del diseño en Barcelona, la casa Vinçon, se la había decorado, y su mano se notaba en los espacios anchos, los muebles justos y la simplicidad casi espartana. Los colores de las paredes tenían como preferencia el blanco y algunas estaban pintadas en colores suaves. La sorprendió la ausencia de cortinas.
Ella lo fue siguiendo por un pasillo lleno de estanterías repletas de libros hasta un cuarto ancho, con un gran ventanal y una cama de matrimonio en la pared frontal a la puerta. Le deseó buenas noches y por primera vez la tocó. Puso las manos sobre sus hombros y le dio un beso en la frente. Luego cerró la puerta tras de sí. Ella se quedó en la misma postura durante varios minutos, como una estatua que hubiera venido a adornar la habitación. La despertó de su ensimismamiento unos golpes en la puerta y la voz desde el exterior que le preguntaba:
–He olvidado preguntarte si tenías hambre ¿Te apetece cenar?
–No, Gracias.
Fueron las únicas palabras que salieron de la boca de Clara Ochoa desde ese momento, hasta que, desnuda, se deslizó entre las sábanas para sentir en todo su cuerpo la suavidad y la frescura que consiguieron relajarla y predisponerla al sueño.
Por la mañana la despertó una mujer de voz enérgica. La informó que era su preceptora, la encargada de su educación, y que aquella mañana tenían que ir de compras .
Fue un día de gran actividad, no solo compraron ropa, también adquirieron libros y material escolar. Teresa Suárez resultó ser una mujer amble pese al tono de su voz, de una edad aproximada a la de su madre. Eso hizo que se rindiera de inmediato ante ella. Eso, y el hecho de que en ningún momento se sintió juzgada, ni un asomo de sombra en los ojos de aquella mujer.
Cenaron los tres unos espaguetis cocinados por Teresa y la conversación la llevaron mayormente Gerardo Quiroga y ella, que le informó de todo lo hecho durante el día. Clara Ochoa enmudecía ante la presencia de aquel hombre.
Al acabar de comer, la mujer se quedó fregando platos y arreglando la cocina mientras Clara Ochoa se dirigía a su cuarto seguida por Gerardo Quiroga, que esta vez no se quedó en el exterior. Entró junto a ella y se sentó en el pequeño sillón situado frente a la ventana. El delgado cuerpo de la muchacha se quedó rígido y los ojos volaron hacia el exterior para fijarlos en una luna llena creciente que parecía la C de su nombre al revés, como una metáfora de su estado de ánimo.
Cuando sintió las manos sobre ella, bajando con suavidad los tirantes del vestido a través de sus brazos, el cuerpo, además de rígido, se le quedó vacío, su piel inhibió el tacto y ya no sintió nada más, los ojos fijos en la luna.
Solo oyó la voz lejana de Gerardo Quiroga:
–¡Dios mío Clara, eres tan hermosa…!